
EL ENCUENTRO CON LA VERDAD
Tres escenarios: un hotel, una pequeña combi y una plaza de toros. Bastan tres espacios que no tienen ninguna otra función que la de cobijar al personaje principal, un joven torero temerario junto con su cuadrilla, hombres todos.
Cuando la escena es en el hotel lo único que se puede apreciar es la preparación de la vestimenta del torero. La combi suele ser el lugar del después. Si Andrés Roca Rey está ahí significa que ha sobrevivido una tarde más, otra más entre tantas, después de mirar de cerca y sentir la presencia a centímetros de una bestia colosal y majestuosa que en cada encuentro es mucho más que un animal. Es la criatura que le puede dar su muerte. El tercer escenario es prioritario e irremplazable. El territorio en sí en el que se dan cita un hombre y un toro, quienes siguen un conjunto de procedimientos que retoman un viejo ritual y una forma acaso pagana de religiosidad. En Tardes de soledad, la muerte no es una abstracción; es el contracampo fáctico de respirar y ser una criatura con conciencia.
Albert Serra debuta como documentalista, lo que no significa que Tardes de soledad constituya una singularidad absoluta respecto de sus películas precedentes. El gran cineasta catalán puede filmar las peripecias del Quijote, el llamado místico de los Reyes Magos, el encuentro tenebroso entre Casanova y Drácula, los últimos días en la Tierra de un rey francés decadente y una enigmática conspiración política en la Polinesia, pero todas tendrán la marca de su gesto artístico: precisión de ritmo, distancia consciente y cambiante respecto de los personajes y un laborioso aura de misterio sobre una experiencia trascendente pero nunca solemne, que no se deja reconocer de inmediato. Cada película es en sí un acontecimiento, porque ninguna pacta con las leyes diarias que sostienen el funcionamiento mecánico del mundo. Serra siempre está en silenciosa contienda con la generalidad, con todo aquello que somete la expresión de lo singular a un rol, una función o un estereotipo.
En Tardes de soledad la puesta en escena exige una concentración inusual. Se revela un rito y con él una época y asimismo un arcano ineludible al que nadie sabe responder con total certeza: la razón de una vida, la sinrazón de una muerte. Los increíbles movimientos del torero, los distintos toros que nunca se comportan del mismo modo y mueren de igual forma, el vocabulario de la cuadrilla para hablar sobre lo que viven en el momento del rito, los colores de las vestimentas, los silencios y la relación afectiva de ese equipo masculino, paradójicamente no reducido a un machismo tosco, cuyos integrantes asumen en la tarde la soledad, son la recompensa que se prodiga al espectador de una experiencia límite.
Es que Tardes de soledad no es una película entre otras. Es una de las grandes películas de la historia del cine, aunque se haya estrenado en septiembre de 2024 en San Sebastián.
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Roger Koza: En principio, hay una novedad, algo que le resultaba ajeno: la condición documental. Su trabajo estaba signado por una poética específica ceñida a la ficción. Tardes de soledad añade algo nuevo a su obra.
Albert Serra: Así es, se trata de un documental puro y duro. Por algo muy simple: no tuve absolutamente ninguna intervención con los actores. Todo lo que estaba delante de la cámara no era susceptible de ninguna manipulación, incluyendo, no del todo, el control de la puesta en escena. Así con los tres sitios que definen las escenas en la película. El hotel, por ejemplo: no conocíamos a nadie. Entrábamos sigilosamente con el minúsculo equipo y situábamos dos cámaras mientras el torero se estaba cambiando sin cruzar palabra con ninguno de sus asistentes. Un gesto de él o sus ayudantes indicaba que era suficiente lo filmado y nos íbamos. Todo lo que se filmaba en la camioneta, en la que se traslada el torero y su equipo, es registrado por una cámara sin operador. Trabajamos previamente sobre la luz, algo artificiosa y enrarecida, en función de acentuar algo misterioso y galáctico, pero la cámara no tenía nadie detrás. Y en la plaza de toros pasa algo similar. Ahí, sí, hubo un trabajo de puesta progresivo. Estábamos intentando filmar lo que teníamos que encontrar. Íbamos comprendiendo el registro, los ángulos de encuadres, aquello que debía verse o no. Al rodar durante un año y medio, siguiendo al torero, íbamos entendiendo. Es la primera vez que vi imágenes de mi película antes de acabar el rodaje. Nunca lo había hecho antes. Hay distintas definiciones de documental, pero es evidente que Tardes de soledad pertenece a esa condición. El procedimiento general con el que trabajamos confirma que lo es.
