
FIDMARSEILLE 36 (2025): NUESTRA MÚSICA
Las noticias que llegaban desde Marsella tenían el tono de la época: no se respira bien, el sol luce pálido como en las pretéritas películas de Vietnam, los caminos para llegar a la ciudad más sureña de Francia están cerrados. En el aeropuerto de Barajas, la información sobre los vuelos a la ciudad francesa era intermitente e imprecisa. Pasados los controles, no había a quién preguntar. La fe del viajero consistía en encomendarse a las pantallas del aeropuerto. En casos así, la esperanza del viajero se circunscribe a leer “última llamada”.
Los incendios impresionan, no importa la geografía; parecen inextinguibles y evocan angustias atávicas; sin embargo, en algún momento la intensidad apocalíptica que transmiten culmina. En zonas marítimas, el viento es un factor determinante; tiene consecuencias favorables y desfavorables. Algo evidente unas horas después: las partículas de cenizas son más volátiles y el ubicuo olor a madera carbonizada no existe. En Marsella, los asmáticos, seguramente, agradecen. Así comenzó la trigésima sexta edición del Festival Internacional de Cine de Marsella: un incendio signaba la ciudad. Figura simbólicamente pertinente para cualquier festival de cine que no le dé la espalda al presente. El mundo arde.
Un ironista de buen corazón sugirió que el artífice de los incendios fue Radu Jude. Al cineasta rumano, el más godardiano de los actuales, porque no lo venera, sino que emplea con la irreverencia necesaria los signos y métodos del maestro, se le dedica una retrospectiva. Dada la cantidad de películas en su haber, aquella no puede ser completa, pero las elegidas permiten comprender quién es el cineasta. A Jude no se le escapa que el mundo arde; tampoco que el malestar de hoy no puede ser visto como ahistórico. Sus películas tienden hábilmente a la genealogía. La vida de hoy acarrea el pasado, el siglo XX pervive en el XXI.
La selección del festival ofrece una oportunidad para revisar las primeras películas de Jude. En sus inicios, otros nombres rumanos, que luego no estuvieron a la altura de las expectativas que despertaron en sus respectivas carreras, silenciaron indirectamente el primer período de quien concibió No esperes demasiados del fin del mundo, de seguro una de las películas más importante de los últimos años. En las venideras entregas sobre esta última edición del festival se dirá algo respecto de ese primer momento en la carrera de Radu Jude.
Quienes deciden la programación del FID eligieron otro foco en consonancia con el de Radu Jude: el destinado a los cineastas chilenos José Luis Sepúlveda y Carolina Adriazola, pareja artística iconoclasta, cuya sensibilidad plebeya siempre ha sido heteróclita en el ecosistema cinematográfico del país transandino.
Otro anuncio: en los siete despachos marselleses se intentará analizar la importancia misma que tiene hoy la existencia de un festival como este. Un adelanto: es uno de los pocos festivales que tienen sus fronteras abiertas. Los responsables buscan, viajan y se desmarcan de los imperativos que definen la circulación de películas. Cierto cine ausente en los festivales de hoy todavía se proyecta en el festival veraniego. La retrospectiva de Sepúlveda y Adriazola es una evidencia. Muchas películas de la competencia también lo prueban.
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Escribe Hermann Broch en Huguenau o el realismo:
“En la sublevación de lo irracional, que borra el Yo y atraviesa sus límites, aboliendo el tiempo y la distancia, en el huracán de lo gélido, en la tormenta del derrumbamiento, todas las puertas se abren brutalmente, se hunden los cimientos de la cárcel, y de las densas tinieblas del mundo, de nuestras más amargas y densas tinieblas, una llamada llega al desamparado, suena la voz que une lo que fue con lo que todavía ha de ser, la soledad con todas las soledades, y no es la voz del miedo ni la llamada del Juicio; suena tímidamente en el silencio del Logos, pese a tener en él su soporte, alzándose por encima del ruido de la no existencia: es la voz del hombre y de los pueblos, la voz del consuelo y de la esperanza, la voz de la bondad inmediata: ‘¡No te hagas mal alguno, que todos estamos aquí!’”.
La extensa cita de uno de los tres libros de la así llamada “Trilogía de los sonámbulos” matiza algo que compartían las cuatro películas del primer día, títulos que en nada se parecen, pero sintonizan con una nota lúgubre que proviene del mundo. ¿Qué tienen en común una meditación sobre el viaje de semillas de árboles y frutas en el siglo XIX de Latinoamérica a Europa con la actualidad de un cantante portugués de rap que acaba de salir de la cárcel? ¿Y las ya nombradas con un relato a una joven que escribe un diario para atenuar su soledad? El párrafo precedente de Broch expresa lo que no se dice en ninguna de las películas, pero es el contrapunto espiritual disperso que a veces sobrevuela en todas. ¿De qué tratan? ¿Cómo se titulan?
