ACÁ Y EN OTROS LUGARES: UNA ENTREVISTA CON MIGUEL BEJO

ACÁ Y EN OTROS LUGARES: UNA ENTREVISTA CON MIGUEL BEJO

por - Entrevistas
03 Oct, 2023 11:44 | comentarios
Una entrevista que hace justicia con otro protagonista clave del cine moderno argentino: Miguel Bejo.

Lo primero que hay que decir es que esta entrevista es una continuación espiritual de otra. Hace dos años, junto a Pedro Insúa y Ramiro Pérez Ríos entrevistamos a Julio Ludueña para Las veredas(1). La razón de ser de esa charla era simple: sus películas nos habían llenado de preguntas que era imposible responder con la información disponible hasta ese momento. A la par de esa explicación latía el deseo de hacer algo, pequeño y humilde, por el cine argentino, por nuestro cine que tanto amamos y admiramos. Señalar la desmemoria social, histórica y estética que circula como un espectro por nuestro país constituye apenas repetir una certeza que, en el caso del cine, se corrobora con facilidad ante la inexistencia de una Cinemateca Nacional. Los esfuerzos por preservar nuestra memoría fílmica dependen en gran medida de la buena voluntad de un puñado de personas que desde sus espacios, públicos o privados, echan incansablemente baldes de agua al incendio que nos rodea. Si tantísimas imágenes y sonidos se pierden día a día en el páramo incierto de nuestro cine, es difícil esperar un destino mejor para las voces de aquellos que protagonizaron y protagonizan su historia. Hace poco, me enteré que los trabajadores de la biblioteca de la ENERC imprimen con toda la periodicidad que pueden las notas, críticas y entrevistas que circulan por internet que tienen como objeto al cine argentino, ya sea del pasado o contemporáneo. En ese gesto se advierte el entendimiento de algo vital: la reposición y el cuidado de las voces de las figuras de la historia de este arte constituye un deber de primer orden (ciudadano, diría) para quienes le dedicamos la vida al cine. 

Miguel Bejo es una de las figuras centrales de uno de los momentos más singulares de la historia del cine argentino. A finales de los 60, tras la renovación estética que significó la “Generación del 60” y el sacudón que trajo la irrupción del cine militante, apareció un cine nuevo que quería correrse de todo registro conocido. Realizado por cineastas que no se reconocían en la estela de Dar la cara y Los jóvenes viejos ni en la de Tire dié y La hora de los hornos, este nuevo cine vino de la mano de dos grupos. Primero estuvo el “Grupo de los cinco”, cuya insignia fue una película llamada The Players vs Ángeles caídos, dirigida por la gravitante figura de Alberto Fischerman. Ahí estaban Nestor Paternostro, Ricardo Becher, Juan José Stagnaro, Raúl de la Torre y el propio Fischerman. Sus obras fueron disímiles, pero unidas por una voluntad experimental, rebeldía política y un origen común del dinero que financiaba las producciones: la publicidad. Como cuenta Bejo a continuación, fue en la oficina de la productora publicitaria de Alberto Fischerman donde apareció el germen del segundo grupo. 

En 1970, la invitación a cineastas porteños a participar de un acto en contra de la censura y el posible cierre del Instituto de Cinematografía de la Universidad Nacional del Litoral fundado por Fernando Birri, se convirtió en un acto cinematográfico sin precedentes: “En una noche y una mañana, veinte personas vinculadas con el cine produjeron, filmaron y compaginaron seis, siete u ocho cortos en 16mm. Al día siguiente, los llevaron a Santa Fe y los proyectaron en un acto político. Todo terminó en una batalla campal provocada por un malentendido gigantesco”, así resume Beatriz Sarlo este hecho sin precedentes en la historia del cine que terminó por bautizarse como La noche de las cámaras despiertas(2). El malentendido en cuestión fue de carácter estético. De un lado se alineaban los defensores de una poética militante dueña de un discurso directo y contrainformativo; del otro, se paraban unos vanguardistas que buscaban provocar porque entendían que las cosas podían expresarse de una manera diferente, nueva. Nacido del impulso que significó La noche de las cámaras despiertas, el segundo grupo se adueñó de la palabra anglófona underground para definir a un corpus de películas hechas a partir de una total independencia, autofinanciadas, realizadas con apoyos colaborativos entre los miembros y dueñas de una marginalidad comercial total. Allí estaban, entre otros, Edgardo Cozarinsky, Edgardo Kleinman, Bebe Kamin, Rafael Filippelli, Alberto Yaccelini, Robero “Dodi” Scheuer, Julio Ludueña y Miguel Bejo.

La familia unida esperando la llegada de Hallewyn

La dictadura que vino con el golpe de estado de 1976 significó el fin del desarrollo de prácticamente todas las corrientes estéticas cinematográficas que circulaban en la Argentina. En el mismo tiempo en que la dictadura genocida desapareció y asesinó a cineastas, el exilio, el retiro, la adaptación a un orden estético comercial tutelado o la entrega al ostracismo fueron los caminos de la subsistencia que tomaron los cineastas argentinos de la época. La actividad de este grupo de cineastas underground tiene la particularidad de que el último ejemplar de su corpus fue realizado durante la dictadura. Luego de La familia unida esperando la llegada de Hallewyn, rodada en 1971, Miguel Bejo realizó Beto Nervio contra el poder de las tinieblas en pleno 1978. Semejante gesto no fue gratuito: desde entonces Bejo está radicado en Francia y tanto su figura como sus películas se fueron difuminando de la historia del cine argentino.

Investigaciones recientes de Paula Wolkowicz, David Oubiña y Nicolás Prividera(3) (quien tuvo la generosidad de compartirme copias digitales de los films de Bejo, inconseguibles hasta hace muy poco), fueron cruciales para poner en circulación los nombres de estos cineastas tan importantes como olvidados. Asimismo, sus voces seguían siendo esquivas o poco disponibles. Frente a esto, la invitación de un festival de cine europeo se convirtió en la posibilidad de una aventura provechosa: gracias a un contacto que nos dio en su momento Julio Ludueña, pude comunicarme con Bejo para expresarle que deseaba entrevistarlo. Su respuesta fue una amistosa invitación a su casa. Luego del festival, viajé a París, donde la crítica de cine francesa Claire Allouche se sumó para ayudar con esta empresa dándome alojamiento, espacio para trabajar e indicaciones para orientarme en la red de transporte de la capital francesa. 

En la tarde del 17 de agosto, tras un viaje en tren de 45 minutos, llegué a Rambouillet. Miguel me recibió a las afueras de la estación con un abrazo, me invitó a subir a su auto y me condujo hacia su casa ubicada en un pueblito cercano, aún más metido en los bosques de la región parisina. Desde el primer minuto, el tema de conversación fue el cine. Apenas llegamos a su casa nos recibió su esposa Silvia, con quien hicimos un tour por el acogedor chalecito clavado en la frondosa vegetación de la zona. “Tengo más de cuatro mil películas”, dijo Bejo con cierto orgullo mientras me hacía pasar a una habitación con dos paredes cubiertas de DVDs y una tercera reservada para una gigante pantalla blanca. “Antes también pirateaba, pero al tiempo le empezaron a llegar multas a Silvia. No sé porqué a ella, pero eran multas del gobierno francés por las películas que bajaba. Desde entonces volví al DVD”. Sobre la mesita ratona del centro de la habitación estaban apiladas las cajas de las últimas películas que había visto. “Estoy revisando el cine hollywoodense pre Código Hays”, fue el comentario que devino en un intercambio de elogios dirigidos a los atrevidos papeles de Barbara Stanwyck y a la bravura del Clark Gable de la época. Un impasse de la charla que, como paso natural, devino en una declaración de afecto mutuo hacia la desfachatez vital del cine de realizadores únicos como Carlos Hugo Christensen y Carlos Schlieper. “Es una cagada que no se puedan conseguir sus películas por ningún lado; no puede ser que no haya una caja editada con todo Christensen restaurado a nuevo”. Bejo tiene razón, pero lo curioso es que mientras decía eso yo no podía dejar de pensar que una injusticia similar pesa sobre sus películas. 

Silvia, Bérénice y Miguel Bejo

Silvia, creo que advertida de que no nos íbamos a concentrar jamás, nos propuso movernos a otra habitación con sillones cómodos y libros en las paredes en lugar de cajitas de plástico. Entre anécdota y anécdota fui sacando el grabador. Bejo me contó que conoció a Samuel Fuller, que era muy jodón y que lo jodía con que tenía cara de espión, como de personaje de película policial. También me dijo que Providencia de Alain Resnais es una de las mejores películas de la historia del cine. Y cuando estaban comenzando a correr los primeros segundos de grabación, hablamos de Buenos Aires, de aquella capital que fue una meca de la cultura mundial: “Cuando llegué acá a París anunciaban como gran novedad que habían traducido El señor de Ballantrae de Stevenson. Yo lo había leído a los siete años. También, por ese mismo tiempo, la Cinemateca Francesa anunció con bombos y platillos un ciclo de unos supuestos “Inéditos del cine italiano” que ya habíamos visto todos los que veníamos de Buenos Aires”. Así, Pippo, El Bárbaro, Banchero, La Bola Loca o El Palacio de la Papa Frita, aparecían en sus relatos junto con los nombres de otros bares, cines y librerías. En su voz, Buenos Aires era como un mapa demarcado por mojones que daban cuenta de una ciudad que había sido tomada por asalto por una generación de artistas rioplatenses que querían reinventar todo. A continuación, un poco de la historia de uno de ellos. 

***

Tomás Guarnaccia: ¿Cómo llegaste al cine?

