
LA MONTAJISTA DEL LOGOS
Solamente en algunos casos excepcionales adopto la primera persona para escribir. El presunto color personal de la enunciación que apela a la autorreferencia es casi siempre un énfasis innecesario. Todo enunciado supone un sujeto, lo que no atenúa la paradoja de que el lenguaje es un asunto público y que el yo en todo lenguaje es una sustancia (discursiva) que no es del orden de lo público. Señalar esta incongruencia en el inicio no es algo caprichoso, porque para el objeto de este texto resulta determinante. La esfera de lo privado y lo público, la constitución del yo y una dimensión ontológica precedente al yo son temas que están enraizados a fondo en la posición filosófica que María Clemencia Jugo Beltrán (y desde ahora en más, Tachi, como todos sus alumnos la hemos conocido) abrazó como pensadora y profesora.
¿Desde dónde hablaré? ¿Qué puedo decir en un libro en el que escriben filósofos? Yo no lo soy, mi campo de estudio es el cine; todo lo que pienso y escribo suele estar en relación con una invención reciente que tiene poco más de un siglo y dos décadas de existencia; casi nada, en comparación con una tradición que supera los 2500 años. ¿Por qué estoy aquí? ¿Qué puedo decir?
En 1992, tras vivir menos de un año en la India, regresé a la Argentina y me mudé de Buenos Aires a Córdoba. Las razones de esa mudanza son irrelevantes; lo que sí es decisivo, al menos para este texto, es que en abril de ese año empecé a estudiar filosofía. No terminé, como se puede inferir del párrafo precedente. No me faltó mucho, apenas una materia y la redacción final de una tesis, de la que llegué a presentar su justificación, titulada En el nombre de Darwin: metafísica, religión y contingencia en el discurso filosófico de Richard Rorty.
He aquí una primera evidencia de mi cercanía respecto de la persona a la que está dedicado este libro. Lo más importante que publicó Tachi en su carrera lleva por nombre La contingencia de la racionalidad en Richard Rorty. Crítica a la fundamentación racional de la solidaridad y la justicia social. Han pasado 10 años desde la publicación de ese libro, y han pasado más de 22 años desde que acompañé a Tachi en un seminario que dictó en la Universidad Nacional de Córdoba. En esa ocasión me desempeñé como ayudante; si bien ella comandaba el plan de trabajo general, estuve activamente a su lado, buscando textos inéditos o desconocidos del filósofo estadounidense y también haciéndome cargo de algunas exposiciones. Para ese entonces mis intereses eran muchos, pero todos tenían un origen, mucho más visceral que conceptual, que había podido identificar (filosóficamente) gracias a las clases de iniciación a la filosofía de Tachi.
En el curso de ingreso que Tachi tenía a su cargo, y asimismo en la materia cuatrimestral “Introducción a la problemática filosófica”, pude conceptualizar, en ese primer año de cursado, los cambios y el devenir de mi propio espíritu. Venía de la India, un país en el que el azaroso tránsito del mythos al logos no había existido como movimiento del pensamiento. En la India había visto a miles de hombres que se levantaban todos los días a las cuatro de la mañana para acercarse a un río sucio al que consideraban sagrado y, antes de que arrancara el día, practicaban ahí sus rituales ancestrales como si se tratara del cepillado de dientes o el tendido de una cama. La contundencia de esa evidencia multitudinaria no desterró los impredecibles efectos sobre mí de ese viaje. El curioso e inesperado corolario en el país de Satyajit Ray y Jiddu Krishnamurti fue una rasgadura del edificio de mis creencias centrales, en aquel entonces cercanas a lo que luego interpreté como una sensibilidad metafísica, bastante difusa para ser ligada a una tradición reconocible, pero metafísica al fin.