Primera película, Estados generales. Su título promete una inmersión política en el corazón de la república (francesa) o también una evaluación holística e impiadosa de la crítica de cine en tiempos inestables. ¿Qué habrá proyectado la audiencia vernácula sobre la película de un desconocido director peruano que reside en España? En principio, los primeros cuarenta minutos de Estados generales se centran en la clasificación de semillas y en cómo filmarlas. Los planos detalles son fabulosos e ingeniosos. Las semillas, como todo lo que se puede observar en una escala ajena al ojo orgánico, resultan, a través del lente de Mauricio Freyre, un inmenso territorio rugoso ideal para emprender una expedición microscópica a la materia. ¿Es solo esto?
La película empieza con un beso filmado en primerísimo plano. No es una cuestión menor. Si hay algo que hace tiempo se filma sin el menor esmero es el beso. Estados generales vindica esa acción erótica y afectiva como un acto no menos esplendoroso que cualquier flor del virreinato. Película de besos, semillas y flores, pero no solamente. Una flor del virreinato es algo más que una flor. Un clavel, un álamo, tienen historia. Sobre esta inquietud, Estados generaleslanza una tesis de lectura: la historia nunca es total, es historia para alguien. ¿Es entonces una historia parcial de las semillas de especies que van de acá para allá?
Los besos de las chicas del inicio tienen como escenario el Jardín Botánico de Madrid. Una institución semejante no parece inscribir su propia historia en una historia política, pero es exactamente esto lo que le interesa a Freyre. Las diminutas semillas no llegan desde el Valle de Chincha por la obstinación de una garza blanca grande que llegó a Europa por gracia del viento. Entre las tantas prácticas de los conquistadores, la de reunir muestras de plantas y acopiar semillas diversas incidió en la asombrosa abundancia de especies exóticas que pueden apreciarse en los jardines botánicos europeos. El meticuloso registro de distintas áreas exteriores e interiores del botánico de Madrid puede deslumbrar por su pulcritud ecológica y la eficiencia institucional manifiesta que procura el bienestar estético de las plantas, hasta que la dignidad investida por el quehacer científico encuentra su contraste en los escombros de varios edificios pretéritos del Valle de Chincha, en donde el contrapunto elegido asalta al desprevenido incapaz de establecer una relación entre el fuera de campo de la ciencia europea y la debilidad económica y estructural de un país como Perú. Lentamente, Estados generales despliega veneno en sus imágenes hermosas. Detrás de todo lo que reluce existe una racionalidad. El uso extractivista de la tierra es concomitante a los jardines europeos.
Los señalamientos críticos de Estados generales prescinden de un discurso directo, más allá de que en el final alguien susurra la inexistencia de la objetividad científica y la implicancia del interés en todo procedimiento observacional ante la realidad. Cuando Freyre se detiene en la producción en serie de mandarinas en Perú, no repara solamente en el estado general de las semillas en el presente que llevan nombres propios y remiten a quienes han alterado la constitución genética. Las semillas ahora son insumos de la horticultura global. Todo es mercancía. En este sentido, la mandarina vista como mera mercancía es el correlato dialéctico de las pretéritas semillas que llegaron a ser lo que fueron debido a la azarosa labor de la evolución. Hay también una historia del trabajo con las semillas porque hay alguien que las vierte en la tierra. El trabajo de las mujeres en la cosecha del cítrico es registrado con el rigor artístico que se necesita y con el oído político que se precisa. Hay lugar para escuchar los sueños de las obreras de la tierra y atender a la expresión de sus sacrificios.
Freyre dice no venir del cine. Su biografía estética puede ser tomada en cuenta, pero es irrelevante ante la eficacia de varias secuencias que son ostensibles por su elocuencia formal. En Estados generales el chorro de agua de una manguera luce como un acontecimiento pictórico de primer orden, al igual que las partículas dispersas del líquido con el que se fumigan las plantaciones. La materia orgánica y sus pliegues insólitos en las superficies de las plantas adquieren una condición estética porque existe una composición obsesiva para hacer táctil la materia filmada. La sensibilidad que precede a la toma es indesmentible. En todo esto, Freyre, el que dice no pertenecer al mundo del cine, reanuda justamente una doctrina practicada por los primeros aventureros del cinematógrafo. La cámara no es otra cosa que un instrumento de indagación de todo lo circundante. Freyre dice no venir del cine, pero su película lo contradice.
El racismo no requiere de una ideología científica para existir y ejercerse, pero ciertas lecturas capciosas de las ciencias biológicas del siglo XIX dispusieron nuevos conceptos para afianzar el delirio de la supremacía de una raza. En aquel momento, se inventó un nuevo vocabulario para justificar científicamente el desprecio de un grupo por otro. Basta emplear la razón con honestidad para de inmediato comprender que la superioridad asociada al color de piel tiene la misma fuerza epistémica que la consideración del planeta como una superficie plana.