Miguel Bejo: Yo nací en Buenos Aires pero crecí en Rosario. De chico veía siete u ocho películas por semana. En Rosario había dos cines en los que se podía fumar y donde daban de a tres películas. Había westerns, policiales, terror, todo. Los miércoles me llevaba mi viejo y los viernes mi tío, ambos detestaban ir al cine, pero eran fumadores. Todos los cines estaban en la misma calle y mi padre, que era un gran deportista, estaba metido en la Asociación de Árbitros Boxeo y en el Club de Billar que quedaban en la misma zona. Él conocía a todos los dueños de los cines. Después de pasarme a buscar por el colegio, él volvía a su oficina y me dejaba en los cines. Era como una guardería: terminaba una película y sus amigos me pasaban al cine de al lado a ver otra. Muchas veces me acuerdo de películas que me impresionaron en la época y me doy cuenta que eran de Welles, Kubrick, Bergman, Felllini o Minelli. Hasta hoy en día juego a encontrar de qué película eran esas escenas que de chico me habían marcado tanto. Tengo una gran memoria para las imágenes, los planos, los movimientos, las luces. 

Después, de más grande fui al cineclub que había en Rosario. Ahí quizás enganchaba un ciclo completo y podía ver varias películas de un cineasta y entender un poco más el cine desde otro costado. Yo estudié la carrera de química en Rosario, por eso se me da bien el laburo de laboratorio y la cocina. Un día, cuando andaba podrido de los estudios, pasé por la puerta de un teatro independiente y me metí. Ahí hice de actor, escenógrafo, iluminador, de todo. En ese tiempo empecé a entender que el teatro y el cine eran una cosa, un arte donde existía un señor que se llamaba Orson Welles, Ingmar Bergman y Federico Fellini. Un día me compré una cámara y me largué a filmar. Tenía un amigo que era fotógrafo y con él conseguimos hacer algunos trabajos para la televisión de Rosario, que recién estaba empezando. Filmamos inundaciones, partidos de fútbol y eventos de todo tipo. La cosa creció y pusimos una pequeña productora publicitaria. 

Con este amigo hicimos un par de ejercicios experimentales y después hice mi primer cortometraje ficcional que fue una adaptación del cuento A la deriva de Horacio Quiroga. Lo perdí en un aeropuerto a ese corto. El cuento es sobre un obrero del río, un tipo muy salvaje que se hace picar por una víbora, intenta llegar al pueblo para salvarse, pero no llega y muere junto al río. Mi gran mentor en la época era José Martínez Suárez, éramos muy amigos. Yo había hecho ensayos con un actor, pero había algo que no funcionaba y ahí fue cuando él me sugirió que busque a alguien auténtico del lugar. Entonces fui a Villa Constitución y encontramos a un tipo ideal. Le ofrecimos pagarle lo mismo que ganaba por día trabajando en el campo y agarró viaje. Cuando proyectamos el corto en público, apenas apareció él gritó desde el fondo de la sala: “¡Ah, soy yo!”. Creo que nunca había visto cine. Su presencia en la película aportaba otra cosa, el tipo no estaba actuando: remaba, trepaba por el monte o se subía  a su bote tal cual lo hacía en la vida real. Además, tenía una cara bárbara, de esas que están hechas para el cine. Esa película la hice en Rosario con la ayuda de Martínez Suárez que me dió todas las indicaciones y ayudas necesarias. 

¿Y cómo conociste a José Martinez Suárez?

Cozarinsky, Ludueña y Bejo

Lo conocí porque cuando compré la cámara no sabía muy bien cómo usarla, entonces pregunté en el cineclub y me dijeron que cuando vaya a Buenos Aires a revelar (porque en esa época se iba a capital a hacer ese trabajo) pregunte de parte de ellos por José Martínez Suárez. El tipo era bárbaro, muy dado, nos entendimos desde el primer momento. A partir de ahí, cada vez que iba para allá lo iba a ver a su casa o él venía al laboratorio y me daba consejos. Nos escribimos durante mucho tiempo, nunca dejé de visitarlo cada vez que iba a Buenos Aires. Lo loco de esto es que el cine que hacía Martínez Suárez no era para nada lo que a nosotros nos interesaba o lo que queríamos hacer; pero él era fanático de lo que hacíamos nosotros. Era al revés de lo que cualquiera podía presuponer. Por ejemplo, le encantaba Puntos suspensivos de Edgardo Cozarinsky, estaba fascinado con esa película. ¿Y sabes por qué era así? Porque al tipo le gustaba el cine. Nos veía experimentando, probando cosas, mandándonos cagadas y a él eso le parecía fantástico. 

Después de A la deriva hice otro corto en Rosario que se llamaba Posesión.. Era sobre dos tipos que jugaban al truco mientras se intercalaba una historia trágica alrededor de unas relaciones amorosas. En mis viajes a Buenos Aires a revelar solía aprovechar para ir a los cines de Lavalle y al boliche “Gotán” a escuchar tango. Ahí conocí al Tata Cedrón, que era el dueño del lugar y tocaba casi todas las noches. Nos hicimos medio amigos y logré que le haga la música al corto. Lamentablemente esa película también está perdida.

Después de filmar esos cortos en Rosario me fui a Buenos Aires. Ahí me hice amigo de un periodista de Primera Plana que, para darme una mano porque andaba en la lona, me encargó que escriba algunas notas para la revista. Escribí una sobre Bariloche y sobre otros temas de variedad. Gracias a este hombre conocí a un tipo que tenía una productora que estaba haciendo un documental sobre la ciudad de La Plata, una película que creo que nunca se terminó, y así, poco a poco, me fui metiendo en el mundo del cine. También trabajé como asistente de algunas series estadounidenses que se filmaban en Argentina. A la par hacía changas de cualquier cosa con tal de sobrevivir. 

Al tiempo, el Instituto de Cine abrió su Escuela de Cine y me anoté para entrar. Me parecía que era una buena manera de integrarme al mundillo y conectarme con gente joven que estaba en la misma que yo. No terminé nunca los cursos, pero siempre me quedaron marcadas a fuego dos cosas: el concurso de entrada y una charla que tuvimos. La última entrevista que había que tener para entrar era con Mario Soffici, a mí sus películas siempre me fascinaron y tener la oportunidad de charlar con él brevemente sobre puesta en escena fue algo inolvidable. Yo nunca tuve una visión muy severa con el pasado, siempre rescaté a muchos cineastas que vinieron antes. Eso me diferenciaba un poco con el resto del grupo. Antes de entrar a estudiar al Instituto de Cine, yo había visto The Players vs Ángeles caídos. Y no va que al poco tiempo de eso viene Alberto Fischerman a dar una charla a los alumnos. A todo el mundo le cayó como el orto, salvo a mí. En esa charla dijo que quería hacer una película sobre el Che Guevara pero sin el Che, y nada más eso a mí me fascinó. Terminar trabajando en Top Level, la productora publicitaria de Fischerman, fue definitorio para mí. Comencé siendo su asistente, entonces muchas veces que él no podía filmar iba yo en su lugar y dirigía. Así fui conociendo actores, técnicos y, fundamentalmente, los Laboratorios Alex. Ese lugar era un poco el centro neurálgico de lo que pasaba en esa época del cine argentino. Encima, atrás del laboratorio tenías los primeros estudios Delta Films, que después se mudaron a otro lado. Podías hacer todo ahí, era nuestra mini Cinecittà.

Siempre me resultaron interesantes estos vínculos que existían entre los cineastas de la primera oleada de la “Generación del 60”, más establecidos y reconocidos en la historia del cine argentino, y ustedes que vinieron después. Es conocido que Leopoldo Torre Nilsson también fue una figura muy generosa con los “más chicos”.

Sí, con Torre Nilsson, o “Babsy” como todos lo llamábamos, era otra historia. Él era una eminencia. Un poco por chiste, Juan Carlos Frugone, crítico y amigo mío, me dijo que cuando haga la primera proyección de La familia unida esperando la llegada de Hallewyn, mi primer largometraje, tenía que invitar a Babsy. Le envié una invitación y me llegó una respuesta donde aceptaba venir y me pedía por favor que le reservara un asiento en la primera fila porque era miope. Las primeras proyecciones privadas solían hacerse en Alex. La primera vez que mostramos Hallewyn fue muy de noche, de manera semi clandestina. Babsy finalmente vino y le encantó la película. En esa película hay mucha influencia que viene de La mano en la trampa y todo ese cine de grandes casas oscuras y sórdidas que él había hecho. Desde entonces nos vimos varias veces, con él y con Beatriz Guido. Recuerdo que cuando se enfermó y le prohibieron filmar, le salió un trabajo publicitario y llamó para pedirme consejos porque nunca había rodado algo así. Babsy era un tipo bárbaro, generoso y humilde.

La familia unida esperando la llegada de Hallewyn

Las historias del cine, por cuestiones de narrativa y, supongo, estrategias que ayudan a categorizar y describir las distintas estéticas, tienden a enfrentar a las generaciones casi como contendientes de una lucha y ordenarlas de acuerdo a rupturas. Por lo que decís y por lo que vengo recolectando hace tiempo, este enfrentamiento era teórico antes que nada y se daba sobre un terreno que era fluído entre generación y generación, todos convivían y se continuaban. 

Era algo así. Torre Nilsson es un ejemplo de eso: para empezar, desde un plano personal, hay que decir que él no hablaba mal de nadie (excepto de un contemporáneo suyo). Babsy y todos los que vinieron detrás de él eran gente que le gustaba el cine genuinamente. Y no sólo a ellos, mira lo que te voy a decir: Atilio Mentasti(4) vio Hallewyn y me dijo: “Bah, lo más importante es que usted hizo una película y la terminó. Lo importante es eso. Si a uno le gusta o no, es otro tema”. Intelectualmente, Babsy tenía un criterio parecido. Él vio Hallewyn, entendió la atmósfera que propone y por suerte, en su caso, le gustó. 