Hemos hablado en otras ocasiones sobre su método de trabajo en el registro de la ficción. La presión es una categoría operativa. Los actores son llevados a una situación límite y extenuante; nunca saben qué están haciendo y qué organiza los actos que ejecutan. Gracias a eso se produce un efecto de verdad. En este caso, eso ya sucede en el punto de partida. El torero y su cuadrilla ya forman parte de una experiencia de lo imprevisto. ¿En qué benefició esto a su método de trabajo?
Confirmó lo que acabas de explicar muy bien. Presión quiere decir energía, energía implica intensidad en las imágenes, La presión proviene de una índole artística que sienten los actores, un poco debido al proyecto en el que participan y por el hecho de saber que son los responsables, sumado a una modalidad de incomunicación que yo pongo en juego. Tales condiciones resultan beneficiosas para mis películas. La ausencia de recursos clásicos los sitúa ante un reto. Los intérpretes cobran mucho, por eso está bien que vivan esa incomodidad. Solamente así surge algo impensado. En cambio, acá, la presión de lo real es tan acuciante y evidente que ni siquiera la intensidad es irregular. La intensidad es una constante, a diferencia de la ficción, que depende de cómo ejerzo presión. El miedo a morir es presión en sí. Sobre ese imperativo se añade otra presión de naturaleza artística, no por la película, sino por lo que refiere al público de la plaza que asiste a un espectáculo artístico. En Tardes de soledad se puede constatar cómo el torero disputa con el público; si, eventualmente, se desconcentra, el toro lo hiere, como pasa en momento. En algunas plazas, el público lo trata distinto, a veces porque creen que el torero ostenta un exceso de valor. Algo curioso, debido a que en la tauromaquia una disposición así es esencial. La mayoría de los toreros admiran a Pablo Roca Rey, pero su inusual exhibicionismo en el escenario provoca reacciones distintas. Esa presión es artística y suma algo a la película.
Lo que debe haber sido un hallazgo, y en esto hay que insistir en su habitual inteligencia para sacar provecho de los pequeños avances técnicos, es que el registro del sonido permite incorporar lo que dicen el torero y su equipo en pleno momento de confrontación con el toro, algo inaccesible de otro modo. Lo que dicen importan tanto como el modo en que se expresan. Una tradición lingüística asoma inesperadamente en esos diálogos.
Le da una calidad artística a la película y una originalidad diáfana, porque emerge así una poesía popular. Es casi una experiencia perdida, ya que lo popular hoy no reviste ninguna dimensión poética. Los medios de comunicación de masas han alterado esa habla popular, tienden a estandarizar al idioma. La literatura española de fines del siglo XIX y principios del XX, excepto la más formalista, se nutre de este pintoresquismo. Esa singularidad expresiva de lo popular, por la que muchos poetas de ese período sentían admiración, es parte de la experiencia popular. Es el decir de estas almas únicas e inimitables. Lo que dicen el torero y sus acompañantes restituye frente a cámara un uso del español. Genéticamente, quizás, han conservado ese sonido de la lengua y sus fraseos. No sé, nunca los vi mirando un celular, y pasé mucho tiempo con ellos. Van por el mundo de otro modo.
Es cierto. También tienen otro semblante.
