FICIC 2022 (07): NO HAY REGRESO A CASA

FICIC 2022 (07): NO HAY REGRESO A CASA

por - Festivales
16 May, 2022 07:24 | Sin comentarios
Algunos párrafos sobre la película peruana que obtuvo el máximo premio en el FICIC 2022.

NUESTRO SIGLO, NUESTRA BESTIA

Simultaneidad, diálogo y mezcla son los ejes que encuentra Yaela Gottlieb para construir su ópera prima No hay regreso a casa, un film que pone en pantalla el diálogo intergeneracional entre la propia realizadora y su padre, Robert Gottlieb: nacido en un territorio que entonces era Hungría y luego fue Rumania, hijo de una superviviente de Auschwitz, migrante en Israel durante un puñado de años donde lucho en la Guerra de los Seis Días, devino en sionista y, quizás, nunca lo sabremos, en espia. Un hijo del siglo de los totalitarismos y las revoluciones, de las catástrofes y las aciagas posguerras, de las vanguardias artísticas y del nacimiento del cine, y una nieta de todo eso, hija de un hombre de fronteras indefinidas como ella. Lo que podría ser una sinopsis del film es tan simple como compleja la trama de elementos que construye la narración: ella desde Buenos Aires y él desde Lima, ciudades a las que ambos emigraron siguiendo con la secreta tradición familiar de perpetuo movimiento, dialogan y ponen en disputa sus contrapuestas visiones que iluminan el mundo de diferencias que los separa. 

Ya sea en las grabaciones de videollamadas o en las filmaciones de los viajes de la realizadora a Perú, se advierte en todo el film una voluntad de aprendizaje. Gottlieb filma y acumula material para entender al personaje que tiene enfrente, aquel hombre más viejo que Israel donde se nuclean algunas de las reverberancias de los episodios más ominosos del siglo XX. Padre misterioso que nunca deja de ser un atento consejero y motivador para su hija, pero que al mismo tiempo desea a viva voz que se convierta en sionista y abandone su postura en favor de las causas palestinas. Gottlieb interroga, se ciñe a preguntas elementales para dejar que su padre se despliegue a sus anchas, y hurga, pero principalmente escucha. La película no elude las ideas más difíciles de expresar sino que se esfuerza por poner en escena la dificultad del tema. 

Si no es con una distancia mesurada puede ser riesgoso registrar a un padre sionista vistiendo orgulloso su boina del ejército israelí, pero en No hay regreso a casa el respetuoso retrato de este padre no atenta contra con la firme coherencia política de la realizadora. Por más encanto, presencia y deseo de ser filmado, Robert Gottlieb nunca toma la película para sí, sino que se inserta en un sistema donde el diálogo es el fondo de cocción de la exploración.

En la vasta diversidad desplegada de materiales analógicos y digitales, los cuales conducen las escenas y bosquejan el diálogo intergeneracional, se aprecian las mayores fortalezas y algunas flaquezas del film. Con vídeos de distintas texturas, que van desde grabaciones caseras de celular a imágenes de alta calidad de cámaras modernas, pasando por capturas de pantalla de videollamadas, Google Street View o Chrome, se configura la pata digital del entrecruzamiento de materiales de este gran collage. Por otra parte, del lado analógico se acumulan cuadernos con dibujos y pequeños textos, souvenirs de Israel o páginas y páginas impresas de desgrabaciones de los diálogos entre padre e hija. No hay regreso a casa es una película que no asimila ninguna clase de redondez o limpia clausura sobre un sistema cerrado, en la apertura y la mixtura aparece una sabia manera de abordar la complejidad del encuentro asimétrico entre un padre forjado con los golpes del siglo XX y una hija que busca su camino en el pantanoso siglo XXI. En un sistema así, el escollo aparece en la disposición de elementos que ilustran lo ya expuesto por otros, como pueden ser algunos pasajes de planos de cuadernos que se subordinan a escribir y fijar en papel preguntas e ideas ya esbozadas mediante los diálogos de los personajes. Para nada casualmente, los pasajes más potentes del film son aquellos ligados al intercambio mediado por lo tecnológico. 

Muy pocas películas contemporáneas soportan la prueba imaginaria de ser trasladadas veinticinco años al pasado para pensar si allí pasarían desapercibidas entre la cartelera de la época, o si por las características y rasgos de su lenguaje iluminarían una ostensible diferencia, una suerte de evolución. No hay regreso a casa sería en 1997, cuanto menos, una rara avis cercana a la ciencia ficción. En el ecuador del film asistimos al mejor ejemplo de esta manifiesta puesta en escena del siglo XXI: en un prolongado plano de más de cinco minutos capturado de la pantalla de la computadora de la realizadora —el cual abre la pregunta sobre la compatibilidad del concepto de plano secuencia con el llamado “cine de escritorio”— vemos la sucesiva apertura y cierre de distintas ventanas del navegador que acumulan y yuxtaponen hilos de la trama del film. De navegaciones en Google relacionadas a la búsqueda de trabajo que emprende la realizadora se pasa, sin más que un click, a una videollamada con Robert donde se discute la relación de Yaela con Israel. Todo alternado con otras ventanas donde se juntan y oponen pequeños planos sobre el plano, desde la imagen extraída de Google Street View de la casa de la infancia del padre de la realizadora, musicalizada con piezas del compositor que le da nombre a la calle reproducidas en YouTube, hasta artículos de Wikipedia sobre los servicios de inteligencia israelíes en los que, se sospecha, Robert trabaja. Todo se cristaliza en un vivaz montaje interno, donde la aproximación a las aristas del film se desenvuelve en tiempo y espacio frente al espectador al mismo tiempo que lo hace para la realizadora/protagonista. No es tan sencillo encontrar una forma de puesta en escena de tan íntima identificación para con el espectador

En el centro de sus ramificaciones, No hay regreso a casa es un film sobre la identidad. A lo largo de sus 71 minutos, es latente la puesta en crisis de las ideas de frontera, nacionalidad y filiación, donde las voces de acentos atravesados por distintas culturas y territorios de los protagonistas son la última esquirla de aquellos quebradizos límites geopolíticos. “Soy un maldito sionista”, se autoproclama Robert en un manifiesto que lee Yaela en voz alta durante una de sus llamadas. En la escena, la desaprobación, el límite y el horror se imponen, no sin también el gesto dulce de corregir al paso algunas faltas ortográficas del texto de su padre. Como en esa videollamada, donde la materialidad digital suprime la idea de plano contraplano y hace habitar en un mismo espacio cinematográfico las dos partes de la conversación, todo el film da lugar al espectador para que navegue en las imágenes de lado a lado. Gottlieb nunca sentencia, se inclina por proveer al espectador de la sensación de ver todo todo el tiempo, cada inflexión, cada mueca, cada duda. Para beneficio de la exploración, se anula la lógica de la sucesividad en favor de la simultaneidad, no solo de diálogo, sino fundamentalmente de épocas, posturas e ideologías. La fisura insalvable de una relación es puesta en escena cinematográficamente, con los medios de una realizadora de este tiempo.

Tomás Guarnaccia / Copyleft 2022