El así llamado pensamiento oriental no constituía el centro de interés de Tachi, excepto por algunos innegables cruces con quien parecía ser su filósofo de cabecera a principios de la década de 1990, Martin Heidegger. La relación de Heidegger con el budismo ya fue esclarecida y explorada a fondo en los últimos años, algo de lo que se sabía bastante poco cuando yo empecé la universidad. Fue en la librería de la Sociedad Teosófica de Tiruvannamalai, en un pueblo perdido del sur de la India en el que residí por un tiempo, donde leí una reseña en una revista de esa institución acerca de un libro que compré cinco meses más tarde en Nueva York y me acompañó durante los dos primeros años de estudios en la universidad: De cuerpo presente, de Francisco Varela, Evan Thompson y Eleanor Rosch. Se trataba de un libro extraño y anómalo en el que se combinaban discusiones propias de la fenomenología de Merleau Ponty con ciertas escuelas budistas, pasando por audaces lecturas de la obra de Husserl, Sartre y Heidegger y otras tradiciones filosóficas más cercanas al cognitivismo; cierta tendencia propia de esa década en la cual se reavivaba el interés por el legado de Charles Darwin también estaba presente en aquel libro iniciático de mis primeros años de facultad. Los últimos trabajos de Rorty, sin ir más lejos, recalaron en la herencia darwiniana para la filosofía y a su vez precipitaron los misterios textos tardíos sobre teología que el filósofo estadounidense publicó durante los últimos años de su vida.
En esos años de estudio, Tachi me permitió conocer Serenidad y Sendas perdidas; de inmediato fueron mis libros favoritos; en cierta medida la lectura de Heidegger me permitía retener y detener el desmoronamiento de un sistema de creencias. Con Heidegger podía persistir en eso que creí ir a buscar a Oriente. Había un camino posible en el que el pensamiento podía entrar en consonancia con una experiencia radical de estar en el mundo por la que el propio yo no operaba como un fondo subjetivo aislado en oposición a todo lo circundante; un entrelazamiento constituido por las cosas y los otros en el que el lenguaje cumplía una función esencial y no se circunscribía solamente a una particular forma de organizar coherentemente la propia conducta junto con otros. Todavía puedo recordar la profunda conmoción que me ocasionó leer los diálogos entre Heidegger y el profesor japonés sobre la estructura del Iki que formaban parte de ese libro notable conocido como De camino al habla.
No mucho después aprendí a interpretar la idea de que “el lenguaje es la casa del Ser” sin la apelación posmetafísica, pero aun así no contingente, de esa sentencia heideggeriana. Todavía puedo fechar el momento: primera semana de abril de 1993. La lectura de Contingencia, ironía y solidaridad fue para mí el fin de mi sueño metafísico. Con él culminaba una búsqueda y una posición de la conciencia de sí. Creo que Tachi y yo leímos al unísono el libro de Rorty. Para ella significó un nuevo desafío en su travesía filosófica; para mí, el derrumbe de un hogar, una expulsión a la intemperie. En efecto, el lector de aquel libro era empujado a una elección última: si todo es contingente, nada es necesario, y el naturalista se impone al metafísico; si existe algo en el orden de las cosas que no es contingente, hay entonces una fuga de la mera inmanencia, la múltiple combinación aleatoria de átomos no es el límite, el metafísico vence, el naturalista baja su cabeza.
¿Qué fue lo que llevó a Tachi a dedicarle tanto tiempo a un pensador que muchos desdeñaban por aquel entonces tanto por su nacionalidad como por sus posturas calificadas de irresponsables? ¿Algunas tesis de La filosofía y el espejo de la naturaleza? ¿El antirrepresentacionalismo? ¿La apuesta por una filosofía edificante?
¿Metafísica o contingencia? He aquí el problema. El filósofo estadounidense instaba a reconocer de inmediato un punto de partida. El trabajo de la razón sobre sí y sobre todo lo circundante llevaba irremediablemente a un límite o a un sinceramiento. Límite de la razón, si persistía una intuición de que esta era estéril para abordar ciertas experiencias que invocan un más allá de lo verificable, y que como tal la vocación por lo absoluto no era de por sí desechable, aunque inconmensurable al discurso filosófico; sinceramiento, si la propia razón aceptaba que la dulce promesa de una experiencia trascendente por fuera del lenguaje, un fundamento que antecedía y era la condición de toda existencia y pensamiento, era un delirio de su propio desborde.
