DOC BUENOS AIRES 2025 (07): GUARECER

DOC BUENOS AIRES 2025 (07): GUARECER

por - Festivales
02 Sep, 2025 04:17 | Sin comentarios
Tres películas extraordinarias: Aquí se construye; The Shards y El príncipe de Nanawa.

Sin importar la hora en la que uno se despertó el martes pasado en la Ciudad de Buenos Aires, llovía, y no había parado antes de acostarse. Temprano o tarde, el que salió se mojó. No caía la lluvia del que te garúe finito; caía la lluvia pre tornado, la que llueve de costado, a la que los paraguas no le significan nada y los techitos, menos. Una lluvia que vuelve inútil el guarecerse. Saliendo a la calle un día como ese uno comprueba que el mundo sigue funcionando, valga la redundancia, llueva o truene. Existe cierto reconfortamiento en encontrarle el gusto y la simpatía a las frases hechas, y apropiarse brevemente de aquel sentido mundano en carne propia; aunque parezca tosco, infantil e inútil, existe un abrazo íntimo en decir: efectivamente, llueva o truene, salgo igual. Me mojo, sin esperanzas de guarecerme. 

Pero me empapo porque quiero ver películas. Afuera. Aprovecho un día tranquilo de trabajo y me escapo, con alguna excusa salgo temprano a hacer trámites (hermoso sustantivo misterioso que también significa nada) y me mojo. Elijo trámites porque al centro no se va a ser mandados, sustantivo barrial, sino trámites: pulentas, adultos, serios, que merezcan el chapuzón. Pero ir al centro a ver películas, ¿es un trámite o un mandado? Un mandado, como un recado, implica un otro: la orden es ajena. El trámite también, aunque de otra forma: la orden viene de arriba. Del estado, o de la ley. Internet dice algo así como “una serie de pasos o diligencias que hay que recorrer en un asunto hasta su conclusión final”. Si la empresa de salir de mi casa a pesar de la lluvia en búsqueda de películas es una serie de pasos que hay que recorrer en torno a un asunto, ¿cuál es la conclusión final? 

The Shards

“Empaparse de cine” es una metáfora que sobrevuela peligrosamente este relato, y el precipicio inminente es la cursilería. Hay un pedacito de monólogo de Jerry Seinfeld que siempre recuerdo sobre el agua donde se ríe de que los humanos tengamos una relación tan deficitaria con ella: la buscamos (vamos a playas y lagos), nos conforma (estamos hechos de agua), pero cuando llueve, la evitamos. Nos desesperamos, nos cubrimos, nos tapamos. No soportamos que “se largue a llover”; sin poder controlarlo, nos sentimos zarpados. Todo eso dice Seinfeld en menos de un minuto. Razonamiento atomizante y ridículo pero efectivo, al igual que salir de la casa de uno en busca de películas. Que el cine guarezca es igual de llano: una sala es, en definitiva, un techo. Quizás es demasiado rodeo, pero la experiencia de asistir a una proyección de un festival de cine, de todas las experiencias de ver películas en general, puede que se parezca más que ninguna otra a la de encontrarse con un techito entre pasos bajo la lluvia, escapando momentáneamente de lo que de tan común se vuelve inescapable. 

