EL CINE ARGENTINO SE FUE SIN DECIR ADIÓS. ESCRITOS REUNIDOS

EL CINE ARGENTINO SE FUE SIN DECIR ADIÓS. ESCRITOS REUNIDOS

por - Libros
10 Ago, 2025 02:57 | comentarios
En Argentina se publican muchos libros sobre cine, incluso dedicados al cine argentino, pero pocos como el de Abel Posadas.

ABEL POSADAS: HISTORIA Y ESTILO

Si este fuera un paper para cualquier universidad sería estigmatizado de inmediato

Abel Posadas, “Under the pampas moon, o el cine después del menemismo”

La Sono Film —como integrante de la burguesía industrial—

“no parece haber comprendido que su destino estuvo estructuralmente ligado al de la Nación”

Abel Posadas, “Argentina Sono Film”

Los estudios académicos sobre cine argentino tienen en el lector primerizo una ventaja insuperable: la fascinación por la novedad. Como en el primer acercamiento sentimental de quienes pretendemos la crítica o la realización no abunda el material sobre la historia de nuestro cine, es común la sorpresa. Me explico. Traigamos a un autor norteamericano, digamos Manny Farber, que lo vamos a relacionar con otro eje más adelante. En Farber, el factor sorpresa no se produce porque en sus páginas trate a directores reconocidos como Hawks, Welles o Antonioni, sino por el estilo de escritura. El desconcierto es ante las posibilidades formales de la crítica, sobre todo si pensamos que sus variables en la esfera pública hoy se resumen a una opinión en YouTube, en un programa de streaming, en una reseña en Letterboxd o en la academia.

Con el cine argentino, la empresa es diferente. Si uno comienza a informarse sobre la historia del cine nacional mediante los textos que proliferan desde el ámbito académico (que es lo más probable), es posible que la emoción se produzca no tanto por la escritura en sí (directa, sin vueltas, de lenguaje correcto y oficial), sino por abrirnos los ojos ante un universo que desconocemos: hechos, gente, películas, estudios.

Si el primer ejemplo escribe sobre una base reconocida, el segundo lo hace para suplir una falta histórica: reconocer el pasado del cine argentino como hecho fehaciente. No voy a decir que raras veces se produce una fusión entre ambas (historia del cine y juego de estilo), pero sin dudas Abel Posadas encarna un caso impresionante en cuanto a esa mezcla, que Taipei Libros hace visible en El cine argentino se fue sin decir adiós.  

Posadas versus Mahieu

Una de las grandes virtudes (y maldiciones) de la escritura de Posadas es su posición de cararrota. No le importa hacer quedar bien a nadie, ni a sí mismo. Dos muestras cabales de esta postura son los disparos que dedica a José Agustín Mahieu, crítico de los sesenta, y a Claudio España, profesor titular de la UBA, que representan dos modos de acercarse al cine nacional que considera impropios al medio: la falta de rigurosidad, en el primero, y un exceso academicista, en el segundo. Es decir, para Posadas no se trata de un asunto de datos históricos, ni siquiera de evaluaciones, sino de criterios de escritura. 

Al igual que Mahieu en Breve historia del cine argentino (libro que Posadas desprecia), reconoce las fallas estructurales de un estudio como Argentina Sono Film desde sus comienzos, lo que implica considerar sus fallas y límites estéticos y políticos. Un gran momento es cuando relata un episodio de 1937 que sintetiza ambas actitudes. Nuevo film, lo dirige Mario Soffici y producen los hermanos Mentasti. El argumento es interesante: padre radical se enfrenta generacionalmente a su hijo, soldado a las órdenes de Uriburu. El nombre: Cadetes de San Martín. Tras una serie de problemas relacionados a la posibilidad de filmar en Campo de Mayo, Mentasti padre sugiere, en contra de sus hijos, la cancelación del proyecto, lo que para Posadas representa “la actitud genuflexa que terminó por liquidar a nuestros nuevos ricos” y que esa actitud “iba a caracterizar a la Sono durante toda su existencia, sin darse cuenta de que, como nuestra a burguesía industrial, luego de más de cuarenta años de actividad ininterrumpida, le cortarían la cabeza. No desde Estados Unidos precisamente, sino desde dentro del país mismo y por los descendientes de aquellos a quienes le habían hecho la concesión en Cadetes de San Martín”. 

