RAOUL WALSH

RAOUL WALSH

por - Libros
18 Jun, 2020 11:53 | Sin comentarios
Un libro a la altura de las películas del cineasta elegido.

LAS TRAYECTORIAS DEL RELATO

¿Para qué se leen los libros sobre cineastas? ¿Qué añade un discurso escrito a la experiencia visual y auditiva de asistir a sus películas? Asumimos que la utilidad de cualquier monografía dedicada a un director de cine es comunicar algo que falta en su obra y que, sin embargo, ayuda a comprenderla mejor. Si hablamos de Alfred Hitchcock, por ejemplo, se encontrará en la célebre entrevista de François Truffaut a Hitchcock, publicada en 1966, un extraordinario testimonio verbal del propio cineasta —por parcial e incompleto que pueda ser— que desentraña distintas claves de su proceso creativo y, de ese modo, incrementa el disfrute de su obra. Si se quiere ahondar en el conocimiento del director inglés acudiremos a la que pasa por ser su biografía definitiva, Alfred Hitchcock: A Life in Darkness and Light (2003), de Patrick McGilligan, que supera a las hasta entonces canónicas de John Russell Taylor (1978) y Donald Spoto (1983) con una exhaustiva investigación. ¿De qué otro modo saber, pongamos por caso, que no se debe culpar al mitificado temor de Hitchcock a rodar en localizaciones reales la profusión de decorados en Atrapa a un ladrón (To Catch a Thief, 1955), y sí a defectos técnicos del nuevo sistema VistaVision, que inutilizó gran parte del metraje obtenido en la Costa Azul? Y, si llega a nuestras manos, también podremos comprobar la perspectiva abiertamente confesional que emplea Robin Wood en Hitchcock’s Films Revisited (edición revisada de 2002), en un caso límite del ensayo cinematográfico, estudiando el cine de Hitchcock mientras se estudia a sí mismo. 

Este preámbulo concluye con lo que puede resultar una obviedad: hay diversas formas de escribir sobre un director de cine, pero un libro es útil cuando sirve para conferir complejidad a la mirada del cineasta, logrando al mismo tiempo renovar nuestra mirada sobre imágenes vistas múltiples veces. ¿Cómo tratar hoy en un libro la filmografía inabarcable y legendaria de un director de más de un centenar de películas, que se inicia en el cine mudo bajo la tutela de David W. Griffith —pocos años antes de El nacimiento de una nación (The Birth of a Nation, 1915), donde interpretará al asesino de Abraham Lincoln— y vive el auge del sistema de estudios en Hollywood y su caída antes de despedirse con Una trompeta lejana (A Distant Trumpet, 1964)? 

Carlos Losilla da una posible respuesta en Raoul Walsh, un libro singular sobre el que conviene empezar diciendo lo que el desprevenido lector no encontrará en él. Poco sabremos del Raoul Walsh de carne y hueso: su biografía es mencionada lo mínimo imprescindible al hablar de algunas de sus películas. Tampoco se nos ofrece un análisis exhaustivo de su obra, filme por filme, lo que probablemente sería agotador y poco esclarecedor. En cambio, se aborda la filmografía del director estadounidense como un único relato con múltiples movimientos; un solo texto desplegado a lo largo de medio siglo de imágenes y sonidos e identificado como «Raoul Walsh». En este sentido, Carlos Losilla es cauto con la fácil asimilación de un estilo a la «política de los autores». Lo que esa escritura denominada «Raoul Walsh» expresa no es atribuible a una individualidad, sino a un proceso que rebasa el concepto de autor. En un sistema de producción compartimentado donde infinidad de decisiones quedaban fuera del control del realizador, la puesta en escena y su puesta en serie (o montaje) muchas veces significaban por accidente, a pesar del cineasta que la firmaba como director. Ni siquiera un consagrado John Ford pudo asegurarse su autoridad sobre el final cut(el montaje final) frente al dictamen del estudio, aunque su forma de relatar fuera reconocible al margen de las injerencias y tuviera sus trucos para reducir las opciones de maniobra en la sala de montaje. De modo que, más que creer en la responsabilidad de un patrón autoral que genera toda una filmografía como la de Raoul Walsh, cabe atender al testimonio material que ha sobrevivido a la incertidumbre de su creación: las películas en sí mismas y el diálogo entre ellas.