La primera película que se proyecta en el DOC Buenos Aires ese día, su día de arranque, es de Ignacio Agüero, y es sobre casas pero también sobre techos. Tiene dos títulos, o es uno solo: Aquí se construye (o ya no existe el lugar donde nací). Una ambivalencia, una situación (aquí) y un presente que involucra un pasado (ya no). A pesar de que no haya sangre, la violencia de esa ruptura temporal sobrevuela la película desde el inicio, cuando además de ver no podemos dejar de oír. Invade la pantalla el ruido de obra, de grúa, de taladros, de topadoras, que arremeten sobre un edificio que está siendo demolido. Es violento escucharlo, es violento acostumbrar el oído a ese ruido ensordecedor, y es violento el silencio que se produce cuando se calla. Porque lo violento es que se apaga para dar paso a algo, que a su vez, calla: es nada. El objetivo de la demolición es dejar tras su paso nada, a pesar de la promesa de que de esa nada florecerá algo nuevo. Como no todo lo que brilla es oro, lo nuevo a lo que lo viejo deja pasar puede no ser, o aunque sea, habrá olvidado lo que dejó atrás. La modernización de los años noventa sobre la ciudad de Santiago arremete en forma de topadoras, prometiendo que, como señala el primer entrevistado (un coqueto biólogo y profesor papanoelesco que explica que aquello que se está demoliendo es la casa de su madre, una antigua casa de mediados de siglo con un enorme jardín selvático y varias dependencias que nunca se nombran pero podemos apostar forman parte del inmueble) una sola edificación se convertirá en muchas. Una casa burguesa será borrada visualmente y se erigirá hacia arriba en un edificio de departamentos, que promete muchos hogares donde antes había solo uno. En algún momento vemos, desde un plano contrapicado, uno de esos balcones vidriados donde ya se asoma una pareja. Walter Benjamin ya lo había previsto: el vidrio, material duro y liso en el que nada se fija, no permite acumular rastros, huellas ni ornamentos, y así corporiza el espíritu despojado de la modernización capitalista (1933). Para eso está la cámara de Agüero, para fijar sobre el vidrio el pasado que se le niega, y filmar la interacción de la mirada entre la pareja (futuro) y el biólogo (el pasado). Para que exista un registro de los cuerpos en el espacio, como el del señor desconocido que pasa por la calle gritándole a la obra que dejen de hacer esos destrozos, a los que llama “maldades”. La obra no le contesta y grita más fuerte que él, y a pesar de que le dice a Agüero que “no me enfoques”, y se aleja, la cámara lo sigue, desobediente. Porque no se trata de que a él se lo reconozca con nombre y apellido sino como lo que es en el momento de la queja por el ruido: como una queja inútil frente a la avalancha del poder de cambiar una cosa por otra. Como un vecino de un paisaje que desaparece. Como una parte de un todo que cambiará más allá de sus pedacitos.

Aquí se construye (o ya no existe el lugar donde nací)

Que el señor burgués sea biólogo es un guiño riquísimo: la única especie que él no estudia tiene una particular relación con el territorio, en su especial interacción entre el tiempo y el espacio. Como arquitecto (no solo de las imágenes sino literalmente, por su pasado), Agüero sabe que construir es una cosa pero de-construir, otra. Arquitectónicamente, se convierte en cineasta para burlar el gesto de erigir y suplantarlo por el de desordenar, parades-construir la realidad, e inventar una que solo allí exista, aunque sea muy parecida a la que conocemos. Es por eso que nos permite entrar a la casa de quienes construyen y deconstruyen las casas de otros. Filma a los obreros y albañiles desde una distancia de seguridad mientras están trabajando en la obra, enfilandose, almorzando, pero penetra en algunos de sus hogares para regalarles una intimidad que no siempre está dada. La pareja que se planta frente a su cámara desde el interior de su casa desliza en sus palabras la precariedad del desarraigo permanente, del sintagma condescendiente de los “terrenos apropiados”. Erigir donde nada había puede ser tanto o más valioso que construir habiendo destruido antes. O simplemente, que tomar la posta de apilar ladrillos para otros merece también su propia narrativa. La otra particularidad de la única especie que no estudia el biólogo es la dicotomía de clases, de los dueños y no dueños de los medios de producción. No narrarlo sería una negligencia, y la narrativa es creada con imágenes que traducen el día a día de aquellos que construyen: un micro donde charlan, una caminata del hogar de los otros al mío. Así, la ciudad modernizada se amplía a los laterales, y la periferia deja de ser periferia para ocupar un lugar céntrico, regalándonos la posibilidad de conocer cuántas vidas se ven tocadas por una demolición. Cinematográficamente, la capacidad de Agüero en Aquí se construye (o ya no existe el lugar donde nací) ya no es la de erigir un edificio, sino la de descifrar el mecanismo de que el techito inventado solo puede funcionar momentáneamente. La estructura permanece.