En esos pocos renglones, Posadas ejecuta diversas maniobras. El problema, como sería fácil intuir, no es del todo extranjero, sino que a los argentinos les corresponde una buena tajada de la culpa; ve el auge, temor, límite y decadencia de la Sono Film y la burguesía nacional (esa que tan bien destriparía Carlos Schlieper en sus películas) incluso en la época dorada —1933-1938— y enlaza pasado lejano, pasado reciente y presente, porque el artículo es de 1983. Por último, empapa al cine clásico con Revitalift anti-edad efectivo, porque su prosa actualiza: es como si el cine clásico se erigiera en el momento mismo en que está escribiendo el texto. Pero Mahieu tiene posiciones muy similares. Cuando ve en la producción tardía de Luis César Amadori y Manuel Romero a dos escorias, no se diferencia mucho del Posadas que escribe: “Nada más alejado de la Sono que la palabra estética, aunque esta no es imprescindible en el campo del entretenimiento”. 

En «Apuntes para una historia de la crítica cinematográfica», está esa voluntad de mover el avispero, de reactivar la escritura sobre cine. Es el texto-grito de alguien que presiente una renovación que no llega, porque la crítica se hace de a muchos. Ahí, no le perdona a Mahieu su Breve historia del cine argentino: un “terrible embole que le hace cometer errores imperdonables”, furcios, como atribuirle películas de Lucas Demare a Soffici o actuaciones inexistentes a Lautaro Murúa. Pero nuevamente, la lucha es, ante todo, estilística. Breve historia me parece excepcional, pero es atendible la posición de Posadas en tanto se comprenda que el desprecio al libro corresponde a lo que él intuye como un oficio serio: la crítica, que debe ser motivo de investigación y rigurosidad. Confundir información histórica, rescatar términos en lugar de inventarlos y que esa pereza se transforme en canon es algo, para él, inexcusable: bastantes pruebas tenemos de que la canchereada da frutos, en los noventa y ahora. Por eso, Posadas destroza para evitar destrozos. No indago mucho en ese texto, porque su lectura es imprescindible. «En eso estamos», termina diciendo. ¿Ven? Siempre hacia adelante. 

Posadas versus España (o Un poco sucio)

De esa rigurosidad autoimpuesta surgen otras obras maestras. Si en “Apuntes…” da cátedra de cómo analizar una época (desde la portada de una primera revista al punteo de diversos críticos y sus aportes, uno por uno), en “Homero Manzi, Artistas Argentinos Asociados y la lucidez del cine nacional” logra uno de sus picos. El artículo mezcla entrevistas realizadas por Posadas a Demare, Ulyses Petit de Murat, y Luis Saslavsky, atención a la prosa de Domingo Di Núbila y Aníbal Ford, con un repaso de la carrera de Manzi y AAA que hace creer que el cine argentino está más vivo que nunca. 

Esa sensación estaría ausente en la prosa académica, y en “Under the pampas moon”, el ensañamiento no es filoso, sino brutal. Atribuye el desinterés de los estudiantes para con el cine argentino clásico a la “moda retro y a la avenida de la nostalgia, al cotejar el vestuario de tantas divas del pasado”, por lo que no extraña “que los alumnos concluyeran aborreciendo al cine argentino”. Tengo que decir que tuve la suerte de cursar Historia del cine argentino con quienes Posadas llama “la trenza España”, y por ende “la historia oficial del cine argentino”. Pero también tengo que decir, ante todo, que salí hecho una mejor persona, por lo que es difícil encontrar en estas palabras algo más que un enojo, por momentos excesivo. Pero entremos en el juego. Una de las hipótesis centrales en el estudio de la historia del cine nacional es que en 1933 se inicia la configuración de una cinematografía de extrema ligazón con la radio, el tango y el teatro de revistas. La curiosidad de que varios actores de ¡Tango! (Luis José Moglia Barth, 1933) salían de los ensayos de teatro para ir a la filmación me parece bastante descriptiva. El cine argentino poco a poco generó un sistema virtuoso de retroalimentación al que se incorporaron revistas como Radiolandia y Antena. Cada medio era algo así como una extensión del otro, conformando un espectador-oyente-lector. Eso, sin extendernos demasiado, es una base importantísima para pensar el cine argentino desde los inicios del sonoro, con todas sus complejidades estéticas, propias del medio. 