Lucen más viejos de lo que son. Cuando los filmaba pensaba que todos ellos tenían mi edad o incluso más, pero luego me daba cuenta de que tenían diez años menos; no me refiero al torero principal, sino a quienes lo acompañan. Al observar a los otros toreros y cuadrillas, constaté esa misma percepción. Todos parecen tener más edad de la que tienen. Es probable que la tensión a la que están sometidos los envejezca. Los rasgos de la cara se van contrastando y la tensión delinea un gesto. Por eso es tan impactante el propio rostro de Roca Rey. Todavía no ha sido del todo modificado expresivamente por este proceso y su semblante tiene algo de un ángel. Una expresión angelical que se combina con la dureza y el deterioro, un rostro curtido y por eso mismo paradójico. Su actitud es muy madura. Me refiero a la expresión física de él en el momento de ejecutar su arte. Pero él, curiosamente, no es quien representa esa poesía pretérita, son más los otros, los miembros de su cuadrilla. Tal vez porque Roca Rey es descendiente de peruanos, porque en él esa tradición no habla. Esa habla que tiene lugar en Tardes de soledad, el don que reviven esos hombres está en sintonía con el léxico de Lorca, Alberti, Valle-Inclán, Machado, Corpus Barga, Agustín de Foxá, escritores que hicieron novelas a partir de crónicas de lo que pasaba en la ciudad, a principios del siglo XX.
Justamente en esa vida inesperada de la lengua y la experiencia que la precede, Tardes de soledad encuentra su retórica, notable en el empleo de la palabra “verdad” o en esa especie de aforismos escritos en el aire por la oralidad de los miembros de la cuadrilla, como cuando se afirma, una y otra vez, que “la vida no vale nada”.
En un primer momento quería que el título de la película fuera “La vida no vale nada”. En el español se siente la ambivalencia del sentido, pero no en otros idiomas. No en francés, tampoco en inglés. Lo que sucede con el español es otra cosa: porque la vida en sí no vale nada hay que despreciarla, jugársela en algo, enfrentarla con bravura y por esa razón invertir su disvalor. El honor y el fanatismo español tienen que ver con eso. En esto reside la fuerza filosófica de la película. Despreciar la vida, porque es la única forma de hacer algo interesante. No aceptar el valor de la conservación de la vida, sino al revés, tomar conciencia de que hay que hacer algo importante con la vida en sí, y entonces, por esa razón, la vida deja de no valer nada. “Ese es el precio”, dice su acompañante en la jornada en la que el toro le ha alcanzado con sus cuernos al torero. Hay una consecuencia a aceptar por esa toma de conciencia, un riesgo que asumir, porque es cierto que la vida se puede perder. Esa es la paradoja, y no es una mera declaración. El valor no es algo intrínseco o dado. Hay que gestionar el valor de una vida. Es un ejercicio activo al alcance de todos.
Esto explica un poco un procedimiento estético en la puesta de escena que tiende a la abstracción, como si fuera un requerimiento necesario para poder captar la verdad de esa experiencia límite. La escala de los planos depura la experiencia, una forma de filmar capaz de hacer visible la concentración del torero y del propio animal. Las reacciones del público casi permanecen en fuera de campo
Esto tiene dos motivos. Había que hacer una película conceptual para que lo folclórico no fagocitara las escenas. Había que conjurar lo sociológico e incluso lo político, pues en España la tauromaquia está asociado a la derecha. Este elemento feo, acaso banal, había que eliminarlo. Lo folclórico, en todo caso, está en la indumentaria, en todo aquello que envuelve el ritual. Eso era suficiente, porque en otra proporción podía poner en riesgo el aura artística. No se trataba de hacer un reportaje sobre la tauromaquia. De lo que se trataba era de tocar su corazón. La segunda razón se debe a un aprendizaje progresivo en el registro. Algunos aficionados del toro dicen que no les gusta la película porque no se aprecia lo suficientemente la interacción típica del toro y el torero. No se puede hacer coexistir la intensidad de lo que pasa ante la inminencia de la muerte y la lógica del espectáculo. Parecería que lo lógico sería trabajar con planos abiertos, y poder seguir de ese modo la interacción del toro y el torero, pero ese registro no transmite ninguna sensación física. Puede entusiasmar a los entendidos, pero no alcanza a la esencia de lo que ahí está en juego. El enfrentamiento del toro y el torero, la dominación, la misteriosa expresión sensual que se precipita en el peligroso encuentro corporal en el que se disputa un poder, en todo eso se anuda lo que es la tauromaquia en sí. Esa confrontación se adorna con el ritual, la suerte, la expresividad de cada torero. Percibir ese corazón y filmarlo no es sencillo. En la plaza se siente, pero el reto es cómo filmarlo. Fácilmente, puede pasar que la imagen no retenga eso. Las imágenes en YouTube son suficientes para ver el espectáculo de las corridas.
