ÉRASE UNA VEZ BRASIL: ADIRLEY QUEIRÓS, DESDE ACÁ

ÉRASE UNA VEZ BRASIL: ADIRLEY QUEIRÓS, DESDE ACÁ

por - Columnas
27 Mar, 2020 01:05 | Sin comentarios
Algo sucedió en el cine independiente brasileño en el 2011. Fue un antes y un después. Eso que pasó tiene un nombre: Adirley Queirós.

Tras la exhibición de A Cidade é Uma Só? (2011), primer largo de Adirley Queirós,en la última Semana de la Cinefilia en Córdoba, quizás sea el momento de volver al cine de este director que ha tenido una importancia fundante en la última década del cine brasileño.

Mi primer contacto con el cine de Adirley Queirós tuvo lugar en enero de 2012, en la noche de un viernes en Tiradentes. A Cidade é Uma Só? fue la película de cierre de la Mostra Aurora de aquel año. No sabía nada sobre aquel director, más allá de que había hecho un corto unos años antes y que algunos amigos lo habían apreciado, pero yo no conocía la fabulosa Dias de Greve (2009) en aquel entonces. Nada me había preparado para lo que vendría enseguida. Y entonces pasó.

La película comenzaba como un objeto raro, difícil de definir. Mal empezábamos a creer que estábamos en una ficción que acompañaría la rutina de un especulador inmobiliario en las afueras de Brasilia en el presente y un corte nos llevaba hacia al pasado de las imágenes de archivo de la propaganda estatal, que prometían un futuro brillante para la capital del país en la década de 1960. Mal empezábamos a escuchar el testimonio de la cantora Nancy, que enfrentó, en su niñez, el desalojo de su casa y la remoción de su familia y amigos que vivían en una favela ubicada en un área noble del Plano Piloto; todos terminarían en una región lejana y sin estructura –que después se llamaría Ceilândia. También, de la nada, surgía un candidato a diputado que se presentaba a las elecciones del 2010 por un partido ficticio, cantaba su propio jingle en ritmo gangsta rap y hacía su campaña a pie o en un auto decrépito. A través de cortes abruptos y secuencias muy dispares, se amalgamaban en un montaje dialéctico, el que exacerbaba la diferencia entre los materiales al mismo tiempo prodigaba relaciones insospechadas.

Por momentos, la energía dialéctica penetraba el interior de los planos. En un contrapunto entre imagen y sonido, un personaje escuchaba la radio del auto en el presente, pero lo que se oía era un discurso presidencial de antaño sobre la capital como “síntesis de la nacionalidad”. En un juego más sutil, la textura analógica de las imágenes de archivo de los años setenta invadía la visión de los personajes en el presente, tiñendo de una nostalgia anticipada los recorridos llenos de esperanza del candidato Dildu por Ceilândia.

Adirley Queirós retomaba el gesto contestatario de Joaquim Pedro de Andrade en Brasília: Contradições de uma Cidade Nova (1965), pero con una diferencia fundamental. Si la extraordinaria película de Joaquim Pedro se veía obligada a subrayar la imponencia de la arquitectura modernista en planos suaves y límpidos bajo la música de Erik Satie, para solamente en la segunda mitad encontrar el contrapunto en las vidas miserables de los que habían construido la capital y ahora yacían alejados de la vida política en las afueras de la ciudad, A Cidade é Uma Só? operaba, desde el inicio, una torción figurativa: los tiempos ahora se entrecruzaban: la promesa y el desastre, la nostalgia y la esperanza, el documental memorialista y la ciencia ficción.

Durante toda la película, la cámara operaba como un instrumento cartográfico. Recorría, en auto o caminando, las calles o los descampados de Ceilândia, las avenidas largas o los edificios famosos de Brasilia, forjando a la vez una geografía disensual y una arquitectura sensorial disonante. Mientras la arquitectura modernista de la capital se veía reducida a un amontonado de construcciones extrañas (“¿Qué es eso? ¿Un horno de pão de queijo?”, preguntaba irónicamente Dildu al avistar los edificios del Congreso Nacional), los terrenos baldíos de Ceilândia adquirían a la luz del día un aspecto de ciencia ficción. Mientras las calles polvorientas de la ciudad-satélite se tornaban más densas con la gravedad de la experiencia vivida, las rutas cuidadosamente planeadas de la capital se transformaban en un laberinto hostil a los extranjeros. Anticipando lo que desarrollaría después en Branco Sai, Preto Fica (2014) y Era uma vez Brasília (2017), Adirley Queirós filmaba Ceilândia a la vez como una ruina distópica y un territorio espeso y denso de varias capas de tiempo sobrepuestas, mientras encontraba en Brasilia una promesa falaz y arruinada desde siempre.

El encuentro de Dildu con la campaña de Dilma Roussef (en aquel entonces la poderosa candidata de Lula para la sucesión presidencial) era la cúspide de ese entrecruce temporal altamente crítico. El solitario candidato caminaba melancólico por las calles, después de abandonar el auto y seguir la campaña a pie, cuando se chocaba con una inmensa máquina electoral, que estallaba en el paisaje visual y sonoro de Ceilândia como una nave espacial. Como más tarde en Era uma vez Brasília, no haría falta la escenografía opulenta del cine de género estadounidense para filmar una distopía vivida todos los días. Bastaba apuntar la cámara a los lugares reales y allá estaba, bajo la luz del sol, una invasión alienígena con todos sus colores extraños y sus ruidos ensordecedores.