Complô, de João Miller Guerra, empieza como si se tratara de una película combativa y programática sobre el racismo en Portugal. La muerte del actor Bruno Candé Marques constituye un símbolo del odio racial en el país de los mejores cineastas del presente y los grandes poetas del pasado. El asesinato de uno de los miembros de la compañía teatral Casa Conveniente es un punto de inflexión sobre el tema. Una manifestación pública contra el racismo de Estado en plena pandemia de COVID, posterior al denostable hecho sucedido en 2020, parece ser el punto de partida para incursionar en la vida de la víctima y en los prejuicios que perviven en la sociedad lusitana y en la estructura del Estado portugués. La película toma un desvío, aunque aquello subyace como fondo de todo.
Complô es un retrato preciso de un músico de rap: Bruno, más conocido como Ghoya, acaba de salir de la cárcel e intenta retomar su carrera musical en ciernes y su busca de una vida decente. Guerra traza dos líneas tenues que abandona de inmediato: algo se llega a saber de la situación familiar del músico; algún indicio mínimo puede sugerir los motivos de su condena cumplida, pero el interés es otro: el presente y el futuro del artista. Lo que importa es seguirlo en su trabajo, en su vida cotidiana, advertir desde esa restricción y recorte del retrato cómo su paso por la prisión lo afecta y qué relación tiene ese episodio con la situación social aludida al principio.
En las letras y rimas de Ghoya la injusticia y la postergación social están presentes, igual que el deseo de prosperar y amar, pero la retórica de Complô se erige en algo más contundente: la mirada del protagonista. La cámara de Guerra es sensible a una vasta gama de signos que el rostro y los ojos del protagonista expresan sin ninguna mediación lingüística. La literalidad precisa de su lírica es elocuente, pero ese hombre, filmado en su vida doméstica y creativa, lleva en su cuerpo entero una memoria que las canciones recogen con ingenio, pero que frente a cámara alcanza un espesor que el cine puede asir cuando la verdad asiste a la escena. La mirada de Ghoya canta mil canciones al unísono. En él están todos los que fueron humillados por el color de la piel.
Preciosos son los pasajes en los que el músico compone sus rimas: el placer de hallar una palabra y el entusiasmo de encontrarse con un tema terminado impregnan el plano. Son pequeños momentos de gracia del retrato. Preciosos son los planos del patio de la casa del cantante y algunos otros planos generales finales de los suburbios de Lisboa, vistos desde la lejanía. Esos planos son las rimas de Guerra, la plástica de un artista que acompaña a otro.
He aquí una revelación. Pasó, hasta ahora, un poco desapercibida. La película se llama Fantasie; la dirige Isabel Pagliai y, lo que es todavía más importante, tiene como protagonista a Louise. Hoy una joven desconocida; mañana, si el cine es justo, un rostro que debería volver una y otra vez a la pantalla, una de esas criaturas que le devuelve al cine su misterio. Lo que sucede en la última secuencia, donde la actriz ríe frente a cámara, en dos ocasiones, con una breve intersección, es un instante en que lo inmundo del mundo se conjura. Escena en la que resplandece la verdad del cine.
Fantasie se ciñe a un libro de notas. Ese cuaderno es lo primero que se ve. Un plano cerrado del libro sobre una mesa, iluminado por una luz tenue, es el punto de inicio. Después, otro plano, ahora más abierto, donde se puede ver a un desconocido leyendo las notas del cuaderno. Fue escrito por una joven. ¿Vive? ¿Se ha quitado la vida? Son textos confesionales, tan descriptivos como conjeturales, en los que se habla con la contundencia necesaria que garantiza la intimidad y la idea de que lo que ahí se dice no es para nadie ms que uno mismo. Todo se puede verter en el papel: la percepción que se tiene de los padres, del amor, de los placeres corporales, del propio cuerpo, de lo que sea. La conciencia se hace palabra.
En cierto momento, los pasajes leídos se convierten en la propia película, pero la palabra “fantasía” tiene acá una función operativa. Es el momento en que la relación directa entre lectura y representación se sustituye por algo novedoso que consiste en que la fantasía en sí ha subordinado enteramente la lógica del relato. Quien leía puede tomar el lugar de la mujer o ser un personaje de los descriptos en un pasaje. El texto cobra vida y se apodera de la película.
Fantasie tiene algo del cine de Damien Manivel; una cinefilia menor, menos obediente frente a la tradición, y dispuesta a moverse por otros caminos de un cine francés que luce exangüe desde hace años. Sobre esta película hay que volver. Es un hallazgo del festival.
Roger Koza / Copyleft 2025





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