Supongo que debe haber visto muchas películas precedentes sobre el tema.
Sí, las había visto antes, pero no las recuperé. No me gusta ver antes de filmar, porque te influencias mal. Solo miro películas en relación con el tema que tengo que filmar si ya sé que son muy malas, porque reconoces abiertamente lo que no hay que hacer. Había visto, tiempo atrás, El momento de la verdad, de Francesco Rosi, la cual es un poco esquemática, porque para que no lo sea se debe hacer un documental. Esta también la de Carlos Velo, Torero (1956), que tiene algo más incisivo a nivel psicológico. Tiene algunos planos en los que se ve más de cerca el dilema. Pero no volví a ver ninguna de las dos. Ahora sí quiero volver a verlas. En un tiempo tengo que presentar la de Velo. Antes de Pacifiction, por ejemplo, no volví a ver Apocalypse Now, que sí había visto décadas atrás. No creo que haya ninguna buena que retrate la experiencia, en especial porque no había condiciones técnicas para hacerlo. Sin digital y sin sonido, no se puede. El clisé y las tonterías se imponían.
¿En qué sentido no se puede?
Es que lo que hemos filmado no se puede simular y reproducir. No todo resiste a la representación en el cine, pero esto sí, porque los elementos que son indispensables de la experiencia son dos y son precisos: el toro peligroso y la presión del público en las grandes plazas. Un festejo organizado para el cine nunca tendrá la misma cualidad que el festejo real. Al torero no se le puede dirigir y pedir que repita un gesto. Porque la esencia de lo que se filma está en el azar. El azar combinado con la presión artística. Toda simulación es vana. Lo único que se puede hacer es intuir el mejor modo de registro y emplear con inteligencia los recursos para captar la mejor imagen y el mejor sonido posibles. Y como me siento un experto en el montaje digital, sobre lo filmado puedo comprender muy bien qué es lo esencial de lo que hemos recogido por casi 1000 horas de filmación.
Sobre esto me gustaría que nos detengamos. Por un lado, está el azar. Eso obliga a prepararse para acopiar todo lo que pueda ser orgánico a la película que proviene de lo imprevisto, pero el montaje es exactamente intervenir en el azar. ¿Cómo se trabaja sobre el montaje en una película de esta naturaleza?
Es un trabajo de análisis de las imágenes. Identificar primero los rasgos fuertes y débiles de cada imagen e interrogarse por su razón en cada caso. Antes de combinar cada plano y buscar una reverberación de un plano con otro, hay que analizar cada plano en sí. Esto determina todo. Yo trabajo durante ese período de montaje con mi director de fotografía, Arturo Tort, alguien que se ha formado conmigo y que había trabajado hasta ahora solamente en mis películas (aunque ahora viene de hacerlo con Björk y Lav Diaz). Hoy más que nunca, por lo que implica el digital, es incomprensible que un director de fotografía no trabaje junto con el director en el montaje. Es tan sutil lo que se capta, al menos con mi sistema de registro en el que se emplean tres cámaras para cada escena. Acá, por ser un documental había algunos cambios, pero no se alejaba de mi forma de trabajo y poética habituales. Por otro lado, suelo trabajar con tres operadores de cámara que no expresan algo homogéneo. Prefiero una aproximación distinta a lo que filman. Eso añade una riqueza a las imágenes. Por eso elijo tener tres operadores así: uno que entiende exactamente lo que yo necesito; otro que entiende a medias y un tercero que no entiende absolutamente nada. Pero uno de ellos es el director de fotografía. Si él no es capaz de trabajar en el montaje, no puede crear una imagen, porque no es capaz de entenderla.
Fin de la primera parte
*Publicado en otra versión por Revista Ñ en el mes de abril.
Roger Koza / Copyleft 2025




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