
FARBER SOBRE CHAPLIN
Un hombre con un rostro desolado y melancólico se sienta a una mesa, toma dos tenedores, los clava en dos pancitos, inclina la cabeza y comienza la escena más memorable de la historia del cine. Es el baile de los pancitos de La quimera del oro, de Charlie Chaplin. Con este regreso, después de casi dos décadas, la película sigue siendo la más satisfactoria, y volverla a ver ahora, con todas esas millas de celuloide de por medio, hace que el arte de Chaplin luzca mejor que nunca. En realidad, La quimera del oro es tan perfecta que resulta pertinente preguntarse cómo lo hizo.
Hay que decir algo de la sencillez del tema: quizás el mejor contrapunto que tuvo jamás fueron las largas extensiones de superficie lisa de nieve. El personaje que creó es la más diminuta de las criaturas vivas, presa fácil para una ráfaga de viento, siempre en busca de amor, alguien que nació demasiado pronto, o en el mundo equivocado, o ambas cosas. Al situarlo en los vastos espacios abiertos de Alaska, rodeado de toscos y hambrientos buscadores de oro, hermosas chicas de salón y la variada fauna del lugar, cualquier cosa puede suceder: cualquier absurdo puede embestir a Charlie y despertar sus inimitables reacciones. Excelente oportunidad para volver a mirarla de cerca, La quimera del oro es profusa en lo ya descripto y prodiga más diversión que ninguna otra película.
Se ven cosas que son tan peculiares y fruto del genio de Chaplin que resultan inexplicables. La manera en que la comedia germina, de forma indescriptible, del ligero tirón y arrastre del andar de su personaje, de su patada furtiva a un agresor; o de las expresiones fugaces y tentativas del rostro más inestable que pueda imaginarse, capaz de proyectar sentimientos fugaces casi imposible de fijar. Sobre este dominio del arte de la pantomima, y sobre el conocimiento exacto de lo que quiere y de lo que conmueve humanamente, Chaplin construye un personaje, luego lo ensambla a una situación y todo emerge como si fuera una pieza perfectamente unida.
Estas situaciones parten de algo absurdo: los pies de un bailarín representados por dos panecitos, una casa a medio sostenerse sobre un acantilado, un zapato visto como plato del día. Pero la pantomima de Chaplin transforma lo absurdo en algo significativo y transmite un sentimiento humano: los pancitoss cobran vida con la personalidad de un bailarín; la casa, por trillado que parezca, se convierte en una realidad estremecedora; y lo que sucede con el zapato es increíble. Lo absurdo se vuelve real y significativo: se siente la emoción que Chaplin quería provocar. Pero, al mismo tiempo, los cordones no son espaguetis, y por eso nos reímos. Es ese juego doble y entrelazado lo que constituye el complejo genio de Chaplin.
La única novedad que La quimera del oro ostenta hoy, que no tenía en los años veinte, reside en la partitura musical y en la narración del propio Chaplin que sustituye los viejos intertítulos. Su voz, acompañando la proyección, está más en sintonía con el espíritu del cineasta, y lleva todo aún más lejos . Sigue presente la intersección de lo ridículo con lo grave: cuando el viento se lleva la cabaña con Charlie y el villano frustrado, Big Jim, ambos dormidos en su interior, la voz condensa a la vez la contemplación y la histeria en el grito: “¡El destino… siempre el destino!”. O cuando Charlie, que ha estado contemplando extasiado el zapato en la olla, se vuelve hacia el escéptico Big Jim, la voz capta el mismo espíritu de la pantomima al decir con viveza: “¡Solo dos minutos más!”.
Con todo lo dicho, Chaplin plasma un saber del hacer cinematográfico que probablemente nunca haya sido superado. Domina cada aspecto de la imagen en movimiento, y, al hacerlo, se conjuga por igual la actuación, la dirección y el trabajo de cámara en una unidad indispensable para el gran arte. Las virtudes de este modo de hacer cine son redescubiertas en el presente por hombres como Sturges y Welles.
La fotografía de La quimera del oro de hace veinte años tiene una gracia natural y desprovista de esfuerzo, más amable para la vista y la sensibilidad que el artificio recargado y afectado de nuestros días. La escena en la que Big Jim, tras pasar días de hambre, ve a Charlie convertido en un suculento pollo sigue siendo una maravilla erigida por la manipulación de la cámara: es algo inusual, porque es una fantasía empleada con absoluta franqueza.
Así que vaya y olvídese de todos los dolores de cabeza que Hollywood le ha estado propinando últimamente.
4 de mayo, 1942.
Traducción: Roger Koza.
*El texto pertenece a Farber on Film: The Complete Film Writings of Manny Farber.
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