
NUESTRA TIERRA
LOS DE ANTES
Alguien dice al paso, durante el juicio sobre la muerte (asesinato) de Javier Chocobar, citando a un reconocido periodista de un diario tucumano, que en el año 1807 la comunidad chuschagasta había dejado de existir. En verdad, quien lo dice emplea un adverbio poderoso: “oficialmente”, y un adjetivo no menos taxativo sigue a continuación: “extinguido”. Es una afirmación misteriosa cuando en el edificio del fuero penal se encuentran varios miembros del pueblo “desaparecido”, muchos de ellos familiares directos de Javier Chocobar, miembro clave de la comunidad chuschagasta del pueblo diaguita de la provincia de Tucumán, asesinado el 12 de octubre de 2009. Lucrecia Martel conocía el caso, había visto el video de YouTube en el que se puede ver y sobre todo escuchar el momento del asesinato y sintió el deseo de filmar el juicio. Eso hizo desde fines de agosto de 2018. ¿Un documental jurídico? ¿Una película más de las tantas sobre casos policiales?
Los cinco planos iniciales son cósmicos. Literalmente, se ve nuestra Tierra desde es el espacio exterior. La cámara no es la de un dron; desde el satélite que se mueve por la órbita terrestre el registro estimula el asombro, pero mientras suena un pasaje de la “Misa Criolla”, de Ariel Ramírez, la letra atenúa el goce astronómico, la piedad se invoca ante el Altísimo. Es que en esa Tierra existe la Historia, y aquella elegida por Martel para reconstruir y conocer no es otra cosa que un capítulo vergonzoso de la historia universal de la infamia. En efecto, el asesinato de Chocobar es un holograma de tantos otros. Porque los que estaban antes (de nosotros) no se extinguieron: si son pocos es porque fueron aniquilados. Este es el punto de partida. Así comienza la extraordinaria travesía al corazón de la injustica. De ahí en más, Martel desmontará los artificios del orden jurídico y su retórica mendaz; al mismo tiempo, conjurará delicadamente la “extinción”.
La película comienza con el juicio, se detiene en un primer momento en los argumentos de la defensa y asimismo presta oídos a los testimonios de los testigos. El famoso video se vuelve a ver; hay incluso una reconstrucción de los hechos en el lugar del crimen que es parte del juicio. La repetición de lo sucedido y la interpretación propuesta por los implicados pueden servir para comprender en dónde se falta a la verdad y cómo se falsifica un punto de vista (debido a un forcejeo entre los tres imputados y los heridos, el teléfono que grababa cayó al suelo y la imagen no puede funcionar como prueba calificada). Sin embargo, el sonido prosigue, absorbe la escena y la resignifica; es inevitable imaginar el contrapunto visual.
El oído de Martel domina su estética. En las ficciones, un ubicuo modelo de construcción sonoro impregnaba el todo y trastocaba la certeza de lo visible. El sonido fue siempre la inscripción de la falla en el corazón de la realidad. Pero Nuestra Tierra no es una ficción, y si bien se puede concebir a priori una orientación sonora, en el documental se acopian escenas y documentos para saber en el momento de montaje qué es realmente la película. ¿Dejó entonces Martel la preeminencia del sonido frente a la prepotencia de toda imagen?
En Nuestra Tierra, las voces de la comunidad chuschagasta, de los más cercanos a Javier Chocobar, y entre todos, su exmujer, dejan de funcionar como un mero vehículo de la perspectiva de quien pide justicia. Después de un tiempo, Martel toma distancia del juicio y elige un desvío necesario. Las pequeñas anécdotas y las memorias de los miembros de la comunidad se vuelven centrales. Aunque se hable en español, existe una musicalidad proveniente de otro idioma que comanda la dulzura del habla. Es un habla que cuenta una experiencia de mundo erigida en otra habla. El misterio de esas voces adquiere la prestancia material que ostentan porque Martel separa el habla del hablante y, en su lugar, un conjunto de fotos ocupa la dimensión visual del plano. La lectura de fotos y las memorias que se encienden mientras se repasan reconstruyen la historia argentina del siglo XX. En lo minúsculo de los relatos suena otra música. Hubo un tiempo mucho mejor al actual, eso dicen los que todavía recuerdan: había otra noción del empleo, otra de país, se vestía con elegancia, se intentaba estudiar, se comían mejores milanesas. Tampoco había vergüenza de ser un indio, ni menos aún un trabajador. Todo ese segmento es glorioso.
Hay otra invención en Nuestra Tierra, acá si de índole visual. El ingreso a la atmósfera en el inicio consiste en un descenso parsimonioso. Después de ver desde el cielo como astronautas se implementa una nueva perspectiva, la de los pájaros. Sucede que Martel se apropia cinematográficamente de los drones, los imagina como aves ópticas que acompañan. Es evidente que no teme los comentarios dogmáticos; es consciente de que el dron fue un instrumento de guerra, y es por eso que trastoca su naturaleza deletérea a favor de una visión flotante por la cual se puede mirar y andar como un animal observacional el territorio de la comunidad. La cámara sobrevuela en reiteradas ocasiones todo el perímetro de la comunidad. En la altura se revelan la hermosura geográfica y el territorio en disputa.
Como es sabido, José Valdivieso, Luis Humberto Gómez y Sergio Amín fueron declarados culpables. La pena era ejemplar, aunque no se cumplió. Antes de la condena, Martel les da lugar para que hablen. Ni ellos ni sus abogados dicen algo destacable. Es un murmullo exangüe. No hace falta editorializar. La frívola malicia que transmiten en los gestos basta para darse cuenta de lo que representan. Son hijos de un discurso con el que se han establecido las leyes; son los presuntos dueños de la lengua y los reglamentos, quienes tienen escritura y derechos. Toda la teatralidad del juicio y todo el elenco estable de la justicia pertenecen a un orden social trabajado desde principios del siglo XIX en el nombre del estado argentino. Como la historicidad de cualquier práctica discursiva se disimula, es preferible omitir cualquier exigencia crítica a pensar qué sucedía antes de la conquista. Hay tabúes, silencios, complicidades.
En toda película sobre pueblos originarios, mal que nos pese, el concepto de propiedad se pone en tela de juicio. Mientras una mujer discurre sobre el sentido de habitar una tierra y trabajarla, de lo que no se predica una idea de propiedad, Martel suma un breve verso de Atahualpa Yupanqui cantado por Jorge Cafrune y citado inicialmente por quien habla: “El estanciero presume de gauchismo y arrogancia. Él cree que es extravagancia que su peón viva mejor. Mas, no sabe ese señor que por su peón tiene estancia”. La claridad de ese pasaje de El payador perseguido es exactamente la misma clarividencia de Nuestra Tierra. Martel nunca estuvo más cerca de Yupanqui. Sofisticada y popular.
Nuestra Tierra, Argentina-Estados Unidos-México-Francia-Holanda-Dinamarca, 2025.
Dirigida por Lucrecia Martel.
Escrita por María Alché y L. Martel.
*Publicada en Revista Ñ del mes de octubre.
Roger Koza / Copyleft 2025

Roger, cómo y cuándo se la puede ver?