Ahora bien. Abro el libro y releo el texto dedicado a la Sono. Posadas escribe: “la fórmula utilizada para ¡Tango! continúa repitiéndose con cada pequeño fragmento discográfico o televisivo. Allí, en la primera película sonora, todo el mundo lanzaba gorgoritos” con “diversas orquestas” y se condensaban “atractivos que representaban a una época y hasta la misma ciudad de Buenos Aires en lo que a música se refiere”. Para no ejercer un diagnóstico apresurado, reviso apuntes de las fotocopias maltrechas de mi cursada de Historia del cine argentino, cátedra Ricardo Manetti. Un texto escrito a cuatro manos entre él y España dice que “la configuración de modelos narrativos (…) y la imposición de la propia lengua para la comunicación pantalla-espectador (…) permitió cumplir el sueño de la primera hora pero no produjo una transformación en el síntoma”. Más abajo: “‘Buenos Aires’ fueron las palabras iniciales en el primer largometraje sonoro sin discos (¡Tango!) y marcaron la tendencia popular sentimental, arrabalera y porteña de buena parte de la inmediata producción” y que: “La audiencia se vio retratada en imágenes que, en realidad, hablaban de una mitología —Buenos Aires y su noche— inalcanzable”.

Dejo de lado la emoción que me produce 1933, una obsesión que me ha sacado varias lágrimas (¡ahí nace nuestro cine!), y el hecho de que la escritura de Manetti y España no me moleste para nada, para enfocarme en Posadas. Si España y Posadas están de acuerdo en cuestiones tan específicas, me pregunto, ¿en qué quedamos? Es que no se trata de un caso a là Mahieu, sino de algo distinto: Posadas no es un nostálgico, de ahí su violencia contra la moda retro que fija en un pasado inmutable. Para él, el pasado muta en tanto se escriba con fiereza. No cree torpemente que hay que volver a los cuarenta, y por eso trata esa época (y las demás) desde una escritura fresca y antiacademicista: es una pugna estética. Posadas dice que España es oficial no porque sea revisionista de los hechos: es un revisionista de la escritura. Por ese camino hay que dar la batalla. 

España describe de manera cronológica. Posadas, en cambio, en la misma página que habla sobre ¡Tango!, se divierte. En menos de lo que se lee un renglón, relaciona a Moglia Barth con Enrique Carreras o a Luis Sandrini con el elenco de la saga del amor de Aristarain, que “aun con sus innovaciones técnicas, ¿acaso no está repitiendo la fórmula de ¡Tango! para Aries S.A. y un mínimo consumo interno?”. Lo que a España le lleva varios capítulos (o incluso tomos enteros), Posadas lo resuelve en menos de media página: la operación cultural de ¡Tango! se repite incluso en Aristarain. Fin de la historia. No pierde tiempo, economiza la escritura. Si a España le lleva un libraco como Medio siglo de cine para hablar de la Sono, más de trescientas páginas, a Posadas le bastan poco menos de treinta. Me divierto un poco: España y Manetti escriben que a partir de 1933, “el musical (con tangos) fue en nuestra pantalla la expresión que justificó salir de casa a ver una película sonora”, pero Posadas pincha el globo. La actualización que él mismo hizo de la retroalimentación entre cine y medios le sirve para escribir, apenas unas páginas después: “No vamos a pagar la entrada para ver gente a la que podemos mirar en TV. Total, siempre hacen las mismas payasadas”. 