Si algo conecta esta película con la que le sigue en horario ese día son los escombros. El punto de partida y de llegada de The Shards (2024) es un terremoto, pero no aquel que es mensurable en las construcciones de cemento sino en las personas. La noticia de que Rusia invadió Ucrania no es informada ni verbalizada por ningún medio sino que se establece en una conversación entre amigos que toman cerveza como si siempre hubiese estado ahí, inmanente, como son a veces las discusiones: hipotéticas. Es a través de las imágenes que observamos, a través de la cámara en mano con la que acompañamos a su directora, Masha Chernaya, cómo se inmiscuye un terremoto que rompe la forma de vida en esos cuerpos que habitan Moscú. Que fragmenta, más bien, ya que la comunicación de esa noticia no será de a una vez, sino de a pedazos, rompiendo a esos jóvenes en viñetas que solo traducen caos. Sería injusto decir que “la cámara la acompaña”; Chernaya se mueve por su ciudad a través de su cámara, como si solo ella le permitiera vincularse con el caos (imposible pensar un sinónimo) en el que se ha convertido su vida. El impulso de filmar la transporta, y su persona se corporiza en su voz, que comenta o pregunta alrededor de la imagen: no para obtenerla, no para cercarla, sino para tirar una soga humana entre tanto escombro. Muy al comienzo de la película, una protesta de una sola persona que blande la bandera azul blanca y roja sobre un puente requiere de unos segundos más de detención. El hombre está solo: a nadie le importa la guerra. Rendido, deja caer la bandera con bronca sobre el suelo y se aleja, pero un desconocido la levanta en silencio. La soga. O la cámara. 

The Shards

Los soldados que increpan a los paseantes del shopping para que circulen son en realidad niños cuando les vemos los rostros, un callejón se convierte en un ring que alberga jóvenes que ofrecen el espectáculo de pelearse. La sangre que se sacan unos a otros no nos dice tanto como cuando miran a cámara, porque sus ojos al mirarnos nos cuentan sobre la posibilidad de que lo estén haciendo por el dinero. En un terreno destruido chilla una banda de punk compuesta por instrumentos, y quienes los tocan, pero también por una chica en cuatro patas con correa, borracha, que de tanto ruido se volvió animal. La cámara hace lo posible por captar lo imposible, los episodios se suceden como un torrente imparable que busca una cierta organización en capítulos, intentando a duras penas leer un montaje asociativo, pero cuya fuerza más pura es la de recorrer y recoger los pedazos como se pueda y registrar una comunidad que no hace más que juntarse para desmoronarse. Todo es tanto que es inasible, imposible de ordenar, como la crueldad de la pérdida de jerarquía característica de la locura. O del duelo. Mientras, la madre de la directora se está muriendo. 

Su propia vulnerabilidad queda al descubierto mientras se inmiscuye para afuera, hacia el acto del registro, como si las imágenes otras pudieran decirle algo a ella también, aunque es inútil. Rechaza filmar a su madre enferma como rechaza la posibilidad de que algo signifique más de lo que es: el poder del registro por el registro mismo. Algunos videos de archivo de su infancia, pocos, acompañan esta búsqueda inútil por respuestas, ya que su yo de niña dice claramente “no me gusta la cámara”. Nada continúa, nada está dado, todo se puede romper. Una filmación actual de una conversación con su amante le recrimina el mismo acto de filmar; me estás filmando mientras elijo irme de este país, mientras me rompo. Soy un objeto de tu película, pero también un pedazo de tu despedazada vida. No habrá respuesta, solo registro. No hay conclusión final. El duelo invierte los roles: la cámara no es disociación o escondite, es aquello que permite ir detrás de algo más, es lo que levanta y moviliza, lo que persigue hasta lo que es imposible de perseguir. Por eso, la cámara la lleva hasta la última corporación de su madre: el cajón ingresando al crematorio. El plano se continúa sobre la cinta transportadora y la pequeña persiana que separa no los vivos de los muertos, la corporización de los escombros. El plano sigue aunque ya no se vea nada porque no hay nada más para ver, tratando en vano de capturar la pista invisible del dolor. Lo verdaderamente devastador es lo incorpóreo. Las cámaras no pueden filmar los fantasmas, que quedan dentro de uno. Chernaya llora con ruido en una escena donde la cámara filma nada, el cordón de la vereda, que se bambolea gracias a la probabilidad de que la tenga colgada capturando los pedazos que quedan de ella. Lo que capta es el sonido del dolor dentro de su cuerpo, y el gesto en forma de voz de una amable transeúnte que le pregunta si puede hacer algo. Le responde que nada, pero no se olvida de agradecerle. Si es la voz de la cámara, hizo todo lo que pudo. 

