CANNES 2019 (09): HOMBRES DE CINE

CANNES 2019 (09): HOMBRES DE CINE

por - Festivales
24 May, 2019 02:12 | comentarios
Tres películas, tres realizadores. El cine vive en ellos.

El entusiasmo revive en Cannes. Después de las historias reduccionistas de Loach (Sorry We Missed You), los remedos de remedos bressonianos de los hermanos Dardenne (Le Jeunne Ahmed) y la misa metafísica de Terrence Malick (A Hidden Life), vuelve el cine sin inhibiciones de la mano de Quentin Tarantino y Bong Joon-ho. Estos dos han hecho películas formidables. Cualquier secuencia tomada al azar es ya una impugnación a un cine de certezas y fórmulas. A Tarantino la respetabilidad no lo distrae ni un segundo; tampoco a Bong: filman con convicción, pero se abandonan a la aventura de probar cosas y ponerse bajo exigencias desconocidas.

En Érase una vez en Hollywood, Tarantino intuye el fin de la década de 1960 como una época en la que algo terminó para siempre: las relaciones inocentes entre cine y espectáculo. El asesinato de Sharon Tate es el episodio sintomático y el espectro simbólico que mantiene asegurada a la propia película de no ser lo que puede parecer: un conjunto lúdico de tramas que conmemoran una época de las series de televisión y la aparición de los westerns hechos en Europa. El personaje interpretado por Margot Robbie, como la hermosa actriz asesinada por miembros de “La familia” a las órdenes de su líder, Charles Manson, es la huella de lo real que contradice y equilibra el juego.

El centro del relato recae en los personajes interpretados por Brad Pitt y Leo DiCaprio, el primero el doble para las escenas de peligro del segundo, un actor de cierto renombre que está a punto de conocer su degradación inicial en el sistema del entretenimiento. La televisión es todavía un inocente dispositivo doméstico, no por mucho tiempo más. La relación entre ambos excede la sustitución de uno por el otro en situaciones de riesgo escénicos. Podrían ser hermanos o amantes, o simplemente que uno fuera el doppelgängerdel otro. Pitt cumple estoicamente con su presunto segundo lugar; Di Caprio nunca estuvo mejor.

Como en cualquier film de Tarantino los diálogos son incisivos, la reconstrucción de época meticulosa, la comicidad incorrecta, el ritmo intenso y la relación con el cine y los géneros un destino y un imperativo. En cierto momento, el relato se subdivide en tres y el montaje paralelo y los tiempos de cada historia son de una de precisión notable, y enteramente desobedientes respecto de los equilibrios poéticos que hoy suelen ordenar la narración cinematográfica. Hay escenas de antología: en una de estas, una escena de una escena de un spaghetti western que se está rodando, se puede apreciar el saber cinéfilo y el oficio de Tarantino, ya que la puesta en escena resplandece en todos los órdenes: el empleo de los espacios y los ángulos de cámara, los tiempos y el suspenso. Lo que sucede allí con una niña y Di Caprio es extraordinario. Se podrían añadir las proezas para filmar a un jinete en su caballo, el desplazamiento de los automóviles por las rutas, la distribución y el movimiento de protagonistas y extras en un espacio reducido. Nada detiene al cineasta estadounidense.

Desde Bastardos sin gloria, Tarantino introdujo en sus relatos el contrapunto de los eventos históricos: la esclavitud, el fascismo y el nacimiento barbárico de una nación fueron los temas elegidos. Érase una vez en Hollywoodpodría parecer una excepción, como si aquí regresara a la era de la diversión cinéfila de Jackie Brown. El trabajo de reescritura de lo real pasa ahora por señalar una transformación de la cualidad del espectáculo, y esa sugerencia se enuncia en una hipérbole violenta al límite de lo inverosímil y en tono de comedia. No faltarán las impugnaciones de esa explosión carnavalesca de gore en el desenlace, en las antípodas de la sensibilidad feminista contemporánea, si se mira sin pensar. ¿Por qué? Lo que viene después de esto explica el clímax precedente y resignifica la totalidad del film, y hasta opera una negación sobre la lúdica violencia (de género) en el orden de la ficción para intentar entonces lo imposible: corregir el pasado y detener lo irreparable del orden de lo real. El juego puede ser diabólico, los motivos no.