Uno que dio un portazo viendo la película fue Raymundo Gleyzer: se levantó y se fue furioso. Cuando yo vivía en Rosario éramos bastante amigos con Raymundo. Te vas a reír con esto: yo lo ayudaba a distribuir la revista Pekín Informa de manera clandestina. Él recibía en Buenos Aires paquetes con las revistas traducidas directo desde China, me mandaba algunas en Rosario y ahí yo se las repartía a algunos militantes que luego las distribuían en fábricas y ese tipo de espacios. Sin ser militante de raza, aunque estuve en el PC hasta que me echaron justamente por el cine, yo estaba en esa sintonía por ese entonces. Después del portazo que dio en la función de Hallewyn nunca más lo volví a ver; no sé qué le molestó tanto. Él era un verdadero militante, se jugó la vida en eso. Supongo que mi película le habrá parecido algo ofensivo, pero era una persona con la cual yo me entendía muy bien.

Apenas llegué me contaste que en la semana estuviste hablando con Julio Ludueña a propósito de las Elecciones Primarias de Argentina del domingo pasado ¿Qué hablaron? ¿Hace cuanto que conocés a Ludueña?

Julio está bastante preocupado con lo que pasó. Y como para no estarlo: en Argentina es una novedad total lo de estos tipos de extrema derecha. Acá en Europa vienen dando vueltas hace rato, vas país por país y en todos tenés casos similares de lo que ahora emergió allá de golpe. Es un desconcierto total que la izquierda no se preparó para enfrentar. Con Julio hablamos justamente de esto, con mucho dolor e impotencia, claro. Mi historia con Ludueña viene de la época en la que todos empezamos a hacer nuestros delirios. ¿Cómo apareció Ludueña? Déjame pensar… Yo tenía muy buena relación con Moira Soto, con ella habíamos creado un cineclub que se llamaba el Bela Lugosi Club(5). Veíamos sin cortes y de manera privada en el cine de la distribuidora películas de terror que estaban prohibidas o censuradas. Después, cuando algunas llegaban a los cines les poníamos un sello en el afiche que decía “Bela Lugosi”, eso significaba que nosotros la habíamos aprobado. Era un chiste interno. Máximo Soto, que vivía con Moira en la época, un día se me acerca y me dice que conocía a un tipo medio loco y muy interesante que tenía una película rarísima entre manos. Esa película era Alianza para el progreso y esa persona era Julio Ludueña. Gracias a ese vínculo y con su participación en La noche de las cámaras despiertas aparece Ludueña definitivamente en el grupo. 

Alianza para el progreso

En Argentina no tuvimos nada parecido al New American Cinema, digamos, un grupo orgánico con propuestas comunes concretas. En la oficina de Alberto Fischerman conocí a todo el “Grupo de los cinco”. Eran muy raros porque no tenían nada que ver entre sí: Fischerman era un intelectual total; Ricardo Becher un poeta negro; Nestor Paternostro un publicitario loco; Raúl de la Torre quería hacer el cine que después hizo con Graciela Borges; y Juan José Stagnaro apuntaba a jugar con la técnica. Acá todo se daba por relaciones humanas, por amistades y charlas de café. Lo de La noche de las cámaras despiertas nació tomando un café en la oficina de Fischerman. Nos habían invitado a participar de este evento en contra del cierre del Instituto de Cinematografía de Santa Fé fundado por Fernando Birri y Fischerman fue quien propuso ir, pero no a discutir ni a hablar sino a llevar películas. 

Veo que en tu mano todavía tenés una cicatriz un tanto famosa, ¿cómo fue esa noche?

Los recuerdos se entremezclan, fue una noche muy loca. Imaginate que a eso de las tres de la mañana apareció Jorge Cedrón con dos asistentes y un carrito con botellas de whisky. Éramos un montón; estaba Dodi Scheuer, con quien también me escribo bastante hoy en día. Con Fischerman habíamos convocado a dos directores de fotografía y a dos jefes de producción. Con eso, los estudios Delta Films prestados por la noche y ciento veinte metros de película reversible que tenía que traer cada uno, ya estábamos para largarnos. Cada quien tenía que llevar un guion o una idea. Mi corto se llamaba El árbol oculta el bosque o Ejercicio a foco fijo a cincuenta centímetros y consistía de un plano secuencia filmado por mí con cámara en mano donde tenía que atravesar un montón de decorados que eran propiedad de Delta Films, hasta llegar a un vidrio que tenía que romper con un martillo para acceder a un espacio donde estaba Oscar Ferreiro cantando el tango Uno de Enrique Santos Discépolo. Como todos los cortos eran mudos, mi idea era pedirle al público de Santa Fe que me ayude a doblarlo en vivo. El corto era complejo, pero no imposible. Inicié la toma, esquivé todo y cuando llegué al vidrio me di cuenta que me había olvidado el martillo, entonces le di un puñetazo con la mano para romperlo. Creo que Filippelli estaba cerca y gritó del susto, pero yo seguí filmando mientras Ferreiro cantaba y yo, sin darme cuenta, chorreaba sangre por todos lados. 

Jorge Valencia, que fue el editor de los cortos, me tuvo que llevar de urgencia al hospital en su auto. Yo veía que estaba todo manchado de algo negro en los asientos. Después me di cuenta que era sangre. Me metieron a una sala de la guardia, donde al lado mío había un tipo que se estaba muriendo y me cosieron la mano. El vidrio me había hecho un buen tajo. Debo haber salido del hospital a eso de las cinco de la mañana. De ahí me llevaron a los Laboratorios Alex, que fue donde montaron todos los cortos durante la noche. El mío lo montó Valencia con Fischerman. Apenas llego me lo encuentro y lo primero que me dice es que el mío había salido bárbaro. Desayunamos juntos y arrancamos para Santa Fe en el Citroën de Valencia con las películas. Fuimos Alberto Fischerman, Luis Zanger, una chica santafesina que salía conmigo por esa época y yo, que estaba todo enyesado y con no sé cuantos analgesicos encima. Allá casi nos cagan a trompadas.

Alianza para el progreso

Santa Fe era Birri, era otro cine, no era lo que hacíamos nosotros. No soportaban que no hubiera algo directo y claro, entonces nuestras películas cayeron muy mal, en especial los cortos de Fischerman y Scheuer. Al rato que empezó la proyección vino alguien y muy amablemente nos dijo que nos vayamos porque nos iban a sacar a las piñas. Lamento que se haya perdido todo. En el corto de Alberto Yaccelini actuaba yo. Lo protagonizaba Dodi Scheuer e Irma Brandemann que hacían de un matrimonio que va al cine y se escandaliza ante una escena erótica. La escena en cuestión era un cuadrado blanco donde pasaba yo caminando en bolas. Te imaginarás que esa clase de humor cayó como el culo. Eso o el corto de Scheuer, que era sobre una mina que tenía distintas reacciones ante algunas imágenes de zoofilia. Todo eso estaba mal visto. El sexo estaba prohibido para el tipo de militante que estaba ahí. No sé, pensarían que el obrero no coge. Lo importante es que después de esa noche salió la idea de hacer películas juntos como grupo.

Para mí y creo que para varios de nosotros el humor era una forma de ver el mundo y también un escudo. Hablábamos de cosas serias pero a través de un punto de vista para nada rígido, dogmático o didáctico. Yo no le puedo enseñar nada a nadie, el cine para mí tiene que ser algo lúdico. Por eso hoy me gusta mucho Brian De Palma; el tipo hace esos planos secuencia totalmente al pedo pero lindísimos donde te imaginas a la gente divirtiéndose mientras filma; hay un placer por un hacer desligado de toda seriedad.

Mencionaste que tu corto era muy teórico, ¿Qué leías en esa época, qué cine veías, cómo llegabas al deseo de querer hacer algo así?

Antes de conocer a todo ese grupo iba mucho a ver las películas del New American Cinema que proyectaban en el Instituto Di Tella. Cuando vi eso me caí de culo. Sobre todo me impactó una película en particular que ahora tengo en cassette, en DVD, por todos lados: Hallelujah the Hills de Adolfas Mekas. También veía muchas películas que hoy no aguantaría ni cinco minutos, por ejemplo, el cine de Straub y Huilliet, películas que eran verdaderos ejercicios teóricos. Después, más que leer de teoría cinematográfica, leía novelas y, sí, algo de historia del cine. Al respecto del cine tenía una idea que conservo hasta hoy: el cine es hijo de la pintura y la música, no hijo de la literatura. Para mí los argumentos de las películas no son tan importantes, los entiendo hasta la mitad, a mí me gusta fabricarme mis propios argumentos a partir de lo que veo y escucho, de los movimientos y los ritmos. Para mí eso es el cine. Me molesta cuando alguien me recomienda una película que es interesante porque “trata de tal cosa”. Sí, puede ser, pero hay que ver cómo lo hicieron. Ahora bien, curiosamente a mí me gusta mucho Ken Loach. Creo que es un gran cineasta que sabe dónde plantar la cámara para dar con la imagen mucho más de lo que los personajes dicen y declaman. En un momento de Tierra y libertad hay una secuencia larguísima sobre una discusión alrededor del campesinado y algunas problemáticas rurales que filmada normalmente sería un plomo, pero vos ves cómo lo resuelve el tipo y es fascinante. Volviendo, en aquella época tomábamos un poco de todos lados, estábamos podridos y algo frustrados. Sentíamos que todo estaba hecho, entonces nos largamos a hacer algo diferente. Teníamos ganas de hacer algo distinto a las películas sociales documentales, las cuales, en lo personal, nunca me interesaron, y volcarnos hacia un cine más libre que apuntara a otras cosas y hablara de otra manera. Con esa idea y con ese grupo de personas, que después cada uno hizo su camino, decidí hacer La familia unida esperando la llegada de Hallewyn. Yo fui el último en hacer un largo. 

Antes de maternos de lleno en Hallewyn quería consultarte algo: no sé si estás al tanto de que en cierta zona de la academia brasileña se han hecho algunos estudios comparativos entre el Cinema Marginal brasileño y los films del “Grupo de los cinco” y sus películas underground. Hay textos notables de Fernanda Fava y Estêvão Garcia al respecto. Pienso en Rogério Sganzerla o Júlio Bressane, como cineastas que hacían cosas que se acercaban a lo que hacían acá. ¿Ustedes tenían contacto o veían los trabajos de los otros?

