
MENTE MAESTRA / THE MASTERMIND (02)
LA FAMILIA DESARMADA
¿Qué tiene Hollywood con el pasado? En los últimos años, los autores del norte que apenas sobreviven al chupasangre del mercado parecen haber vuelto a las bases. Pienso en Quentin Tarantino con Érase una vez en Hollywood, Paul Thomas Anderson con Licorice Pizza y James Gray con Tiempos de cambio: todos miran hacia atrás. Abrazan sus juventudes que, casualmente, coinciden con la juventud del mismo cine estadounidense. Esa época fugaz entre 1960 y 1980 en que los autores tenían tiempo de sobra para fantasear en sus rodajes, justo antes de sentir la obligación de crear imágenes que se convirtieran en marca, en videojuego, en cartas coleccionables, en muñequitos de McDonalds.
Este año, Kelly Reichardt acaba de volverse la última aventurera en adentrarse en los jardines de la memoria contracultural. Mente maestra es, a su manera, una película de criminales ubicada en los albores de los años ‘70, cuando los hippies salían a las calles para protestar contra la guerra de Vietnam. Pero, por supuesto, el film de Reichardt (una minimalista confesa) no tiene nada que ver con los gánsteres estilizados que filmó Martin Scorsese en Calles peligrosas, ni con la poética bombástica de Brian De Palma en Caracortada. Para bien o para mal, su película es sigilosa, apacible, susurrante; cruje por lo bajo sin que uno termine de reconocer sus efectos.
El título del film hace pensar en alguien excepcional, un protagonista brillante cuya inteligencia está por encima de la media, aunque no es eso lo que realmente terminamos encontrando. Reichardt parte de una idea glamourosa (el robo de un museo) y la baja al suelo de los mortales hasta llenarla de tierra. James no es un profesional, sino un amateur. No es un criminal corrido de las normas sociales, sino hundido y asfixiado en ellas: un padre de familia lo suficientemente aburrido como para jugar a robarse las pinturas de un museo en Massachusetts. Es un tipo que balbucea, que se resbala, que le pide dinero prestado a su mamá y al que su propia mujer lo golpea con un adorno del dormitorio. Todo lo que puede resultar asombroso en el género de criminales, acá es ordinario, peligrosamente doméstico. De hecho, Reichardt está fascinada por esas cosas que no despiertan interés inmediato: tanto formal como temáticamente, va a gravitar hacia ello.
Si hubiera que buscarle un linaje, a primera vista podríamos encontrarlo en los callejones paralelos del Nuevo Hollywood; en la apropiación deforme de los géneros clásicos que llevó a cabo Elaine May en Mickey and Nicky, John Cassavetes en El asesinato de un apostador, o Jerry Schatzberg en Espantapájaros. Pero esas películas descubrían la libertad al ofrendarle su atención a la interacción de los actores (a su gestualidad estallada, a su verborragia espumosa); un combo que se apoderaba del tiempo de la escena y desbarataba la economía del ajuste narrativo. En el caso de Reichardt, en cambio, no se trata del desborde sino de su opuesto. Mente maestra se construye sobre una depuración que retiene las emociones y se concentra en el movimiento y el accionar raquítico de los actores. Es la relación de esos cuerpos con el entorno lo que cuenta, más que la relación cuerpo a cuerpo, esa fuerza vincular que encendía al cine de Cassavetes y May.
A causa de esta economía, el suspenso queda neutralizado. En vez de apostar por una temporalidad apremiante, Mente maestra se juega por la letanía. Ahí está esa escena interminable después del robo, en la que James arrima el auto hasta un granero, arrastra los cuadros robados por la oscuridad de un establo, acomoda una escalera y sube una a una sus reliquias para esconderlas de la policía. Entonces, lo vemos ir y venir, de arriba a abajo, convirtiendo su esfuerzo físico en la materia de la imagen: nueve planos en siete minutos. Un jadeo sin descanso.
Ese pulso aletargado hace que la película pierda potencia en el terreno emocional y lo gane en el conceptual. Cada minuto en la escena del establo es un minuto más que James no pasa junto a su familia. En ese sentido, la película entera trabaja sobre dos movimientos que se superponen y tensionan. Las situaciones ocurren en el seno del nido familiar, pero Reichardt se esmera por desplazar la presencia de la esposa y los hijos del protagonista. Ya desde la escena inicial vemos a James en otra sala del museo, separado de ellos. Incluso cuando la cámara se concentra en Terri y los niños, el vínculo que los une a James comienza siendo ambiguo, como si la desconexión se estuviera anidando desde ese momento.
La mujer y los hijos son figuras del rincón de la imagen, del fuera de campo, del fondo de la olla. Sólo en pocas ocasiones logran irrumpir y tomar el protagonismo, como si reclamaran el lugar que el mismo James parece negarles. En uno de los pasajes más inventivos, mientras vemos a los ladrones moviendo los cuadros de un baúl a otro, la puerta del auto de James se abre intempestivamente y desde allí sobreviene un vómito. Es recién entonces que descubrimos que uno de los niños está ahí presente, descompuesto. Es entonces también cuando salta a la vista esa costura extraña, casi fantasmática, con la que se escenifica el desarme de esta familia nuclear.
Como siempre, Reichardt es rigurosa, y acá eso implica adaptar su forma a la visión de James, que básicamente es un tipo que no ve a nadie más que a sí mismo. Acaso como efecto colateral, algunas ideas pierden su apariencia concreta, como los vínculos filiales y la sensación de hastío burgués que mueve al protagonista. Lo que emerge con mayor destreza, en cambio, es el individualismo que lo corroe y que se encarna en sus acciones microscópicas (en un momento, llega a llamar a Terri al trabajo para pedirle que cuide a los chicos, así él puede salir a robar tranquilo).
Pero Reichardt no se detiene ahí. Hace de ese retrato personal un retrato de Estados Unidos, o, al menos, monta al personaje sobre un escenario amplificado. Mientras los jóvenes que toman las calles encauzan su desencanto desde la contracultura hippie y la protesta social, James lo canaliza en un robo absurdo. Sin horizonte, sin respuestas, termina implosionando. Lo astuto no es la conclusión, sino la manera sigilosa en que Reichardt opera para llegar hasta ese momento. Como Susan Sontag alguna vez escribió sobre el cine de Bresson: disimuladamente, la película arriba a una “revelación subliminal”. En vez de darla por hecho, la dilata y queda resonando.
A esta altura, los ejercicios minimalistas de la directora suelen variar en su ejecución. A veces, producen momentos sugestivos, y otras veces, sus imágenes y relatos pierden tanta grasa que sacrifican algo de carne. Pero de cualquier manera, Reichardt no tiene competencia. Sigue siendo una de las últimas autoras en permanecer de pie en un país que renunció al cine.
Iván Szgaib / Copyleft 2025
Otras críticas:
1. Otra crítica, leer acá.
2. En Cannes, leer acá.

Últimos Comentarios