Me reconozco en el gesto baldío de querer asirlo todo. Más aún, en el de chocarse contra la pared de lo inasible. Como alguien cariñosamente me enseñó, a veces la mejor manera de leer una película es otra película. Y algo de The Shards me hace pensar en otra gran empresa documental que vI hace algunas semanas, El príncipe de Nanawa, la última película de Clarisa Navas que está proyectándose los domingos en el MALBA. Se trata casi de películas opuestas. La urgencia no forma parte del vocabulario de esta última película, y su propia intención se lo permite. La primera aparición de Ángel Stegmayer por la cámara de Clarisa Navas ocurre en el fuera de campo. Entre los gritos y los sonidos del mercado clandestino atado con alambre de la pasarela que divide Argentina y Paraguay, su aflautada voz de nenito se hace escuchar pidiendo decir algo. ¿Puedo decir algo? ¿Puedo decir algo?Cuando le regalan un plano medio, la entrevista se hace sola. Un niño dorado y elocuente “se los come”. Si el documental de Canal Encuentro que habían ido a filmar requería de entrevistas, Ángel no requiere sus preguntas: su carisma es innegable. En dos patadas, los involucra en una anécdota de su maestra de escuela que no le permite hablar en guaraní. A los nueve años y frente a una cámara, quiere que nos enfrentemos con su presencia y su forma de vida, sea cual sea, pero muy tranquilo. Mientras los pasea por el mercado saludando a los conocidos, opinando de la mercadería, comentando sobre lo que ve, a la gente de la cámara no les queda otra que seguirlo.

El príncipe de Nanawa

​Esa inevitabilidad que genera su presencia durará casi diez años. Ángel cumple nueve cuando empieza la película, y cumplirá dieciocho cuando termine. Durante la primera parte, es difícil no comprometernos con Ángel, no solo como niño, sino como cineasta. Es desopilante en sus diario-blogs, entrevista a sus familiares sobre política con soltura, juega con la ficción televisiva y reflexiona sobre acontecimientos sobre el aborto o las fuerzas policiales. Como todos los niños, es único, como casi ninguno, es él. Es nuestro acompañante ideal, y lo seguimos chochos, fascinados, por aquel territorio olvidado por el estado, por la ley y hasta por la idea europeizante de nación, por el que él se mueve con soltura descubriéndolo inevitablemente. Tirando planos, planeando encuadres, nos guía él mismo por sus propias cotidianidades y sueños, y nos hacemos parte de su propia idea del territorio como un gran pelotero suyo, que solo existe para él, donde cualquier cosa es posible. Es tanta su soltura que no dudamos de aquellas imágenes más “profesionales” de la Cámara Documental con mayúsculas que se intercala con las imágenes de su autoría: todo es de su autoría, desde el nombre (“mi película”). En parte, esto no sería posible si la directora y el sonidista (para él, “Cla y Lucas”) no se inmiscuyeran a sí mismos en la película, y dierancuenta no solo de su cercanía con Ángel sino también de su distancia. 

