
LA CASA DEL CINEASTA: EL OJO Y SU CRITERIO DE SELECCIÓN
Intento saber algo sobre Mark Brown, un botánico francés, que en Sainte-Marguerite-Sur-Mer, donde vive actualmente, recrea un bosque primigenio al que llama El amanecer de las flores. Pero todas las búsquedas en internet son infructuosas. Aparecen un futbolista y un político, pero no el Mark Brown que busco. Después de navegar un rato, descubro a otro botánico con el que comparte apellido: Robert Brown. Leo que es escocés, que nació en 1773 en Edimburgo, y que descubrió, entre otras cosas, el movimiento de agitación de las partículas en el agua. En Australia, a lo largo de tres años, el Brown del siglo XVIII, recolectó unas 3400 especies vegetales, de las que unas 2000 eran nuevas para la ciencia. Aunque una parte de esta colección se perdió en el regreso a Londres, en 1810 publicó los resultados de su investigación en un libro llamado Prodromus Florae Novae Hollandiae et Insulae Van Diemen. Algunas especies llevan adosado el apellido de su descubridor, por ejemplo, el musgo Tetrodontium brownianum.
Apago la computadora y salgo a la terraza. Hay un leve sol de invierno sobre una hilera de macetas con plantas suculentas. Una de ellas ha florecido y está cubierta por varios ramilletes de pequeñas flores blancas. Las hojas de esta suculenta cambian de color según la luz: son verde azuladas en la sombra y gris rosadas al sol. Mientras saco algunas de estas flores para ponerlas a secar, pienso en una diferencia entre el Brown buscado y el hallado. Robert, el botánico escocés, miró el mundo buscando lo desconocido, lo no nombrado todavía. En cambio, Mark, el del bosque primigenio, al que conocí a través de la película dirigida por Pierre Creton y Vincent Barre, 7 paseos con Mark Brown, mira para encontrar lo sobreviviente.
En la película de Creton y Barre, el botánico recorre junto a un pequeño equipo de rodaje siete sectores de la costa de Normandía rastreando plantas autóctonas, muchas de ellas muy antiguas. Hay dos cámaras, una en digital que es la que registra estos paseos, y una en fílmico, a la que vemos muchas veces dentro del encuadre, junto a su operador. Lo que registra esta cámara será el regalo final de una última parte denominada Herbario, asociación maravillosa de luz y naturaleza. Pero quiero detenerme en una escena del quinto paseo. En primer término, vemos un pastizal. Detrás, el mar es una franja angosta diferenciada apenas del cielo por un simple matiz del gris azulado. Alguna flor amarilla se destaca entre las plantas no demasiado altas ni robustas, mecidas por la brisa. Alguien entra a cuadro por derecha y va hacia un sector, en el centro del encuadre, donde vemos levantarse a Brown que permanecía oculto hasta ese momento. Aunque se incorpora, Brown no deja de mirar el piso. Le habla a uno de los directores que es quien se ha acercado: “Hay un pequeño sitio aquí. Eso es todo”. Y luego le habla a una planta, aunque lo sabremos luego porque todavía no la vimos: “Oh, querida, eres preciosa. Te quiero”. Enseguida llama al resto: “Aquí, Ophio glossum. Lengua de víbora”. El resto del equipo se acerca y la cámara da cuenta de esta aproximación para mirar el descubrimiento. Los dedos largos del botánico señalan un pequeño tallo, casi imperceptible entre el resto de especies, que se eleva apenas del piso. Brown lo toca suavemente con uno de sus dedos: “Está esporulando”. Es el momento de mirar, distinguir en la espesura lo que se aparece: “¿Te das cuenta de lo afortunado que somos de ver esto?”, dice Brown. Enseguida nos cuenta que es una planta del período carbonífero, un helecho que tiene más de trecientos millones de años. Vive bajo tierra mucho tiempo y cuando el rizoma está listo sale a la superficie y forma una fronda fotosintética. Sus esporas vuelan y si aterrizan sobre las setas correctas crecen sobre ellas. El ojo, nos ha dicho el poeta peruano José Watanabe, tiene un arbitrario criterio de selección. Ahora, silencio. Brown no deja de mirar el piso. La escena se detiene de nuevo en él mirando. De pronto, nos damos cuenta de que Brown llora, pudorosamente, pero llora. Y todavía hay algo más, hermoso descubrimiento de la escena: no sólo llora el botánico sino también el operador de la cámara en fílmico mientras busca el mejor encuadre.
***
A través de una ventana, Ignacio Agüero mira su jardín. Allí también hay plantas y enredaderas que parecen añosas. Algunas están florecidas al momento de filmar Carta a mis padres muertos. Una magnolia de flores lilas, delgadísimos matices de lila, un malvón de flores rojas, algunas flores jaspeadas, violetas intensos de varias plantas que crecen en macetas. El verde claro, el verde grisáceo, el verde amarillento, el verde rojizo, el verde oscuro de las hojas, todos los tonos posibles del verde despliegan su intensidad y configuran una especie de reino inagotable en el que el director chileno deposita los ojos y comparte con nosotros sus hallazgos: pequeñas epifanías, deslumbres de luz, sucesos mínimos rescatados de la maraña. No hay acá territorios lejanos y especies por nombrar, ni una mirada que atienda a lo sobreviviente vegetal. La mirada de Agüero se entrega al jardín de su casa para observar lo cambiante, lo fugaz, el modo como el mundo se apaga y se excita, sin aspavientos. También las acciones de los escarabajos, de los pájaros o los gatos. O las nubes que aparecen en el fragmento de cielo visible, en las que el director reconoce a sus padres, maravilla de los ojos. Hay mucho para mirar, parece decirnos Agüero, porque siempre hay algo nuevo, una variación, un flujo, un temblor, algo que permanecía oculto.
Pero quien está allí y mira, acepta la interrupción que le propone el jardín. Mirar es también adentrarse en la memoria. Este es el suceso nuevo de la mirada: el entramado entre lo que está allí y lo que deviene aparecido en la memoria de Agüero, amalgama singular entre lo privado y lo público. Porque reconocer a su padre y a su madre, y luego a otros muertos queridos, en las nubes que se ven a través de la ventana que da a su jardín, es aceptar también la posibilidad de hablar con ellos. Está en el orden de las cosas. Entonces, por ejemplo, el director le cuenta a su padre, que murió unos días después de que Allende ganara las elecciones sin ver ninguna película de su hijo, cómo fue estudiar cine mientras Pinochet mandaba a matar.
Verlo mirar a Agüero es verlo pensar. Sí, verlo, porque no es sólo lo que dice su voz lo que nos adentra en sus pensamientos, sino, fundamentalmente, los modos de enlazar, secuencias y planos, eso que teje de manera imprevisible, sólido y rasgado a la vez, el montaje. Ese tejido, exige irse y volver, salir del jardín para volver al jardín, mirar y recordar, soñar y pensar. “El mundo entero no era más que el espacio off de todas las ventanas”, dice el director chileno en una de las secuencias de la película. Por ese movimiento, estar, para espigar en la memoria y para imaginar, lo que aparece desaparece y vuelve aparecer, reconocido y extrañado a la vez. Es la alquimia de este cine. A partir de ese devenir, por el modo en el que enhebra el montaje, las cosas dejan de ser un suceso, un recuerdo, un sueño aislado, para convertirse en un todo singular, a través de correspondencias nuevas. Por eso, ver una película de Agüero es asistir a una visión, única e irrepetible.
Gustavo Fontán / Copyright 2025


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