No, poco. Del cine brasileño, pero en términos generales, conocí a Joaquim Pedro de Andrade y vi a Glauber Rocha un par de veces, pero no mucho más que eso. En ese momento, se leía sobre ese cine más de lo que se lo llegaba a ver. Mencionas a Sganzerla y Bressane: ¿dónde iba a ver esas películas? Todo eso se veía más en Europa que en Argentina. Cuando uno viajaba a un festival quizás veía algo. Acá tenías acceso al Free Cinema inglés que era más clásico y el Cinema Underground norteamericano que era el más loco de todos, no tenía duración precisa y representaba  una falta de formateo que era muy entusiasmante. Esa era la influencia, durante mucho tiempo en la Argentina hubieron muchas cosas que no llegaron. 

Hallelujah the Hills

Me resulta interesante que en tu dirección de mail le rendís homenaje a un cineasta clásico estadounidense, que fuiste parte de este Bela Lugosi Club y que en tus películas haya tantas referencias a cine clásico, a títulos como Qué verde era mi valle y otros. En tu obra hay una influencia muy marcada proveniente de los cines y géneros más populares.

La familia unida esperando la llegada de Hallewyn es una de vampiros. Esa era la idea. El plano del jinete que aparece al principio de la película y que es el leitmotiv visual de la película está sacado de El cuerpo y el látigo de Mario Bava. El distribuidor de la película me autorizó a usar esos pedazos de la película. Hicimos una copia en blanco y negro y lo integramos. Más adelante, se escucha una voz que es la de Christopher Lee. Todo esto nace del Bela Lugosi Club, venía de ahí. La música de la Hallewyn también es de esa película; al principio habíamos puesto Tristán e Isolda de Wagner, pero no funcionó. La música de la película de Bava era más divertida y remite a todo este cine de horror que veía mucho, a esas películas medio mal hechas inglesas o yankees que tenían como referencia a la Hammer Film Productions. 

La primera vez que estuve en Paris con Hallewyn conocí a Anatole Dauman(6) y Pascale, su mujer. Nos hicimos medio amigos porque les gustaba mucho la película. Cuando volví tres años después, me costó encontrarlos. Un día me topé con ella y me confesó que tenía un poco de pudor de encontrarse conmigo porque con Anatole ya no estaban para nada en la misma onda, “ahora estamos haciendo cine” me dijo, “películas como la tuya ya no tienen lugar”. Y era cierto, duró poco ese período en el que era natural hacer una película con cuatro amigos y una cámara prestada. Yo soy de esa generación que quería hacer a como de lugar, no importa cómo, en super 8 o en 16mm, daba lo mismo. En el grupo usábamos 16mm porque era más barato y porque la cámara al ser más chica nos permitía muchas facilidades. Una vez Rodolfo Kuhn me quiso chicanear y me dijo que el trípode ya estaba inventado, que podría probar usarlo… Sí, obvio, pero yo quería hacer otra cosa. Como te dije, mi primer cortometraje estaba todo hecho en cámara en mano, viene desde lejos mi idea.

La familia unida esperando la llegada de Hallewyn está basada en una obra de teatro.

Sí. En el teatro de Rosario trabajábamos mucho con la vanguardia: Ionesco, Beckett y, claro, de Ghelderode, quien es el autor de la obra de teatro de Hallewyn. Nosotros la adaptamos, como se dice acá, par coeur, de memoria, de corazón. La idea del vampiro que recorre castillos violando a las hijas de los hacendados me divertía muchísimo. Una segunda idea era construir una casa claustrofóbica en la que vive gente asustada por la llegada de un vampiro; una cosa que para mí representaba algo de lo que estaba dando vueltas en la Argentina en esa época. La tercera idea era ver, digamos, al país con los ojos de un chico. Por eso la cámara está siempre puesta a una altura bastante baja. Yo no quería el punto de vista del cine documental, social y crítico de la época. Hasta el día de hoy miro a Argentina como un país que se entiende, pero hasta ahí. El plano de la cena en la mesa larga es extraño porque está visto con los ojos de un chico. Quería una visión ingenua cargada de referencias cinematográficas de todo tipo. 

El cuerpo y el látigo

Además de lo de Mario Bava, un día fui a lo de Armando Bo a pedirle permiso para usar las escenas de Fiebre en las que aparecen caballos que cogen. ¿Viste la escena de Hallewyn donde la tía de la casa tiene sus delirios?, yo quería proyectarle en la frente esos caballos cogiendo. Le había parecido bien la idea, pero al final no se pudo y te pinto la escena de cómo me lo dijo. Alex tenía un hall de mármol gigantesco donde a la izquierda estaban las recepcionistas, al fondo había una cabina de teléfono, un pasillo que daba a las moviolas y una segunda entrada bastante separada de la otra. Ahí y en la confitería te encontrabas con todo el mundo. Un día yo estaba en los sillones de cuero del hall y entra Armando Bo por la otra puerta, me mira y me grita con su voz tan característica: “Che, pibe, caballos cogiendo no me quedaron más”. Todo el mundo se quedó helado. Bo fue otro que nos bancó y nos sostenía a muerte. Después de que Hallewyn gana en el Festival de Mannheim, Armando nos defendió a las puteadas en una reunión en Directores Argentinos Asociados en la que David Stivel y Hector Olivera, que no nos querían mucho, por decirlo de un modo, minimizaban los festivales donde nuestras películas estaban logrando cierto reconocimiento. Pero bueno, Bo era considerado alguien menor, un bicho raro y nadie le daba bola. Él y Torre Nilsson representaban para mí un cine peculiar que me parecía estimulante.

Te cuento algo más de Alex: el trabajo en publicidad hacía que usemos mucha película y revelemos todo el tiempo montones de material. Como éramos buenos clientes del laboratorio, si entre tandas y tandas de revelado metíamos cosas nuestras de las películas que hacíamos de manera independiente, nadie decía nada. El pasillo largo de Alex estaba lleno de cabinas de montaje, cada una pertenecía más o menos a una productora. Después de trabajar, íbamos a la noche y montamos nuestras cosas en las mesas de montaje en las que a la mañana se armaban publicidades o películas comerciales. En el caso de Hallewyn… también filmamos de noche y la estrenamos oficialmente en una trasnoche del Bela Lugosi Club, fue una película muy nocturna y se siente. No dormíamos nada en esa época, cenábamos pastas en Pippo a la madrugada y seguíamos laburando.

Me gusta esta idea de lo peculiar y lo que decías antes de esta mirada ingenua que ve y observa, pero hasta ahí, sin una idea cerrada o un entendimiento completo de lo que sucede. Como espectador uno siente algo parecido frente a La familia unida esperando la llegada de Hallewyn. Es una película que sobrepone alegoría sobre alegoría y que dispara para todos lados. 

Esa era la propuesta. Parte de eso surge de que todo fue filmado en orden y a toma única, incorporando todos los errores que podían suceder dentro de la misma película. El guion lo perdí el primer día de rodaje, te podés imaginar el proceso… Jorge Hayes, que no tenía un lugar importante en la película, un día escribió un discurso para su personaje y se convirtió en un personaje central. También Cozarinsky vino una noche, me dijo que tenía un problema y que al día siguiente tenía que irse a Europa. Entonces resolvimos encerrar a su personaje en un placard y poner una placa explicando que se iba. Es un poco el documento de cuando Cozarinsky se va de Argentina. Estaba esta apertura, pero a partir de la base de la obra de Michel de Ghelderode, que escribía generalmente obras que suceden en el medioevo, con curas borrachos, personajes que se tiran pedos, donde todos cogen con todos y así. Eso me encantaba. El guion lo hicimos entre cuatro: Vicente Battista, Román García Azcarate, Osvaldo de la Vega, que es quien interpreta a Hallewyn, y yo. Así y todo, la película se fue armando de manera bastante grupal. Para hacer la escena madre de la película, que es la de la cena, todos los actores vinieron a mi casa, nos sentamos en una mesa larga como la de la película y nos pusimos a discutir cómo hacerla. En nuestras cabezas iba a ser más linda pero no pudimos filmar todo lo que queríamos, era muy caro o muy complicado. No estaban previstos siquiera los primeros planos, yo quería que sea todo un plano secuencia único. Pero hubo alguien inteligente que me aconsejó que filme los rostros, que me cubra, algo que resultó bien porque esas caras dicen bastantes cosas que el plano ingenuo no alcanza a mostrar. 

La familia unida esperando la llegada de Hallewyn

Dentro de lo poco que se puede leer sobre tus películas, hay una nota de Luciano Monteagudo escrita en el Festival de Mar del Plata de 2003 donde dice que esta película describe el periodo “en clave alegórica pero de una manera tan desesperanzada como premonitoria”(7). ¿Cómo pensás esta idea de lo premonitorio?

En esa época todo el tiempo se hablaba del retorno de Perón. Varios años después, cuando la pasamos en la Cinemateca de Madrid estaba Adolfo “Chango” Lavarello, un argentino que trabajaba en cine, y tuvo que pararse y explicar que la película no era oportunista, que se había hecho muchos años antes. Creo que tengo cierta habilidad para imitar: para la película escribí el discurso para la radio que se escucha sobre el regreso de Hallewyn y le puse de fondo la Sinfonía del Nuevo Mundo de Antonín Dvorák; años después, cuando Perón volvió, escuché el discurso que dio y era casi palabra por palabra lo que yo había escrito. De hecho, yo estuve en Ezeiza el día del quilombo, y estuve bien en el quilombo. Yo nunca fui peronista, fui de curioso, porque iba a ser un picnic y porque en la orquesta que iba a tocar estaba Jorge Lopez Ruiz, que era mi “papá” en la época, yo vivía en su casa. Estábamos cerca del palco con Silvia y de pronto escuchamos zumbidos que resultaron ser balazos. Obviamente nos fuimos. La vuelta, toda la caminata a pie por la ruta que hicimos era exactamente el final de Hallewyn cuando todos se van del asado. Cuando hice la película yo me impuse no ser crítico, ni analizar. En la película los de adentro tienen miedo, los de afuera son un poco extraños y ya, quería jugar con eso. La película no tiene bajada, no tiene mensaje, deja que la gente vea lo que quiera ver. 