Ya en el diseño visual de los créditos, con el mapa del Plano Piloto de Brasilia deshaciéndose en llamas, A Cidade é Uma Só? anunciaba una energía de combate que, en aquel momento, era bastante inusual en el cine brasileño. Pareciera que el tiempo de las grandes alegorías nacionales era cosa de los años del Cinema Novo y del Cinema Marginal, y la producción independiente de aquel entonces era más bien un cine minimalista, acostumbrado a relatos microscópicos y a los personajes cotidianos. Los gestos críticos y confontativos contra la idea de nación solamente eran intentados por cineastas veteranos como Andrea Tonacci, algo que se puede verificar en su obra maestra Serras da Desordem (2007).

Pero quizás el gesto de mayor coraje le pertenece a A Cidade é Uma Só?, porque en ese film se pudo imaginar y también demostrar la posibilidad de hacer cine popular donde menos se esperaba. Los chistes demoledores de Dildu, los diálogos bienhumorados entre el candidato y su cuñado, las propuestas que incluían cine gratis (“film de amor, film de aventura, film de karate”) para toda la gente y eran anunciadas a los gritos por el propio candidato a través de un micrófono roto, la incorrección política que lo hacía tirar papel al piso, el jingle con derecho a sample de disparos que se pegaba a los oídos. El carisma de Dildu –que encarnaba las influencias de un cine de género de otra época– era algo que no se veía en el cine independiente brasileño, quizás, desde los años setenta. En efecto, la campaña del partido ficticio era un happening filmado por Adirley: mientras distribuía los papelitos a los pasantes atónitos, Dildu nos hacía recordar las provocaciones de Tião Brasil Grande (Paulo César Pereio) en Iracema: Uma Transa Amazônica (1976), la obra maestra de Jorge Bodanzky y Orlando Senna. Pero con una diferencia importante: si Pereio era un bufón que provocaba la contradicción en los ambientes por donde pasaba con su camión y su mirada extranjera, Dilmar Durães era un actor tan integrado a aquel ambiente que, por veces, nos olvidábamos de la ironía de la campaña electoral del insólito Partido da Correria Nacional 

Hasta aquel momento, Tiradentes era un festival en formación, ya consolidado en un circuito de cine independiente, pero aún marcado por las desbandadas en masa de un público aún no acostumbrado a las rarezas que podrían verse en la pantalla gigante de la sala del festival. Lo que se vio al final de aquella función cambiaría todo y quedaría para la historia. Mientras aplaudía de pie, la gente cantaba el jingle de Dildu al unísono, se subía en las sillas, uno que otro crítico de cine gritaba eufórico como si hubiera presenciado un milagro. Todavía en la sala, sin creer en lo que estaba viendo, la sensación que yo tuve fue la de haber reencontrado la euforia de Jean-Claude Bernardet cuando escribió sobre O Amuleto de Ogum (1974), del maestro Nelson Pereira dos Santos, en un texto seminal titulado “O Amuleto mudou tudo” (El Amuleto cambió todo). A mediados de los años setenta, lo que preocupaba a Bernardet era la contradicción central del Cinema Novo según su lectura en Brasil em Tempo de Cinema: un cine que quería hablar en nombre del pueblo, pero que no lograba ser popular. El Amuleto de Nelson cambiaba todo porque, tardíamente, se acercaba a la cultura popular sin los prejuicios de la izquierda biempensante de la década anterior, abandonando el afán de denunciar la alienación del pueblo para construir un diálogo virtuoso con las formas populares: las religiones de matriz africana, la música popular, el film de género. Lo que explotaba en la pantalla de Tiradentes en aquella noche era la resurrección de ese gesto que, desde hacía décadas, creíamos imposible.

En aquel momento no nacía solamente un cineasta, sino una figura pública disonante en el corazón del cine brasileño. Adirley presentaba su película vistiendo una camiseta de fútbol, tenía el pelo despeinado y la barba sin afeitar, hablaba a una velocidad impresionante y ostentaba una conciencia sobre su posición periférica como pocos en aquel momento. En los años siguientes, su voz tendría un eco muy fuerte en el cine realizado en Brasil en la década pasada. Si bien no es posible individualizar un movimiento que es más bien disperso, es bastante difícil encontrar una película estrenada en la última década que sea un parteaguas como lo fue para el cine brasileño A Cidade é Uma Só?. La energía de combate que emanaba de ese film único se infiltraría en docenas de las películas que han enfrentado al desastre brasileño desde las jornadas multitudinarias del 2013. La alegoría de la nación estaba presente en películas como Brasil S.A. (Marcelo Pedroso, 2014), Arábia (Affonso Uchôa y João Dumans, 2017), Divino Amor (Gabriel Mascaro, 2019) o Bacurau (Kléber Mendonça Filho y Juliano Dornelles, 2019). La búsqueda de un cine popular sería retomada por cineastas como André Novais Oliveira, Gabriel Martins, Maurílio Martins, Juliana Rojas, Glenda Nicácio y Ary Rosa, Juliana Antunes y otros. De una forma u otra, desde aquel viernes en Tiradentes, el cine independiente brasileño nunca más sería el mismo.

Fotogramas: 1) A Cidade é Uma Só?; 2) A Cidade é Uma Só?; 3) Era uma vez Brasília.

Victor Guimarães / Copyleft 2020