En su libro, Carlos Losilla es asimismo prudente al hablar de cine «clásico» —que evita escribir sin comillas— y la problemática periodización histórica que comporta, sin olvidar que, como decía Éric Rohmer, «en el cine, el clasicismo no está detrás, sino delante». Tal vez por ello es fácil advertir que los síntomas de modernidad —ese porvenir que en realidad se encontraba al principio— aparecen en el cine de Raoul Walsh desde prácticamente sus primeras películas mudas. En la obra de Walsh hay una cierta pugna del dispositivo formal por hacerse notar, lo que con frecuencia provoca un adelantamiento del mostrar sobre el narrar. Si el cine que consideramos «clásico» persigue una simultaneidad entre lo que vemos y lo que conocemos de la historia, en Walsh se constata la impaciencia del signo por exhibirse antes de hallar su lugar en el orden de la narración: el dibujo en la arena donde la adivina prefigura el destino de la princesa y el cristal mágico que trae imágenes lejanas en El ladrón de Bagdad (The Thief of Bagdad, 1924); la fotografía de la joven Jean que Eddie Bartlett recibe en la trinchera de Los violentos años veinte (The Roaring Twenties, 1939) antes de que la conozca y cambie su vida para siempre, antes incluso de tener la edad que aparenta —disfrazada— en el retrato; las botas con espuelas iluminadas por destellos cuya inexplicable repetición atormenta la mente de Jeb Rand hasta el final de Perseguido (Pursued, 1947).

No obstante, la rapidez que habitualmente se relaciona con el cine de Walsh no debe confundirse con la prisa, sino que es una forma de manifestar la intensidad de la vida narrada: una aproximación de la sintaxis cinematográfica al desconcierto que gobierna las regiones menos dóciles de la realidad. Este impulso también moviliza sus célebres secuencias de montaje, que condensan un dilatado periodo de tiempo en un coágulo de imágenes agujereado por las elipsis. Pero esta precipitación de emociones no solo la transmite Walsh a través de la yuxtaposición de planos, sino también, muchas veces, sin necesidad de interrumpir una escena, con el único apoyo de los actores. Como la sucesión de estados afectivos de la pareja —algunos contradictorios—que James J. Corbett y Victoria Ware reflejan sin solución de continuidad en los instantes finales de Gentleman Jim (1942); o los que atraviesan, casi sin conocerse, Ben Allison y Nella Turner en Los implacables (The Tall Men, 1955) al refugiarse en la cabaña. Como iremos comprobando en las páginas del libro, esta actitud de Walsh al vaciar el movimiento de sus imágenes de lo superfluo, yendo a lo esencial de la puesta en escena, obedece a una voluntad netamente moderna de descubrir el esqueleto de la representación, la desnudez del significante.

Dividido en dos partes que iluminan ángulos diferentes del objeto de estudio, «Exigencias del sistema» y «Texturas de la materia», el ensayo de Carlos Losilla no sigue un estricto itinerario cronológico, sino que establece vaivenes entre diferentes momentos de su obra, ilustrando sus observaciones con una cuidadosa selección de fotogramas extraídos de los filmes analizados. El libro recorre la filmografía de Raoul Walsh como si de un sistema sanguíneo se tratara, revelando los vasos comunicantes que conectan películas distantes, así como vínculos insospechados con otros jalones de la historia del cine, como el cine de Jean Renoir, Charles Chaplin o Roberto Rossellini. En Stromboli (Stromboli, Terra di Dio, Roberto Rossellini, 1950), recordemos, el rostro de Hollywood encarnado en Ingrid Bergman acababa abismado a un vacío ante el que prudentemente se detenían, un año antes, trayectorias similares en Juntos hasta la muerte (Colorado Territory, 1949) y Al rojo vivo (White Heat, 1949), allí donde estaba contenido el germen de un nuevo cine europeo.

Carlos Losilla, Raoul Walsh, Madrid, Cátedra, 2020. 408 páginas.

Jaime Natche / Copyleft 2020