Parasite, de Bong Joon-ho es, por el momento, lo mejor que se ha visto por aquí en competencia. El inteligente retrato de clases, puesto en marcha en lo que sería inicialmente una comedia familiar, desconoce un antecedente tan complejo, humorístico y político. Todo empieza cuando el hijo de una familia de desocupados consigue trabajar como profesor de inglés de una joven cuyos padres son millonarios. De a poco, los lazos de la familia se irán tornando férreos, unidos por la necesidad material. Y así, a medida que se supera la desocupación, la imposibilidad de convivencia entre los distintos crece exponencialmente.

Bong ha hecho un pedido explícito de no revelar la evolución de la trama. Es comprensible. No obstante, sí puede explicitarse que sobre la primera relación laboral que se establece en el inicio se erige una tensión de clases radical, una crítica al Estado coreano y al sistema político económico imperante e incluso hasta se invoca irónicamente el dogmatismo de Corea del Norte. Todo esto se muestra, no se dice.

Todo está bien en Parasite. La división de clases es introducida a partir del espacio doméstico, algo que el año pasado en Cannes se podía constatar en Burning,de Lee Chang-dong. Los 4 miembros de la familia desocupada viven en un subsuelo que tiene ventana al ras de piso de la vía pública y donde el hacinamiento está lo suficientemente disimulado por el desparramo de objetos. El malestar conjunto apenas se nota. Respecto de esto, y en deliberado contraste, la casa de la familia Park está concebida como una posesión obscena de metros cuadrados. La extensión del living, la extensión del jardín de la casa, la amplitud de la cocina, todas las habitaciones proponen una prepotencia doméstica y un dominio de todos los espacios que incluso son más notorios que la distribución de objetos de lujo, obras de arte, piezas de decoración y artefactos eléctricos. La disparidad de clases es primero espacial, luego un tema de pertenencias. El contraste es retórico, el sentido político. Sobre ese cimiento conceptual y empírico, Bong suma movimientos de cámara precisos: ante la máxima tragedia en una fiesta, el ralentí disocia la apuesta dramática de la representación e insta a la intervención reflexiva.

Como siempre ha sucedido con los personajes en el cine de Bong, nadie es burlado o despreciado. Los pudientes y los asalariados son lo que son porque reflejan un sistema que los moldea. En una escena magnífica, la dueña de casa piensa en todas las compras que debe hacer para un festejo familiar. Mientras dicta, los sirvientes anotan y piensan, y también sienten: unas horas atrás han tenido una desgracia que no tiene ni siquiera carácter informativo en la vida de los patrones. Hay otro señalamiento preciso y políticamente rotundo. El olor de los empleados molesta al señor Park. Los otros tienen olores que los ricos desconocen. El olor es también una zona de diferencias. Que Bong no tome partido, no significa que no exista un punto de vista asumido, de lo que se predica la inexistencia, frente a una situación extrema en los vínculos, de cualquier resquicio o idea de reconciliación entre los miembros de cada clase.

Parasite es un film singular; consigue comunicar la calamidad del mundo contemporáneo sin hundirse en una ciénaga pesimista. Tampoco anuncia un porvenir amable, casi lo contrario. La resistencia es apenas un gesto, un signo, una carta que tal vez ni siquiera llega a destino. Pero se escribe, alguien insiste y un cineasta desea filmar la única y verdadera grieta de todas las sociedades, la grieta entre los que dan órdenes y los que acatan.