Me gusta el desconcierto que genera que los de adentro, esta aristocracia venida a menos, vela por el personaje de una madre muerta que vendría a ser Evita. Ella le “pertenece” a los de afuera, pero también es de los de adentro.

Yo veía la cosa un poco así. ¿Vos sabes el respeto y el pánico que tenían los militares y la aristocracia por ese cuerpo? Lo muestra muy bien la película Eva no duerme de Pablo Agüero, que es buenísima. Tirarse un poco en contra del peronismo o hacer chistes al respecto no estaba bien visto en esa época, no era una cosa muy lógica y eso le costó a la película un grado extra de marginalización. Pero bueno, a mí en esta película lo que más me interesaba era la imagen, la música y los movimientos de la gente. La historia era lo que yo veía pasar por delante todo el día en la calle. Tenía la sensación de que todos, los políticos, la gente, todo el mundo andaba por la vida diciendo cosas formateadas. Quería transmitir un poco eso.  

En la película tenes la conferencia de prensa del padre que deviene en una performance teatral. Pasa de una cosa a la otra en el mismo plano, como el milico que pasa a ser ejecutivo de una multinacional en Puntos suspensivos de Edgardo Cozarinsky.

Que gracioso que menciones a Cozarinsky. Con él vi La chinoise de Godard en el microcine de la Paramount. La vimos ahí porque estaba prohibida y ese era casi el único lugar donde podíamos ver películas que difícilmente se vayan a estrenar. Ese cine tenía un defecto técnico muy curioso: el sistema de sonido a veces interceptaba la señal de la policía, entonces estabas viendo una película y de la nada se escuchaba el barullo de las comunicaciones de los canas de la zona. Esa vez, mientras mirábamos La chinoise, por lo que se filtraba de la policía nos dimos cuenta de que algo raro pasaba. Salimos de la función y nos enteramos que Ongania ya no era más presidente y habían puesto a Levingston en su lugar. Este señor Levingston era un curda, un borracho, hablaba y se iba para los costados. De ahí saqué la idea para esta escena donde un tipo tiene un discurso muy preparado pero se va de cámara y de eje. 

La chinoise

En la entrevista que le hicimos hace un par de años, Julio Ludueña decía que su grupo se definía más cerca de Rimbaud que de Marx, que un objetivo era irritar al público ¿Vos te sumas a esa idea?

Completamente. Queríamos provocar al espectador de dos maneras: por lo que mostrábamos y por no seguir los códigos lógicos. La gente está acostumbrada a que después de tal plano tiene que venir tal otro plano, tiene una forma en la cabeza que acepta. Entonces, si de pronto aparece un plano que no corresponde con la lógica instalada se genera algo nuevo, algo que no es del orden de la narrativa y que no sigue necesariamente la lógica de lo que se está diciendo, es algo que choca. Por eso digo que el cine es más hijo de la pintura y de la música que de la literatura: la continuidad cinematográfica tiene que estar en el choque de esas imágenes. Y no es una cuestión formalista, creo que el cine se exprime ahí. Te das cuenta viendo cine francés contemporáneo, que es tremendamente literario y todo va atrás de eso. Falta ese algo, ese choque.

En la película tenés a un montón de cineastas en distintos roles. Delante de cámara Julio Ludueña hace de encapuchado, Alberto Yaccelini es el mayordomo, Dodi Scheuer es el guardián de la tumba y, claro, tenés a Edgardo Cozarinsky como el abuelo de la familia. Por detrás están Bebe Kamin en sonido, y Rafael Filippelli y Carlos Sorin en cámara y fotografía. Si bien siento que siempre se recalca que el su grupo de cineastas underground era algo informal y descontracturado, se advierte un clima colaborativo muy fuerte entre ustedes ¿Cómo era esta dinámica?

Está Zanger también en la película. Cozarinsky hizo ese papel porque era el único de nosotros que podía pasar mejor como abuelo. Nos íbamos acomodando a las distintas exigencias que teníamos. Yo lo había ayudado a él con Puntos suspensivos porque la idea que teníamos era siempre colaborar entre nosotros. En lugar de salir a contratar un camarógrafo profesional de carrera, ese rol lo ocupaba aquel de nosotros que se sentía más cómodo con la tarea. Entonces ahí aparecía Filippelli con la cámara, porque a mí me parecía divertido darsela a él. Me acuerdo que me dijo: “me estás dando el mundo”. Así como te digo esto, tengo que decir que Sorin era el más profesional de nosotros, era un director de fotografía con todas las letras. Éramos todos muy jovencitos. Filippelli y Fischerman tenían diez años más que yo, eran un poco de otra generación, como Alberto Ure, el actor. En esa época los intérpretes que trabajaban con nosotros venían del lado de Ure o de Carlos Gandolfo, que era el círculo de actuación más cercano que teníamos. Nunca me consideré un director de actores. Mi acercamiento con los actores era salir a tomar un café con ellos, charlar, amigarnos y estar atento a los lugares a los que podían disparar. Todo se iba construyendo a través de las relaciones que teníamos y todo terminaba teñido y definido por eso. 

La familia unida esperando la llegada de Hallewyn

En la película, los de afuera parecen regidos por una cosmovisión completamente dionisiaca y caótica, mientras los de adentro son algo así como unos conservadores mal añejados, que tienen ritos y costumbres formales vacías de sentido. En esa línea, la escena del viaje lisérgico de la tía me parece central en la película. ¿Cómo pensaste esa secuencia de choque de mundos y de “contaminación”, como dicen?

La escena está plagada de referencias y viejos chistes populares. Siempre fui de tener ese tipo de ideas y querer mezclar todo. Lo que aparece en esa escena es una visión muy naif de esos mundos, ya sea del fútbol, del asado, de los tangueros y tal. Meter todo eso junto era representar todo lo que rechaza una familia bien formada en su casa, todo lo que les daba miedo, es decir, todo lo real. Cada cosa que ese tipo de familia hace es una respuesta ante el miedo que tiene de eso que consideran foráneo y peligroso. No tenía que caer en el didactismo con esa escena, por eso había que meter todo junto en una explosión total de interacción. 

La tía se pasea por ahí y nadie le da mucha bola, ella pasa totalmente atraída porque ha sido “contaminada” por el hijo para que entre ahí. La coreografía tenía que ser caótica tal como ella vive esa experiencia y como lo podría ver un chico que entra ahí y no entiende nada. Cuando yo era chico iba a las canchas de fútbol y me terminaba divirtiendo mucho más el quilombo de la tribuna que el partido. Acá era algo parecido el punto de vista. Quería que fuera un caos popular no tan comprensible lleno de imágenes populares estereotipadas como la del guerrillero, el tanguero, los jugadores de fútbol, los asadores, el mate y la camiseta de Boca que son como un manto santo con los que entronizan a la tía. Pusimos a todo el mundo y nos paseamos con ella y la cámara. El ejercicio que había hecho en La noche de las cámaras despiertas terminó de alguna manera acá. 

Toda esa secuencia está filmada en los estudios Delta Films, que nos los prestaron sólo por un día. Justo Carlos Sorín se enfermó y no había manera de moverlo de la cama; creo que estaba un poco podrido de la película. No fue un proceso fácil para nadie, algunos como Filippelli se quedaron hasta el final con sus reservas y críticas, y otros se pelearon conmigo en el camino. Era complejo filmar así, sin un mango y laburando todos gratis. Con lo de Sorín enfermo estábamos desesperados. Pero por suerte vino Felix Monti, que era una persona muy reservada, callada y tímida. No te das una idea de lo que se divirtió en ese set. Todo lo filmado en ese estudio, que es como el “submundo” de la película está hecho por Monti. 

En ese “submundo”, como le decís, hay una escena donde se representa una proyección clandestina donde la audiencia son los de afuera. Ahí se exhibe una película que no es más que el plano leitmotiv de Hallewyn del plano del caballo y su jinete que está en camino y parece que nunca llega. Hablando de referencias, esa escena no puedo sino verla como una crítica bastante ácida hacia el Grupo Cine Liberación y su sistema de distribución clandestino.

Digamos que sí. Es una referencia a esas famosas proyecciones clandestinas que se hacían en la época. Se hacían mucho, de hecho, a pesar de mis reticencias, en mi casa hubo una proyección de La hora de los hornos. Yo me acuerdo de estar en la cocina con Alberto Ure espantados por la película. No nos gustaba nada. Pero en ese entonces, en la medida que uno podía colaborar en algo, lo hacía. Yo podía estar en contra desde un punto de vista cinematográfico, me podía parecer completamente errónea en ese sentido y en otros, pero ganaba las ganas de querer ver. Después era una cuestión de discutir. Una vez me pidieron que de una mano para distribuir La hora de los hornos en un sindicato y fui. Pero con el mal timing de que fue el mismo día que habían asesinado a Oberdan Sallustro, el empresario. La calle estaba tomada por la policía y nosotros andábamos por Buenos Aires en un Citroën con las latas de la película en el baúl y una máquina de coser arriba para disimular. En un momento nos para la policía, nos hacen sacar todo del baúl y se nos rompe la máquina de coser. Entre que tardamos en agarrar los pedazos, un policía que estaba al pedo abre las latas y se pone a mirar un rollo. A estas películas se les solía pegar al principio unos metros de alguna película de Chaplin o algo así para camuflar. Justo con esa copia se habían olvidado de poner a Chaplin y lo primero que ve el tipo es una placa que decía “Acto para la revolución”. Chau, todos en cana. Zafamos porque el jefe de la comisaría se había ido y el segundo que estaba era tremendamente peronista y nos dejó ir. Dijimos “Gracias, compañero” y nos rajamos con un salvoconducto en la mano.