Posadas proyecta un ping pong entre pasado y presente con una soltura que no se permite en el paper. Cuando uno lee en “Under the pampas moon” que España concretó “un viejo negociado con el Fondo Nacional de las Artes publicando con su trenza mamotretos parecidos a guías telefónicas”, sólo puede intuir las ganas de acribillarlo que habrá despertado. Esos tomos del FNA miden 23 x 30 centímetros. Como efectivamente soy seguidor de la “trenza España”, busco mi ejemplar. Tengo el que está dedicado al cine en democracia, de 1983 a 1993. Ese límite cronológico sería ya un error en la lógica posadista: diez años apretados con fórceps, como si nada entrara ni escapara de esa década. 351 páginas, más de lo que le lleva a Posadas abarcar desde el cine mudo hasta Adrián Caetano: 324. Y los hay más largos: Modernidad y vanguardias II. 1957-1983, por ejemplo, tiene 816 páginas. 

Leo los nombres que desfilan sobre esa obra monumental que haría tambalear un delicado estante de biblioteca: María Valdez, Gonzalo Aguilar, David Oubiña, Clara Kriger, Ana María Lusnich, Héctor Kohen, entre otros. Pienso en lo que escribe José Miccio en su texto sobre Farber, muy aplicable al libro de Posadas: «los aplicados márgenes de la biblioteca ya establecida (‘interesante’, ‘crf. Bazin’, ‘ver sutura’) hablan acá otro idioma: ‘Jajaja’, ‘Crack’, ‘¡!’, ‘¿Qué te pasa, pelotudo?’”. Con El cine argentino se fue sin decir adiós, uno se indigna, se pelea, discute. Pero no hay fijeza ni pasividad, ni cosas dadas por hecho, sino batalla y movimiento, rearticulación de conceptos, formas distintas de ver eso que ofrece lo «oficial» como quien ve la Historia desde lejos y sin la intención de ser partícipe. Además, que buen sentido del humor: el mamotreto, tan de moda en Buenos Aires en los últimos meses, reducido a la burocrática guía telefónica. La prosa de Posadas, y su diferencia con la académica, no persigue el dato como frontera final, sino la posibilidad de enojarse: por lo que fue, por lo que pudo haber sido, por lo que todavía podría llegar a ser. 

El cine argentino se fue sin decir adiós porque jamás dio pelea, sino que se conformó con resumirse en un libro impenetrable en una biblioteca o como pisapapeles. Mientras el libro de Posadas es riña, los tomos de España son consulta. Posadas no es tan simplista, y sabe que todo es forma y por ende persuasión: dice todas esas barbaridades para meter pica y que la cosa no quede quieta; no quiere tener razón, quiere que disputemos lo nuestro. Por eso tampoco tiene sentido pensar, en estos momentos, que es indispensable estar todos juntos: Posadas entiende que una comunidad no puede progresar si no bate a duelo sus ideas, por más allegados que sean quienes las disputan. 

La mejor forma de ejemplificar este modelo es con Homero Manzi. Y con él aparece la fijación de Posadas con los guionistas, que, a su forma de ver, emprenden en sus mejores momentos la figura ideal de un artista en el cine nacional. Recordemos que no estamos hablando de figuras que solamente ejecutan un rol, esa pereza del estudiante de cine actual. Esto no es DAC (Directores Argentinos Cinematográficos), sino AAA (Artistas Argentinos Asociados). En la totalidad del espíritu está el sentido: no se trata de técnicos, sino de artistas. 

La fijación por “el guion de tema libre” (es decir, que no dependa de las estrellas como epicentro narrativo) lo lleva a titular un apartado de su texto dedicado a la Sono: “La cuestión de los guionistas”. Esa voluntad se amplifica en la obra maestra dedicada a Manzi y AAA. Lo importante no es que las estrellas Radiolandia dejen de tener pantalla, sino que esa no sea la única variable del cine argentino. Como posibilidad, la existencia de AAA es sumamente atractiva para Posadas, porque juega “dentro del cine industria con productos de calidad”, “recrea el pasado y el presente argentinos con el objetivo de brindar una identidad al país”, “otorga al interior del país una jerarquía que lo coloca a la altura de la ciudad-puerto” y “genera un movimiento de introspección que investiga nuestra identidad nacional en otras productoras”. 