​Esta última palabra se hace tan carne que divide la película en dos partes, y vuelve a empezar después del intervalo con imágenes en formato vertical: el del teléfono celular. Hay cierta violencia en ese cambio brusco de videos cortos, que el montaje acompaña y la edad de Ángel, también, que vive sus primeros años de adolescencia durante la pandemia de COVID. La condición pacientemente derrochadora de la infancia se terminó, y el mundo se acelera solo a pasos agigantados. Literalmente, el entorno lo está cercando. Como espectadores, debemos hacernos a la idea de que caímos en la trampa que nosotros mismos nos tendimos: creer que Ángel iba a permanecer como un tesoro de nuestras propias invenciones sobre su persona, que íbamos a poder cristalizarlo dentro de ese territorio, sin que las condiciones de ese territorio se lo coman a él. Era una esperanza compartida, pero nosotros no somos niños. Pasa que él es un cineasta. 

Cuando finalmente Clarisa y Lucas logran viajar a verlo, Ángel es todo un adolescente que se junta con sus amigos en un puente a escabiar y escuchar música a altas horas de la madrugada. Ellos son invitados a compartir el momento, y a filmar, una vez más, “su película”. Pero uno de los amigos de Ángel está muy borracho y picantea visiblemente a los camarógrafos. La cámara está filmando directamente al grupo de amigos, pero el protagonista y artífice de su película le asegura al que se está pasando de la raya que no lo están tomando a él particularmente, que se quede tranquilo, que se corra. El otro avanza con sus jugueteos probando la situación. El ambiente se tensa, quizás por primera vez, porque nunca antes habíamos sentido que no deberíamos estar ahí con él. En ese tira y afloje donde nosotros como espectadores también nos sentimos zarpados, pasa algo maravilloso: dos perros comienzan a pelearse como si la pugna se hubiera trasladado hacia ellos, desviando la atención. La cámara puede cambiar de dirección, y todos se organizan en separarlos. Cuando el momento termina, sin heridos, Ángel se acerca a Clara y Lucas y, siempre amable, les pregunta si se van a quedar mucho rato más. Y nos retiramos, momentáneamente, aunque la película continúe por bastante más de media hora. Entendemos que nuestro niño es un adulto, y que lo que estamos viendo es una vida. Cuando llegó esa escena me di cuenta que le estaba pidiendo a la película un gran momento cinematográfico, que estaba esperando, que le estaba pidiendo grandilocuencia, algo que justifique que esa vida se cinematografice ante mis ojos. Cuando en realidad, era un pedido injusto, porque quizás la grandilocuencia no sean grandes imágenes, grandes eventos que precisen de ser filmados para significarlos, sino el poder subyugante de hacernos fuertes frente al inevitable paso del tiempo, sean cuales sean las decepciones. Quizás haya más valor en chocarse contra la pared y explicitarlo, como la cámara de Chernaya, que sigue filmando a pesar de haber llegado a conocer sus propios límites. Una reestructuración, no un fracaso. La película no lo acompaña a Ángel; Ángel nos acompaña a nosotros hasta que estemos seguros de que lo vamos a poder dejar ir.

Ese día nunca dejó de llover. Cuando me quise sentar a cerrar el día de trabajo un rato más me dí cuenta que me había olvidado mi preciada computadora en Mar Azul, el bar a unas cuadras de la Lugones donde había estado almorzando. Cuando llegué desesperada, empapada, moqueada y atolondrada, Carlos, el mozo que me había atendido, me abrazó y me dijo “¡viniste! te estaba esperando”. Guareció.

Lucía Requejo / Copyleft 2025

*Nota del editor: El príncipe de Nanawa no formó parte del Doc Buenos Aires. Se estreno al inicio del mes de agosto en el MALBA. Sin embargo, Requejo no sabe que la película iba a verse primero en el Doc, porque fue invitada mucho tiempo antes de que se supiera el día del estreno. Cuando se le ofreció la fecha de estreno, la productora de la película se comunicó conmigo para preguntarme qué hacíamos. La respuesta es innecesaria, sí decir lo que siguiente: jamás habré de obstaculizar el mejor camino para una película. (Roger Koza)