A mí y a Pino Solanas nos une una historia de familia. Yo conozco a Trixie Amuchastegui, la primera mujer de Pino, madre de Juan Diego y Victoria Solanas, hace muchísimos años porque trabajaba en los Laboratorios Alex y porque se casó con el primer marido de Silvia. Desde ahí ya hay un lazo familiar que perduró y perdura. Actualmente somos una familia inmensa completamente mezclada. Encima, después Chunchuna Villafañe trabajó mucho tiempo con Silvia. Igualmente, más allá de todos estos cruces familiares, yo trabajé con Pino en algunas oportunidades y nos frecuentamos más de una vez acá en París. Llegado su momento, colaboré en la escritura de El exilio de Gardel: Tangos. Pero volviendo a lo que me preguntabas, debo decir que la persona que más me respetaba de ese grupo era Octavio Getino. Lo que pasaba en la época era que yo no le caía muy bien a alguna gente que rodeaba a ese grupo. Un día estábamos en un restaurante italiano con Birri, Getino, Solanas y algunos más, y Birri se permitió decir enfrente mío que para él Hallewyn era una confabulación de homosexuales. Yo me cagué y me cago de risa, obvio. Para alguna gente esa película era directamente un horror. Pero para Getino no, él estaba abierto a las cosas nuevas. Algo que siempre le voy a agradecer es que cuando estuvo al frente del Ente de Calificación Cinematográfica legalizó todas nuestras películas, las sacó un rato de la clandestinidad. Después, cuando vió que lo iban a echar me llamó una medianoche y me dijo que vaya rápido a sacar las copias porque estaba por cambiar el gobierno e íbamos a ir todos en cana. 

Esta anécdota que contás de Birri me resuena con aquello que decías acerca del imaginario de cierta militancia de la época que parecería concebir al obrero como un ser asexuado. Hallewyn empieza con una escena muy disruptiva para la época donde vemos a un trabajador y a una persona trans que luego se nos presenta como el hijo de la casa. Hay un destape de los tabúes sexuales muy notorio en el film. 

Por supuesto, pero de manera natural. A mí nunca me chocó, ni me preocupó la sexualidad de la gente; para mí todo era normal. Me daba todo lo mismo, no quería hacer una escena “disruptiva”, ahí simplemente mostré algo que era natural para mí y traté de plantear una idea al principio de la película: la relación falsa que la burguesía intentaba tener con la clase obrera en pos de atraparla. Es una idea que pasa o no pasa, se la agarra o no se la agarra. También me gustaba empezar con un juego de disfraces, empezar con un tipo desmaquillandose y terminar con un tipo poniéndose dientes de vampiro. También, son cosas que se agarran o no se agarran, que pasan al vuelo por la película. 

Pienso en el personaje que en los títulos se llama “Pareja integrada”, un personaje que es un dúo, que parece estar dentro y fuera de la película. En un momento ellos se pintan la cara entre sí y lloran. Algo que me hizo acordar a una escena similar que aparece en The Players vs Ángeles caídos, donde dos personajes se pintan la cara entre sí pero se cagan de risa. 

Es cierto, me acuerdo de esa escena. Fischerman era realmente un intelectual, era el más lúcido de todos nosotros, él te hubiera sacado una idea brillante y estructural de esto que describis. Yo pienso que soy más de tripas, tengo menos ideas teóricas salvo lo que te dije antes sobre mi idea del cine. Yo soy más del desmadre, como dice la película en un momento. En esto y en nuestra falta de seriedad para con nosotros mismos, nos parecemos con Ludueña. De hecho ese personaje de la “Pareja integrada” es como el personaje de “Clase media” de Alianza para el progreso de Ludueña. Teníamos las mismas obsesiones. 

¿Por qué elegiste cerrar la película con la marcha de la Revolución liberadora?

Yo había pensado poner el himno argentino. Pero había dos problemas: por un lado, sentía repetía el chiste del San Martín de Billiken que está en la película, un chiste que nadie entendió, dicho sea de paso; el otro problema es que si ponía el himno podía ir en cana, no se puede joder con el himno, en Argentina ni en ningun país del mundo. Después la lógica me llevó a la marcha de la Revolución Libertadora, que es una música muy militar y pomposa que habla de morir como argentino. Eso con la imagen del padre de familia que se pone los dientes de vampiro iba perfecto. 

Beto Nervio contra el poder de las tinieblas

Quería hablar un poco del final de la película y retomar lo del carácter premonitorio que tiene la película. En el cierre hay una seguidilla de planos de varios personajes en distintos estados. La pareja integrada, que viene a ser como una representación de la clase media dentro de la película, está en shock; el patriarca burgués se disfraza de vampiro; y el yerno de la familia, que es un personaje muy ominoso, se pone unos lentes oscuros que me llevan al uniforme que le vas a dar a los represores en Beto Nervio contra el poder de las tinieblas, tu segunda y última película.

Para mí el yerno era como el yankee, era el invasor, el que iba a venir detrás para tratar de manipular las cosas. Si queres, es parecido al personaje de USA en Alianza para el progreso. Ludueña y yo nos entendíamos muy bien. Me acuerdo que una vez Filippelli me dijo que yo terminé siendo amigo del peor de nosotros. Con Ludueña, en el fondo, éramos los menos intelectuales. Vos ves sus películas y son como las mías, están hechas con las patas, con tripas y a las piñas. Son intelectuales, pero de un intelectualismo que no está buscado directamente. Yo tengo la impresión de que la teoría no se impone a la película, sino que emerge después. Uno tiene sus ideas dentro de su cabeza, pero la película tiene que andar libre. Yo me entiendo muy bien con él, somos amigos en un sentido profundo. 

Antes de entrar en Beto Nervio contra el poder de las tinieblas, quería consultarte acerca del recorrido de tus películas. Ya que acá era casi imposible mostrarlas ¿Cómo era su circulación internacional?

La primera vez que puse pie en Europa fue en Zurich, llegamos y de ahí nos fuimos al Festival de Locarno donde nos habían invitado con Hallewyn. Apenas llegué, me compré un auto que fue nuestra casa durante el festival. En esa época no te daban ni una habitación de hotel compartida. Después de la proyección en Alex, prácticamente la segunda pasada de la película fue en Locarno. Ahí ganamos una mención especial del Jurado Joven, algo muy loco, porque la película se había pasado sin subtítulos, algo inimaginable hoy. No recuerdo si habíamos traducido los diálogos o si habíamos hecho una síntesis, pero la cuestión es que estábamos con Román García Azcárate, el guionista, cerca de la pantalla con un micrófono leyendo más o menos lo que se decía. A los jóvenes les había interesado, decían que veían algo nuevo. Ahí vio la película Walter Talmon-Gros, director del Festival de Mannheim, y la programó. 

En el Festival de Mannheim el presidente del jurado era Jerzy Kawalerowicz, el de Madre Juana de los Ángeles y Faraón, un tipo que fue de smoking al festival, que era el director polaco del período junto con Andrej Wajda. Otro de los jurados era nada más y nada menos que Adolfas Mekas. La competencia de ese festival era muy interesante, aceptaban solo primeras películas y los premios debían ser unánimes, no podía haber un voto en contra. También había muchos programadores, entre los cuales estaba el director del Festival de Rotterdam, que recién estaba empezando, y que luego nos invitó a seguir el camino de la película allá y nos dió plata para que le hagamos subtítulos. Pero antes, llegado al final de Mannheim se dio algo increíble. El debate del jurado había empezado a las ocho de la mañana, se había hecho mediodía y no habían terminado. Entonces vino alguien y me dijo que todo iba en favor nuestro porque no paraban de discutir y porque Walter Talmon-Gros, que a esa altura ya era muy fanático de mi película, andaba de acá para allá con una sonrisa enorme. Bueno, terminaron a las doce de la noche de discutir. Resulta que todos los jurados habían propuesto cuatro películas, salvo Mekas que había propuesto sólo la mía. Ninguno de los otros había elegido a Hallewyn. Entonces Adolfas hizo la gran 12 hombres en pugna y fue dando vuelta uno a uno a cada jurado. El último en darse vuelta fue Kawalerowicz. Esto me lo contó Louis Marcorelles, crítico de Le Monde, que era también parte del jurado. Después terminó el festival, nos dieron el premio, armaron una mesa larga al estilo alemán con cerveza y salchichas y de repente se me acerca alguien por debajo de la mesa caminando en cuatro patas que me dice: “Esto es un plomo, ¿nos vamos?”. Era Adolfas Mekas, lo conocí en ese momento y nos fuimos a chupar por ahí. Nos hicimos muy amigos de él y Pola Chapelle, su esposa. Después de que falleció en 2011, con Pola le estuvimos dándole vueltas a la idea de filmar un guion que Adolfas había dejado escrito. Cosa que al final no se pudo hacer, ahora ella también falleció, era gente muy grande. Vuelvo a lo que te dije hace rato, Hallelujah the Hills de Adolfas Mekas es la película que más me influyó. La sigo viendo a menudo, siento que a nadie le gusta, sólo a mí.

¿Cómo fue el origen de Beto Nervio contra el poder de las tinieblas? Tengo dos versiones de la historia, pero no sé cual es la verdadera. Una dice que la idea te nació durante una borrachera en Edimburgo y después otra que dice que la película está inspirada en un jurado de Mannheim. 