Ya en la primera clase que tuve con Tachi el concepto de “fundamentación” se transformó en el concepto rector de su modo de transitar y abarcar la filosofía. Cada filósofo tiene una obsesión, una tara, un centro de gravedad que absorbe otras preocupaciones aledañas. Lo que Tachi ha enseñado por décadas no ha sido otra cosa que una secreta disputa alguna vez presentida en la necesaria soledad de su pensamiento, en la que entrevió un problema que no era ni suyo ni ajeno, sino tan universal para el acto de pensar como la satisfacción que prodiga el oxígeno y el agua frente a la sed, pero que cada pensador debe confrontar para poder hacer valer su derecho a entrar en la incesante conversación de la filosofía. El problema de la fundamentación no era para Tachi una cuestión epistemológica. El problema para ella radicaba en algo más decisivo: saber, solamente saber, si al pensar se cuenta con un difuso auxilio de una fuerza sin nombre que excede el espacio de la razón o si únicamente habrá que acatar las reglas de ese espacio racional como el único móvil de cualquier enunciación. O el fundamento de la fundamentación es lingüístico o, como tal, antecede al lenguaje y lo condiciona. Es lo incondicionado de toda experiencia.
Soy consciente de que dicho así la contemporaneidad habla en mí, pero esa escena solitaria, incluso en épocas remotas, es la que deben haber vivido, cada uno a su modo y bajo los condicionamientos propios de un tiempo histórico preciso, Anaxágoras, Demócrito, Agustín, Dionisio de Aeropagita, Bruno, Descartes, Kant, Heidegger y Rorty. El magnífico texto de Rorty llamado Trotsky y las orquídeas salvajes, profusamente citado en La contingencia de la racionalidad en Richard Rorty, tiene ese carácter confesional de una escena seminal y temprana, acaso privadamente mítica en la fantasía de cualquier escritor, en la que un filósofo descubre tanto su temperamento como la posición inicial de su pensamiento, una huella que acarreará a lo largo de toda su vida… a veces para deshacerse de esa marca del pensamiento o tan solo para habitarla con la dignidad que prodiga el pensamiento que inquiere sobre todo y hasta el final de su propia fuerza, y que no reniega de la pregunta incesante para cimentar o cuestionar las pocas y menesterosas certezas con las que se piensa. Para Tachi, la filosofía fue una experiencia; no se trató nunca de una profesión para poder ganarse el sustento y hacer algo que más o menos le gustara; en el acto de pensar se ponía en juego algo decisivo para su existencia.
Conjeturo que Tachi reconoció de inmediato el problema que se avecinaba cuando empezó a filosofar; conjeturo que toda su labor filosófica se ciñó a girar en torno a ese problema tratando de dispensar del auxilio que no pertenece a la filosofía, pero que siempre la acecha. La no filosofía de la filosofía, el contracampo del logos, para decirlo cinematográficamente, es la fe, y cómo hacer filosofía reconociendo que se tiene fe ha sido para Tachi su propio vía crucis conceptual. Es por eso que la fundamentación de toda práctica, incluso la que concierne al propio acto de pensar, ha sido su propia aventura filosófica. ¿Hasta dónde se puede abandonar la fe para pensar?