La tristeza coreana no es ajena al nomadismo artístico de los personajes de Por el dinero, la película más amablemente extraña en este festival. Es, como se sabe, la única película vernácula que tuvo espacio en una sección oficial, y en la mítica Quincena de los Realizadores. Que allí, 50 años atrás, haya estrenado Hugo Santiago Invasión no fue un dato de color. Moguillansky siente pertenecer a una tradición, y Santiago es el inicio de esa tradición.

En la sala asignada a la sección, Alejo Moguillansky presentó su última comedia, acaso elípticamente autobiográfica, en tanto que el film nace del registro de una obra de teatro de título homónimo (de la que fue parte) y sus presentaciones respectivas en Buenos Aires y en Cali.

Como solía pasar con los films precedentes del director argentino, el registro documental de una actividad específica se reordena en una lógica de ficción. Sobre eso se monta un plus imaginario y algunas secuencias enteramente de ficción. Es así que Por el dineroempieza con la muerte de los dos protagonistas, el propio Moguillansky y Luciana Acuña, su mujer y pareja creativa, en las playas de Colombia, y de ahí en más, un presunto testigo, o sospechoso, un actor francés que vive en Buenos Aires y es parte del elenco estable de los proyectos teatrales del cineasta, reconstruye lo acontecido mientras dos inspectores lo interrogan.

Dividido en tres actos y presentado como una tragedia, el relato avanza acumulando situaciones cómicas y absurdas que dejan en claro lo difícil que resulta dedicarse al arte en Argentina y la precariedad existencial concomitante que depara comprometer la vida con el cine y el teatro. Un artista en Colombia glosa tanto lo que sucede en el film como lo que está detrás de él: “Trabajamos el doble de un obrero, ganamos la mitad de lo que gana un obrero, y vivimos unas tres o cuatro veces mejor de lo que vive un obrero. Es una paradoja”. Se podría decir de otro modo, siguiendo los lineamientos del film: quienes se dedican de lleno al cine y el teatro independientes son sin elegirlos proletarios calificados, proletarios de la cultura, y eso implica una posición y un límite. En una escena que podría pasar desapercibida, Moguillansky en fuera de campo, levanta su voz y dice sin vacilación: “Yo no hago publicidades”.

La novedad estilística de Por el dinero reside en los fundidos encadenados, un recurso desdeñado, como la voz en off, de la que este film tampoco prescinde. El fundido más hermoso es el que tiene lugar antes del final, en abrupto desenlace, cuando llegan la noche y las tormentas. Un poco, al atardecer, se yuxtaponen el mar y el horizonte con los pies practicando un paso de danza. No tiene ninguna significación especial, solamente es gratuitamente simple y agradable. La otra novedad es el debut cinematográfico frente a cámara de Rodrigo Moreno, por ahora sin el empleo de su voz, porque está perfectamente doblado. Su personaje merece otro film, y quien lo acompaña, también como inspector, Vladimir Durán, primero que nada director de cine, tiene un protagónico en otro film que se estrenó en Cannes: Litigante. Estar frente a cámara le sienta bien.

A sala llena, el film tuvo una recepción calurosa, recogió algunas críticas favorables y no dejó de sorprender o desconcertar (felizmente) por lo singular de la respuesta. Es que Por el dinerono participa del culto a lo exótico ni de la denuncia social, demandas consensuadas y no explícitas para el cine hecho en el continente latinoamericano, temas preferenciales en los festivales de cine. La modernidad lúdica y humorística de Moguillansky es una pieza común para nuestros coetáneos y un objeto algo opaco para la comunidad internacional que ve y discute películas en los distintos festivales de cine.

Roger Koza / Copyleft 2019

CANNES 2019

1. Dead Man o la muerte del autor (leer aquí)

2. El planeta de las balas (leer aquí)

3. Los infelices de Ken (leer aquí)

4. Deseo (leeer aquí)

5. Vida y diseño (Leer aquí)

6. Guerreras de hoy y de siempre (leer aquí)

7. Dos enigmas: Maradona y Malick: (leer aquí)

8. Los árboles de España (leer aquí)