Beto Nervio contra el poder de las tinieblas

Es más o menos la misma historia. Al año siguiente de que gano en Mannheim, el festival me invitó a formar parte del jurado. Los miembros eran todos muy serios y formales, excepto un productor escoces que se llama Murray Grigor con el que pegué muy buena onda. Era bastante jodón como yo y nos divertíamos como locos juntos, hacíamos imitaciones del resto de los jurados y llegamos a robarnos unas copas lindísimas que aún tengo por algún lado acá en casa. Una noche fuimos a un bar, no en Edimburgo, sino en Mannheim mismo, y chupamos y charlamos. A él le gustaban mucho las historietas y tenía una idea de quién era Alberto Breccia, entonces empezamos a inventar una historia que era una mezcla entre Superman, Wagner y Vito Nervio. Obviamente, esa historia quedó en el aire. Tiempo después, se me acercó gente que había estado en Hallewyn, recuerdo a Jorge Hayes entre ellos, y me dijeron que estaban aburridos, que estaría bueno hacer otra película. Y bueno, retomamos la idea y con Román García Azcárate y Jorge Hayes empezamos a escribir Beto Nervio contra el poder de las tinieblas.

Para ese entonces la dictadura ya estaba bastante empezada…

Sí, fuimos unos inconsciente. Mucho tiempo después, te diría que recién durante la muestra que hicimos en Mar del Plata, me hicieron notar la locura que hicimos. Filmamos persecuciones con autos sin patente, tipos corriendo por la calle con armas de plástico, Ford Falcons que se subían a las veredas, todo era una locura sin siquiera contar de lo que trataba la película. En un momento del rodaje decidí contratar a un director de producción para que me ayude un poco a acomodar el lío que teníamos entre manos. El tipo vio lo que era el rodaje y me dijo: “Mira, si me voy a hacer matar, prefiero que me maten por otra cosa”. Retrospectivamente me doy cuenta del delirio.

¿Por qué te largaste de todas formas, cómo viviste el golpe?

Fue el horror. Pero en ese momento yo no tenía mucha conciencia de que hacer una película podía ponerme en peligro de muerte. Era así, pero en ese momento lo ignoré. Yo quería hacer una película y ni se me ocurría que me pudieran venir a matar. En ese momento estábamos todos metidos en la mierda, no podíamos salir de nuestras casas, todo era represión y de pronto apareció la idea de salir a filmar y fue como una liberación. Nosotros nos largamos. En esa época si vos estabas filmando una película sin un guion aprobado por la censura podías ir preso. Solo por eso. Había un sentimiento de que teníamos que salir a la calle a robar las imágenes. Siempre es un problema hacer películas así, y en ese contexto ni te digo. Tuve líos con varios actores que abandonaron la película en el medio del rodaje. Si te fijas, el personaje del abogado deja de aparecer súbitamente en la película. Jorge Hayes me cargaba porque siempre se me iban los actores pero yo terminaba armando algo. A esta película le faltaron muchas cosas. 

Entiendo que es un rodaje que quedó trunco, ¿por qué?

Hubo una denuncia en la cana. Las latas de la película estaban en Tecnofilm, un laboratorio que estaba en Palermo. Cuando me entero de la denuncia, voy y me encuentro con Farina, el patrón del laboratorio, que me dijo: “Miguel, tengo orden de que esas latas no salgan de acá, esas latas no pueden salir de acá de ninguna manera”. Yo lo entendí perfectamente, tomé las latas, las vacié, las dejé en su lugar y me llevé los rollos de película en un bolso. Agarré y me fui a Europa con toda la película cortada en rollitos en el fondo de una valija tapados con una camisa. Yo había conocido a Volker Schlöndorff en el Festival de Benalmádena cuando presenté Hallewyn. Recién llegado a Europa mi idea era ir a Berlín, pero apenas aterrizo en Europa con Nervio en la valija, le escribí a Schlöndorff  y él me insistió para que me quedara en París. Gracias a su gestión, Anatole Dauman me facilitó una sala de edición que compartía con Chris Marker. Ahí, montamos la película con los pedazos que teníamos. En un momento llegué a un punto en el que ya no sabía qué más hacer con el montaje y viajé a Múnich. Ahí le mostré la película a Schlöndorff  y me dijo que me imagine que esos rollos me los había encontrado debajo de la cama, que me olvide de la película que había pensado y haga algo nuevo con esos pedazos. Ahí aparecieron las ideas que le fueron dando forma a lo que es hoy Nervio. La voz en off. Schlöndorff me presentó a Christine Aya, una magnífica compaginadora que trabajó con Godard y editó La Guerre d’un seul homme de Cozarinsky. Pensamos mucho y fuimos a las bases: Hallewyn era una de vampiros, Nervio un polar ¿Y qué tienen en común muchos films polar? 

Beto Nervio contra el poder de las tinieblas

¿Relatos en off de los protagonistas?

Exacto. Con ese recurso pudimos hilvanar el material que teníamos y montar Nervio. El guion de esa voz en off lo escribió Edgardo Cozarinsky y la voz que se escucha es la de Alberto Yaccelini, que hablaba francés perfecto pero con cierto todo que enrarece al personaje. Éramos de nuevo nosotros juntos haciendo locuras, pero en Francia. Los pedazos que faltó que filmemos se llenaron como se pudo. Es una película muy herida. Pero lo que es curioso de la voz en off es que si ves bien la película te vas a dar cuenta que no hay mucho diálogo en las escenas, parece una decisión tomada desde el principio. En Francia no filmamos nada para la película, apenas quisimos agregarle unos títulos. En el estudio donde montamos filmamos directamente unos cartones escritos, porque era muy caro el tema de la impresión, pero igualmente todo eso se perdió y nunca lo usamos. La película existe sin títulos, empieza a las trompadas desde el minuto cero.

Después de la experiencia de Hallewyn queríamos trabajar de manera más ordenada y menos caótica, pero fue imposible. Todo el proceso estuvo marcado por la precariedad. Una vez alguien describió a la película como “cine pobre”, y algo de razón tiene. Como no podíamos usar “Vito Nervio”, el nombre original del personaje, por un tema potenciales problemas de derechos, le puse Beto Nervio. El estudio donde filmamos era el de un abogado colega de Silvia que, maravillosa casualidad, estaba decorado con la lampara con forma de revolver que aparece en la película. En Nervio teníamos una complicación insólita: filmamos sin una dirección de fotografía continua. Tuvimos tres directores de fotografía que se iban sucediendo para cubrir el agujero. La estética de luces rojas y verdes fue una idea mía para que sea más fácil darle continuidad a las distintas escenas filmadas como se podían, cuando se podía y con quien se podía. Todo lo de la oficina de Nervio se filmó junto, después con la calle y el cabaret íbamos viendo. A pesar de todo, hasta que llegó esa denuncia, yo estaba muy metido en la película. En la película hay un pequeño homenaje a Jacques Tourneur en el plano en que Nervio entra por una ventana y la cámara va para atrás mientras él descubre al cadáver de Ave Negra. Eso está copiado del momento de Out of the Past en el que Mitchum descubre el cadáver de Kirk Douglas. Esa toma siempre me impresionó mucho. Con Nervio quería seguir jugando con las cosas que me gustaban y que quería transmitir. Es curioso que Hallewyn es una película muy claustrofóbica en un momento en que uno podía salir a filmar un poco más y la otra es todo lo contrario, es una película muy a puertas abiertas cuando el clima de la calle te tiraba para adentro.

Es redundante que te diga que en esa época, todo era más y más difícil de hacer. Yo me largué a hacer una película con la idea de lo que fue la realización de Hallewyn en la cabeza. Para ese entonces, ya algunos de nosotros se habían ido a Europa y otros estaban más repartidos. Un gran soporte de esa época fue Ludueña. Después de Hallewyn nos hicimos socios y empezamos a hacer un programa de radio juntos. Era algo medio exótico, estaba destinado a ejecutivos y se emitía los domingos por la mañana. Ganábamos bastante plata, era increíble, Miguel Brascó tenía una columna donde daba recetas de cocina y recomendaciones de restaurantes.

¿A partir de que te vas con Nervio en una valija es que te quedas instalado definitivamente en Europa?

Soy un desastre con las fechas. Ciudadano Kane, 1941, nada más. Pero igual no, volví a Argentina después de ese viaje. Muy idiota yo. Pero al poco tiempo volví a Europa y me instalé definitivamente. 

En El país del cine de Nicolás Prividra se puede encontrar una cita tuya en la que decís que cuando terminaste Nervio te despertaste al mundo del cine de 1980 y te encontraste con un objeto inclasificable que molestaba un poco por lo inclasificable. Ahí decís que te miraban raro ¿Quién te miraba raro? ¿A quién le molestaba ese objeto inclasificable? 

Yo creo que era una mirada rara en general. En esa época ya no se hacían esas cosas, lo que te dije de Anatole y Pascale Dauman era un hecho en ese entonces: una película se hacía en 35mm y bien. Esto de usar 16mm en colores era algo muy atípico. El ejemplo de cómo debería haber sido filmada Nervio es La civilización está haciendo masa y no deja oir de Ludueña. Es decir, en 35mm y con un tratamiento de imagen no tan disparatado. Hay algo de Nervio que no es coherente como en Hallewyn. Ahí todo funciona, los decorados, los disfraces, el blanco y negro, todo es armonico. Acá se hizo lo que se hizo.

La primera vez que presenté Nervio fue en el Festival de Benalmádena y me acuerdo que me llevaron a hacer una conferencia de prensa, donde, como se trataba de un festival internacional, las preguntas eran en inglés o en francés. Por entonces yo no hablaba ninguno de los dos idiomas y no entendía absolutamente nada. Te puedo asegurar que ahí me miraron todos bastante mal. No sé, es raro, mucha gente prefiere Nervio antes que Hallewyn porque tiene más pinta de película, porque sus metáforas son menos derivativas y es menos abierta. Tenés más de donde agarrarte en esta película. La idea de este lugar que se llama Subterra y donde hay un gran evento internacional con el nombre de “Expovaca” son alegorías muy directas a Argentina y al mundial de fútbol del 78. Sobre eso, tenes el asesinato de un sindicalista, los Falcons, los tipos de anteojos negros, etcetera. La película refleja de manera bastante directa algunas cosas que, de nuevo, yo veía pasar enfrente mío y quise plasmar en imagen y movimiento. 