Esto explica sus elecciones, casi siempre pensadores de riesgo y antitéticos a su posición, rebeldes frente a cualquier fuente de autoridad: Jean-Paul Sartre en su juventud y, ya en tiempos de madurez filosófica, Richard Rorty. El ateísmo de ambos, ese ajeno pero fascinante materialismo filosófico que supo encarnar la filosofía del siglo XX, significó para ella una cierta prueba y una seducción por conocer por dentro un modo de filosofar que no estaba en su propia “genética”. ¿Qué buscaba? ¿A qué se debía este movimiento de atracción por lo opuesto? Tachi necesitaba indagar a los atletas conceptuales de la contingencia para poder saber hasta qué punto podían poner en peligro sus propias certezas y así retomar después de conocer lo opuesto la posición inicial en la que reposaba el fundamento último de las cosas; si bien no se puede especificar del todo, y ella ni siquiera nombra ese fundamento, es algo que está inscripto en un afuera del lenguaje. En otros términos, el dilema era el siguiente: el yo tiene creencias, pero es más que la suma de estas, o el yo es simplemente un encadenamiento de creencias. Si la primera posición es correcta, hay un plus, un pliegue sobre (y no de) la conciencia en el que subsiste otro anclaje de la identidad; esta deriva no lingüística no alude al instinto ni a una condición animal; es más bien lo contrario, una cualidad intangible que singulariza al ente que habla pero que no es un subsidiario o un efecto del lenguaje. En la historia de la filosofía se ha insistido en nombrar eso innombrable que trasciende los confines de lo empírico.
Tachi entrevió de inmediato los peligros prácticos de una cosmovisión en la pura inmanencia, no solamente por motivos inscriptos en la experiencia de sí, sino también en el orden comunitario y en las prácticas más inmediatas que competen a la economía. La filosofía de la contingencia le resultaba insuficiente para cualquier fundamentación de la vida práctica. Es que detrás de esa ansiedad vital había también una inquietud social y una desesperación política. Tachi entendía que no es posible fundamentar la solidaridad y la justicia social en los propios confines de los discursos o las tradiciones lingüísticas que han conseguido especificar las razones jurídicas y filosóficas de toda praxis. La apelación última en Tachi no era aquí el imperativo kantiano, sino la intensificación de la misericordia suscitada en la desnuda existencia de los otros, lo que un filósofo como Levinas creyó atisbar en los gestos del rostro de un hombre. La emisión de un signo nacido en el cruce de miradas entre dos extraños, quizás hasta ahí enfrentados, apelaba a un modo de reconocimiento que nada tiene que ver con la codificación hegeliana de la lucha a muerte cuando dos hombres se enfrentan por el reconocimiento, sino en un respeto que surge del insondable misterio del rostro de un hombre, una figuración que la fotografía primero y el cine después reforzó como posible deontología de cualquier representación. Bastaría el inicio de El evangelio según San Mateo de Pier Paolo Pasolini o de The Settlement de Sergei Loznitsa para atestiguar el poder de la fotogenia, que trasunta la singularidad inexplicable de todo rostro. En ese registro, nadie es banal, nadie es prescindible: enunciación sensible de la dignidad universal de todo individuo. El cine puede ser más persuasivo que cualquier argumentación.
II
El cine tiene tres momentos. Escritura, registro y montaje. La fluidez de la concatenación de imágenes depende sobre todo de la naturaleza del registro y de la concepción de enlace entre un plano y otro. Lo que sucede en un plano y entre dos planos o más, o todos los planos en la unidad que determina la totalidad de una película, se denomina puesta en escena. Toda narración, incluso la más minimalista, depende de ese sistema de encaje.
Las clases de Tachi siempre fueron escenográficas. Vestuario y estilo: la sobriedad de su indumentaria no impedía cierta elegancia. Con un caramelo en la boca, sin apuntes sobre la mesa y con un austero uso del pizarrón, Tachi dictaba sus clases con una parsimonia que no permitía pasajes exaltados ni tampoco preferencias evidentes en su posición. La clave de su exposición residía en una amable musicalidad en la que se destacaban la pausa y el silencio. La eficacia retórica de Tachi estaba signada por su admirable capacidad de hilar una gran historia secreta de las ideas, como si hubiera sido testigo de lo que Sócrates le dijo a Alcibíades, como si hubiera ayudado a redactar las palabras pronunciadas en el discurso que San Buenaventura diera en el concilio de Lyon o como si simplemente hubiera espiado en la interioridad de Kierkegaard en el momento mismo en que este padecía la “enfermedad mortal”.