Esa tarea que, por supuesto, no es sencilla, se corporiza en Manzi, poeta, autor, cineasta y letrista (como Discépolo) que se encarga no solamente de ser el más comprometido de la AAA, sino de incentivar al resto en esa voluntad titánica: “guiones de alta calidad técnica —en los mejores casos— puestos al servicio de la indagación y conocimiento estético de la realidad pasada o presente, entendida como metáfora”. Listo, ¿qué más se podría agregar de no ser que ese proyecto murió con el propio Manzi? Esa tercera opción, que no es independencia pura, ni industria norteamericana en suelo nacional (ese engaño, ese espejismo, que hoy aparece bajo el criminal Hecho en Argentina), debería ser el horizonte de nuestra industria. Posadas ve en esa posibilidad un cine histórico a la altura de las grandes cinematografías del mundo, lo que implicaba “recrear el pasado argentino a través de las diversas luchas o de la recurrencia a próceres discutidos o discutibles”, como Sarmiento, “para que el público participara de una serie de acontecimientos históricos relevantes que conformaron la contradictoria identidad nacional”. Quizás de eso se trate una posible dialéctica peronista (considerando la participación de Manzi en FORJA y su sentimientos plegados al peronismo): la tensión necesaria para lograr imágenes nuevas e impensadas. Que lejos están nuestros cineastas actuales de aquella visión. 

Según las entrevistas realizadas por Posadas, Manzi “quería examinarlo todo, iba a las filmaciones”, según Petit de Murat, su coguionista, que elegía desentenderse del guion una vez escrito. “La verdad es que se metía en todo. Uno le pedía la letra de una canción pero sabía que lo iba a tener en el set dando sugerencias; bah, en realidad era yo el que se las pedía debido a su buen gusto”, recuerda Saslavsky. Con este desarrollo tan abarcativo y preciso, Posadas propone un autor cinematográfico específicamente argentino, que participa activamente del rodaje, la búsqueda estética y sonora, crítica y nacional.  Alejado de la lógica estadounidense o cahierista, Manzi sería la forma final de un cineasta preocupado por la puesta en escena de su suelo sin la necesidad de estar en la silla de director: el proceso colectivo como proceso formador de un auteur propio, argentino, único en el mundo. 

De esa forma, Posadas utiliza a la industria norteamericana para describir la propia, porque cree en ese modelo cultural que en Argentina jamás pudo existir. Y para eso, cita pasajes que solo son posibles en Argentina, aunque tome postales de las experiencias extranjeras que formulan épicas nacionales. Manzi “no se preocupa tanto por la profundidad de los conflictos como por la plástica y el efecto cinematográfico sobre los espectadores. Es el ballet de la diligencia perseguida por los indios en la película de John Ford, los cañones que disparan y la gente que se dispersa en la escalinata (…) en el filme de Serguéi Eisenstein lo que verdaderamente conmueve al público”. Entonces, retomo: conocimiento estético de la realidad pasada o presente, algo que desconoce totalmente nuestra psuedoindustria actual. 

Cuando Posadas habla de Manzi es como Miccio hablando de Farber o Prividera hablando de Viñas: encuentran en esos autores a su otro yo. Si como escribe Piglia, la crítica es la forma moderna de la autobiografía, quizás estemos tratando con decisiones estilísticas impecables, que no surgen del ámbito de la novela o el relato, sino de la crítica cinematográfica como género literario. Si en La guerra gaucha hay que dinamitar a Lugones para que Manzi pueda surgir, Posadas ametralla la estética académica para manifestarse como escritor y teórico. Manzi atentando contra el cine de próceres, relatos acartonados y el mamotreto lleno de polvo de Lugones es Posadas agitando contra la guía telefónica del FNA, en tanto ambos sacan a la Historia de la biblioteca para que se embarre. No se trata de Manzi o España, sino de Posadas y Manzi contra España. 

Entre chiste y chiste, la potencia

Las descalificaciones disfrazadas de ornamentos literarios de Posadas también le caben a Viñas, que le quiso moler la cara a golpes, a Torre Nilsson, a Lita Stantic, a María Luisa Bemberg, a Aristarain o a quien se le cruce por la cabeza que según su lógica atente contra su forma de ver el cine nacional, de tal modo que puede bancar a Aristarain en una película y liquidarlo en otra. Me pregunto si esa no es acaso una forma bestial de amistad.