Invasión

Lo que le faltó a Nervio es más del personaje de Wagner. En el guion estaba mucho más desarrollado, pero no pudimos filmar todo lo que hacía falta para que tenga la presencia que tenía que tener. A medida que transcurría la película, el personaje tenía más escenas y la idea de él como el músico genial devenido en un representante del nazismo tenía más presencia y contaminaba todo. Eso y hacer interceder más sus músicas fue algo que no se pudo hacer porque tuvimos que salir corriendo. Fíjate en la escena en la que Superman va por primera vez a entrevistarse con las autoridades, él entra y sale Wagner, vestido a la Wagner. Eso quedó como un chiste y nada más, pero había muchísimo más. Quedó lo que quedó. En su libro, Paula Volkovich dice que Nervio fue la última película de este tipo que se hizo y tiene razón.  

Me interesa lo que decís de Subterra como una alegoría directa del país. Esta estrategia de generar “países suplementarios” para referirse a la Argentina es algo bastante repetido en la época. Lo haces vos y lo hacen Hugo Santiago en Invasión y Eduardo de Gregorio en La Mémoire Courte. Todos cineastas que coincidentemente vinieron a vivir y a trabajar a París alrededor del mismo tiempo.

Era algo muy de la época, se hacía eso. Yo había escrito un guion que quise filmar basado en una pieza de Arthur Adamov que utilizaba el mismo recurso. Con Hugo Santiago nos conocíamos, era uno de los personajes que daba vueltas por aquella época. Debo decir que Invasión es una película que redescubrí y revaloré recién ahora, la volví a ver hace poco en Estados Unidos y fue una revelación. Hugo me ayudó mucho apenas llegué acá a París, me dio contactos y me ofreció su casa. A De Gregorio lo conocí, lo vi un par de veces, pero no tuve tanta relación, él llegó bastante antes que nosotros y estaba ya muy insertado a la vida europea. En París entre los argentinos no formábamos ninguna clase de grupo. Había amistades y relaciones, claro. Pero no hubo nada parecido a la efervescencia de lo que nos pasaba en Argentina en la época de Hallewyn, Puntos suspensivos o Alianza para el progreso. Eso que nació como grupo gracias a La noche de las cámaras despiertas no tuvo continuidad una vez que cada cual fue tomando su camino. 

Mientras hablamos no paro de pensar que pocas veces el cine argentino latió tan al compás de los eventos de la historia del país como cuando ustedes hacían cine. La singularidad de esa época vive en el amplio espectro de las películas de ese tiempo. Eso me lleva a pensar en su relación con la gente ¿Pensaban en un público? ¿Qué imaginaban hacia “afuera”?

Debo decir que no, al menos yo no pensaba en el público. Éramos como esos poetas que escriben sus cosas en un rincón del bar y después si se publica algún día bien y si no también. Esto que te digo hoy lo veo como un defecto. Nunca se nos ocurrió pensar en el público. Como no teníamos un estreno como horizonte, no teníamos en cuenta eso. En algún momento se pensó que tal vez si la dictadura se terminaba uno podíamos llegar a mostrar las películas. Algo que para mí recién sucedió en 2003 en el Festival de Mar del Plata y en el Teatro San Martín de Buenos Aires. Mirá qué loco, eso fue hace veinte años y en ese entonces hacía veinte años que no pisaba Argentina. Fue el crítico Daniel Lopez, que también había sido miembro del Bela Lugosi Club y quien nos bautizó en su momento como “underground”, la persona me convenció para ir con mis películas. Yo sentía, y siento algunas veces, que estas películas son cosas viejas. Por eso me hace gracia que me quieras entrevistar o que  Paula Volkovich haya escrito ese librazo. Me llama la atención. Cuando fui a Mar del Plata y mostré las películas, había gente que me venía abrazar a la salida de las proyecciones, yo no entendía nada. A la salida de Nervio vino una señora con bastón y me dijo: “Esto tendríamos que ver más seguido”. Atrás de ella apareció una chica muy jovencita medio punk que me dijo casi lo mismo. Yo no pensé más que en hacer películas. 

¿Dónde están tus películas?

Están acá en casa, ahí en ese mueble. Creo que hay una institución de Berlín que tiene una copia de Nervio. Pero las películas las tengo acá. No me olvido más que antes de presentar Hallewyn a la Cinemateca Francesa, vino Babsy y me advirtió que tenga cuidado con Henri Langlois, el famosísimo archivista y capo de la Cinemateca. Me dijo que siempre ponía excusas y chamuyaba para postergar la devolución de las películas y después nunca te las devolvía porque las metía en el archivo Cinemateca. Dicho y hecho, apenas terminó la proyección vino a decirme que el operador se había ido, que iba a tener que volver mañana y qué se yo. No me acuerdo qué mentira le dije y me metí a la sala de proyección y yo mismo saqué la copia y la conservo junto a la de Nevio hasta hoy. Con un amigo tenemos la fantasía de sacar un cofre de DVDs con las dos películas de Ludueña, la de Cozarinsky y las dos mías. 

Sería hermoso. Para mí hacen un tándem perfecto, encajan y dialogan entre sí como si fueran amigas. Una retrospectiva en algún festival de Argentina con ustedes tres presentes sería muy bello.

Es que eran amigas. Sería genial que suceda eso que decís.

¿Por qué no hiciste películas acá en Francia?

Por lo que te dije, todo el cine cambió. La idea de hacer una profesión de dirigir películas no era lo que yo tenía en la cabeza. Estaba un poco perdido estéticamente también. Yo no veía, ni veo hoy películas parecidas a lo que a mí se me ocurre. Para meterse en el cine comercial hoy hay que tener muchas ganas y energía. Además lo que se busca hoy es un cine formaté, que puede ser muy bueno o la nada misma. En su momento, intenté hacer una adaptación de una novela de Stevenson protagonizada por mis hijas para la televisión, pero no hubo caso, a nadie le interesó financiar el proyecto. Además, pensá yo me vine acá con tres chicas, sin laburo y nada más que una película inclasificable en una valija. Christine Aya me dio una mano para entrar a un laboratorio en el que estaban buscando a alguien que hable español y entienda de cine. Y así empecé a laburar en ese sector, algo que me sostuvo durante mucho tiempo. 

En su momento también pensé en hacer una serie de ciencia ficción sobre dos científicos con una máquina de tiempo que se van cagando entre sí mientras viajan por la historia. Se la presenté a varias productoras y no hubo caso. Esta cosa de juntarse con amigos y decir “bueno, vamos a hacer una película como sea” es algo que tuve en la juventud. En un arrojo parecido intenté adaptar a mí manera La educación sentimental de Flaubert, pero escenificada durante el mayo del 68 francés. Tampoco logré hacer ese proyecto. En la Argentina de mi época esta voluntad de salir a filmar como sea era algo lógico, había un clima que generaba una fuerza de la que salían cosas. Hoy siento que todo está más quieto, la gente se indigna menos, por eso hace menos, vota menos, juega menos. Con mis amigos argentinos delirábamos todos juntos para el mismo lado. Pienso que hoy la época no está para eso. Pero con esto no quiero decir que hoy no existan las buenas películas, las hay, pero con una falta de delirio, digamos. Hoy hay películas, buenas, malas, más o menos, pero películas. Me cuesta encontrar ese cine que se sale de lo común, que da ganas rabiosas de salir corriendo a hacer cine como cuando me senté a ver Providencia de Resnais o Sauve qui peut (la vie) de Godard. Dentro de lo que alcanzo a ver, me cuesta encontrar gente joven embalada en hacer cosas que se salgan del molde. Ojalá aparezca algo. Lo que voy a rescatar toda mi vida de Argentina y Latinoamérica es la cultura loca y delirante que hay allá. Cuando hablo de delirio, no pienso sólo en nosotros, pienso en Christensen y en lo que hablábamos cuando llegaste. Por eso siempre pienso: ¿Qué mejor lugar que Argentina y toda Latinoamérica para que aparezca algo fuera del molde?

Notas al pie

1.  “Una charla con Julio Ludueña”, por Tomás Guarnaccia, Pedro Insúa y Ramiro Perez Ríos. Disponible en: https://lasveredascine.wordpress.com/2021/06/25/una-charla-con-julio-luduena/

2. La cita proviene de las primeras líneas de “La noche de las cámaras despiertas”, uno de los pocos textos que recuperan y ordenan los hechos del evento y que constituye el tercer ensayo que compone el libro La máquina cultural: Maestras, traductores y vanguardistas

3. Pienso fundamentalmente en los libros La vía subterránea, Vanguardia y política. El cine underground argentino de los años setenta de Paula Wolkowicz, El silencio y sus bordes de David Oubiña y El país del cine de Nicolás Prividera. 

4. Apodado “El zar del cine argentino”, Atilio Mentasti fue la cabeza de los estudios Argentina Sono Film en la época de su consolidación como la casa productora de mayor éxito y fortaleza durante el período clásico del cine argentino.

5. En una nota de Fabiana Scherer publicada en agosto de 1997 en La Nación, Moira Soto destaca que entre los miembros de este club formado espontáneamente también estaban los críticos Agustín Mahieu, Carlos Frugone y el cineasta Edgardo Cozarinsky.

6. Histórico productor de cine francés que trabajó en películas de Jean-Luc Godard, Robert Bresson, Wim Wenders, Nagisa Oshima, Andrei Tarkovsky, Chris Marker y Volker Schlöndorff, entre otros.

7. “Dos curiosidades que animaron el Festival de Cine”, por Luciano Monteagudo. Disponible en: https://www.pagina12.com.ar/diario/espectaculos/6-17431-2003-03-10.html

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