El mérito sublime de Tachi consistía en hacerle sentir a un oyente de nuestro tiempo que toda la conversación filosófica, o más bien lo que Rorty llamaba directamente la “conversación de la humanidad”, era accesible para todo aquel aspirante a conocer honestamente la historia viviente del logos. Ninguna época era lejana en su boca; ningún filósofo era inaccesible, porque todos contribuían a esa conversación o, en todo caso, en clave heideggeriana, cada pensador participaba de la gran novela del Ser. En este sentido, Heidegger era un excelente novelista cuyo estilo, a veces abstruso, a veces poético, solamente necesitaba ser clarificado frente a una audiencia que podía sentirse disminuida frente a un pasaje de Ser y tiempo; por intermedio de la musicalidad de la oratoria de Tachi, ese estilo dejaba de ser incomprensible. Tachi esclarecía todo: su voz y clarividencia hermenéutica, que desconocían la prepotencia del grito y la exaltación como forma de elocuencia, resolvía la oscuridad de los filósofos entregados a lo críptico. Democratizaba un pasaje de la Fenomenología del espíritu sin trivializar ningún concepto y sin sacrificar el rigor de su exposición. Tachi era la hermeneuta más benévola entre los suyos.
De lo que se trata aquí es de una tradición filosófica, la de Hegel, Heidegger, Gadamer, y sorprendentemente la del mismo Rorty, cuyo método de exposición y argumentación consiste en la reconstrucción crítica de una larga conversación en la que cada uno de ellos viene a añadir un concepto y a su vez reconsiderar y discutir una lectura precedente sobre los conceptos abonados y universalizados por la gran tribu filosófica. Tal encadenamiento supone una secreta continuidad, no del todo aprehensible, que el filósofo debe saber escuchar. El oído filosófico es un don por el cual se atiende a la sonoridad estética de una idea. Es el sonido de una imagen filosófica.
La pedagogía de Tachi era semejante a la de un montajista. El milagro del cine consiste en hallar un parentesco entre dos imágenes que pueden coexistir en la duración y en la continuidad. En este sentido, Tachi se inclinaba más a la tradición clásica del cine. Su forma de montaje de ideas invisibilizaba la operación de conjunción entre conceptos. La filosofía era un relato interminable que había comenzado con los presocráticos, el cual se podía periodizar en grandes segmentos epocales (Antigüedad, Edad Media, Modernidad, Contemporaneidad); ese relato permitía divisar el conjunto de problemas y el horizonte de inteligibilidad de lo que era posible pensar. Obras como La crisis de las ciencias europeas y la fenomenología trascendental de Edmund Husserl o Esferas de Peter Sloterdijk son expresiones ejemplares de esta periodización de los conceptos filosóficos que designan una época filosófica y sus transiciones dialécticas. El pensador capaz de introducir una variante específica en esa conversación sin tiempo es un pensador que irrumpe en la extensa gramática filosófica y deja una huella que será ineludible. Los buenos pensadores, como los buenos profesores, son aquellos que identifican la singularidad de un sistema filosófico, atinan una denominación ingeniosa y a su vez proponen una contigüidad y una tensión entre estos sistemas; son aquellos que descubren posibilidades de asociación que no están necesariamente en los libros canónicos de la disciplina.
Nadie podría desmentirme: los montajes de Tachi eran magníficos y estimulantes como pocos. Cada clase parecía ser la transcripción de una película de conceptos, pues su oralidad tenía la fuerza de un plano cinematográfico, acaso la pregnancia de una realidad transfigurada en una imagen en movimiento sonora que duplicaba eso que llamamos “realidad”. Con ella podíamos ver y escuchar a Nietzsche hablarle al famoso caballo de Turín, nos probábamos las botas de Van Gogh imaginadas por Heidegger y hasta alcanzábamos a tocar con la mirada la barba de Whitman, inspiradora de la utopía democrática de Rorty. Las clases de la montanista eran inigualables.