Hace poco, Mariano Llinás dijo que con Laura Paredes todo vale con tal de contar un chiste, aunque se les vaya la vida en eso. Esa actitud le cabe a Posadas. No importa si efectivamente ve en Viñas y Fernando Ayala a una “extraña pareja”, a una “cervecera prolija” en Bemberg o a un “bolas tristes” en Borges, porque todo está dispuesto para el chiste. Y si hay algo que Posadas no sacrificaría es el sentido del humor por la solemnidad. Es más, es una gran tragedia: para Posadas, el chiste vale tanto más que una relación saludable con el interlocutor que lo recibe y la persona que ataca. Un sacrificio social por la risa de otro.

Esa metralla de frases y apodos elocuentes encuentra un punto clave en el propio nombre del libro. Un título que podría aplicar literalmente a cualquier etapa de la historia del cine argentino. En la presentación en el Museo del Libro y de la Lengua, circuló mucho la pregunta de por qué publicar ese libro hoy y por qué el título tan sugerente de «El cine argentino se fue sin decir adiós», además de una serie de interrogantes que, más que interrogar al pasado, eran sobre el presente (cosa que debería caracterizar a las presentaciones de cine hoy). El título es tan chocante como escurridizo. ¿Qué quiere decir realmente? En esa búsqueda por comprender qué hay más allá de una serie de palabras atractivas («se fue sin decir adiós…»), en esa crudeza espontánea, el pinchazo se produce para romper la quietud circular. Pincha porque es la función de la crítica. 

Con ese texto que da nombre al libro, Posadas propone algo así como un desencanto: la posdictadura y el fin de las censuras, al contrario de lo que aparentaba, no permitió una progresión atractiva en el cine argentino más allá de casos muy excepcionales. Para 1990, luego de siete años de democracia y cine, se ha retrocedido más de lo que se ha avanzado, según su diagnóstico. Por eso mismo, cualquier otra persona hubiese descartado siquiera la posibilidad de un análisis riguroso de la situación o simplemente se hubiese volcado a defenestrar el fenómeno sin tratar de comprenderlo a nivel estructural. Me suena a aquellos que ven en Homo Argentum la decadencia final del cine masivo y en Francella el rostro que le da publicidad. Allá ellos, que prefieren el tuit antes que una comprensión cabal del medio. Posadas pensaría igual, pero de una manera más descarnada y analítica: todo, para él, tiene un porqué. 

Está claro: la gran obsesión de Posadas es el cine industrial argentino. Pero no solamente ese que consideramos pulcro y bonito, sino también el berreta. Si Posadas demuestra que una pésima película y un pésimo sistema de producción puede habilitar la furia y la belleza en un texto, quizás podamos comprender qué batallas dar hoy por nuestro cine de grandes audiencias. Si el cine industrial en los cuarenta fue ese choque entre estéticas, hoy, al no darle ni cinco de pelota, lo estamos perdiendo por goleada, porque hace años que nos están contando desde afuera.

Si el cine nacional no abunda en la formación sentimental del crítico y el estudiante, ni hablar del cine de estudios. Y, como es un tema tan poco investigado, llama la atención lo preciso de Posadas en ese ámbito. Habla como si estuviera de vuelta. No es común que alguien escriba sobre cine nacional con la soltura de Posadas en el sentido de que no habla como quien investigó sobre un tema hace pocos días, sino como alguien que ya pasó al cine clásico por su cuerpo. “La emoción es causa a veces de que no se reconozca tanto el talento del autor”, escribió una vez Édouard Laboulaye sobre Pablo o la vida en las pampas, de Eduarda Mansilla, y aplica perfectamente a Posadas, porque su búsqueda responde a una forma de mantener vivo el concepto de cine comercial, aunque sea con una mirada crítica, para evitar que se desvanezca sin que haya quedado claro lo que realmente representaba, para bien y para mal, y qué rol tenemos que tener frente a esa mirada que se impone frente al mundo como “esto somos”, “este es nuestro suelo”, “estas son nuestras guerras como nación”. Beatriz Sarlo, al examinar el cine comercial argentino y su capacidad para hacerse cargo de temas relevantes, resalta su importancia ya que trabaja con un “espacio que, corno todo el campo de la cultura, al estar atravesado por antagonismos y contradicciones, no puede ser abandonado en bloque a los sectores más reaccionarios”. 