Así escribía Tachi:
“Los antiplatonismos actuales tienen antecedentes tan antiguos como los platonismos. Surgen en importantes corrientes materialistas, sofistas y escépticas de la Grecia clásica, se apoderan del nominalismo tardío medieval y se extienden en el empirismo moderno, que aún predomina en el mundo anglosajón; se prolonga a lo largo del siglo XIX hasta Nietzsche y el historicismo, llegando a los pragmatistas norteamericanos. Estos movimientos comparten una actitud crítica ante la metafísica, y una actitud liberal en política. Cada uno de ellos hace referencia a una contingencia histórica que rebasa los esquemas de interpretación establecidos en la época y que se percibe como lo que escapa a las abstracciones y no puede ser contenido en categorías conceptuales”[1].
La concentración conceptual de este pasaje tiene algo de tráiler, es la precisa condensación de un argumento. Esas líneas sintetizan un temperamento filosófico que se habrá de combatir en todo el libro y al recorrer distintas épocas filosóficas; una clase de Tachi, o más bien un cuatrimestre escuchándola, consistía en desplegar ese argumento general en complejas uniones conceptuales que, según su contexto y sin perder de vista la relevancia que adquiría en su propia transformación histórica, postulaba una inquietud filosófica vigente. La erudición de Tachi no estaba disociada, como suele suceder con muchos eruditos del logos, de un clamor del presente. El diletantismo sofisticado de muchos académicos que saben todo de la historia de la filosofía o de un campo de saber específico al que le dedican su esfuerzo, pero sienten ajenos su propio tiempo y su propia condición de existencia, no aquejó jamás a Tachi. Pensar era para ella una experiencia radical.
He hablado sobre la montajista del logos como si ya no estuviera entre nosotros, como si Tachi estuviera eternamente habitando en un territorio poblado de fantasmas. Confesémoslo, se trató solamente de un recurso retórico y de una inconsciente fidelidad a mi propia experiencia. Por suerte, Tachi vive, sigue pensando y enseñando, pero como todo lo que he dicho pertenece a un pasado demasiado lejano en mi recuerdo, la rememoración tiene para mí un carácter espectral.
La última vez que vi a Tachi fue hace unos siete años, un día que pasé por la universidad buscando un aula para dictar una conferencia relacionada con el cine. Lucía espléndida y contenta. Estaba esperando a sus alumnos y leía el libro de un autor que me resultó desconocido; me explicó quién era y la razón de su interés; yo lo olvidé. El encuentro no duró más de cinco minutos, pero fue suficiente para revivir en ese breve lapso de tiempo la alegría infinita que me prodigaban sus clases. Me dio ganas de quedarme en el aula, pero no podía. Tampoco se lo dije.
Hace ya más de 14 años que dicto un seminario de cine todos los viernes del año. Lo poco que he podido aprender de filosofía suele filtrarse en mis caóticas disertaciones mientras hablo de Pedro Costa, Jean Renoir o John Ford. A veces consigo tomar distancia de mi propia exposición, como si me desdoblara y pudiera verme al frente de la clase. Al hacerlo he notado que existe una misteriosa forma de posesión anímica. Es que he sentido bajo ciertas circunstancias especiales que soy tomado espiritualmente por la montajista del logos, aquella hermosa mujer que me enseñó con su propio testimonio que la pregunta es la piedad del pensamiento y que la filosofía, como el cine, es una aventura en la otredad.
[1] Jugo Beltrán, M. C. La contingencia de la racionalidad en Richard Rorty. Crítica a la fundamentación racional de la solidaridad y la justicia social, Ediciones del ICALA, Río Cuarto, 2007, pp. 18-19.
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Bellísimo testimonio. Gracias por haberlo compartido y escrito tan dedicada mente.
Muchas gracias por sus palabras. R