Antes de esgrimir que a las revistas de cine de los años noventa “no se les ocurría pensar por qué el cine nacional jamás terminaba de despegar”, con respecto al cine de los 2000, Posadas escribe:

“Una conversación emprendida con cualquiera de estos especímenes en algún momento de los años 90 no iba más allá del celuloide, ajenos por completo al desmantelamiento en la distribución y exhibición de las manufacturas. Esto último era coherente con la política menemista, pero al lumpenaje parecía no preocuparle demasiado. Creían en la resurrección del western con Los imperdonables y adoraban a Clint Eastwood. En todo caso se reconocía que el cine argentino era un problema y que estaba en crisis permanente, acusando de chauvinistas a quienes se atrevieran a ir más allá. Esto último implicaba iniciar un espacio polémico sobre las funciones del Instituto Nacional de Cinematográfica y Artes Audiovisuales, por ejemplo”.

Seguro hay quien descalifique estas palabras por contenidistas o su “disparo” contra Eastwood, lo que desviaría el núcleo de la cuestión: ¿quién va a ver las películas que hacen los nuevos realizadores y qué recepción escrita van a tener más allá de las aspiraciones y logros estéticos? Es similar a lo que expresa Fernando Martín Peña en una Film de 1998, cuando acusa a Quintín de afirmar que “las discusiones tenían que mantenerse en el terreno de lo estético y que estaba harto de oír a los realizadores discutir por plata”. Posadas alcanza límites desesperados cuando escribe, en tiempo real, que Caetano “se vio obligado a formar una cooperativa para concluir la postproducción de Bolivia (…) ¿se estrenará Bolivia en circuito comercial alguna vez? ¿Le interesará a alguien?”. Si estas palabras no resuenan lo suficiente, acá van otras: “Ni siquiera se ha propuesto una red de circuito alternativo en todo el país para que se exhiba la renovación formal que tuvo lugar en los 90 y que vimos en lugares como la Filmoteca Buenos Aires o en alguna función del Cosmos. Nos parecía que habíamos regresado a la clandestinidad de La hora de los hornos”. 

Posadas no se va sin decir adiós

Posadas es incisivo y lapidario; tiene una especie de amor-odio por el cine argentino: lo critica, pero al mismo tiempo lo entiende y lo analiza (y por ende, le da una posibilidad de vida) desde una perspectiva teórica única que le permite comprender cómo funciona dentro de una industria en constante tensión entre el arte y el mercado.

Este rescate editorial es, también, la certificación de Álvaro Bretal y Agustín Durruty no solo como editores y críticos de cine, sino como escritores, en tanto la elección de Posadas como autor a publicar es un texto más en sus obras. Una larga nota al pie de la columna “Como si nada hubiera sucedido”, de Bretal, dedicado al cine argentino de los ochenta o una larga nota al pie de las búsquedas críticas de Durruty, que le importa tanto Sandrini como Pino Solanas, o es capaz de escribir sobre Viñas y Netflix en un mismo texto y salir airoso. 

Otras mil cosas más componen la serie de escritos reunidos de Posadas, un libro que hay que leer para entender que la crítica, en ciertos momentos, necesita ser inflamable. Como ocurre con su otro libro reciente —El lugar sin límites, una recopilación de ensayos de Miccio, coeditado con La vida útil—, Taipei Libros no publica a Posadas por una necesidad de tener en su catálogo la Historia del Cine, sino por establecer una discusión implícita: en tiempos donde se confunde una nota de color con un ensayo, El cine argentino se fue sin decir adiós y El lugar sin límites proponen que la crítica cinematográfica depende más de quien realiza el texto que la película, hecho, gente, que la motoriza. Eso la convierte en, lisa y llanamente, un género literario tan serio e importante como cualquier otro. 

En eso estamos.

Francisco Guerrero / Copyleft 2025