CRIATURAS INFAMES

CRIATURAS INFAMES

por - Ensayos
06 Sep, 2015 07:10 | comentarios
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Moloch

Por Roger Koza

“La vida es injusta”, decía Scar en el inicio de El rey león (1994), una película para niños desprovista de inocencia y articulada en una filosofía sospechosa que insinuaba que todos nosotros participamos secreta e inconscientemente en el gran ciclo de la vida. Filosofía pueril y narcótica: morimos y renacemos -se nos dice- en un perpetuo reciclaje ontológico. No importa cómo termina una vida cualquiera, todo sigue. De ese modo poco fulgurante se postula que los seres vivientes constituyen una entidad mayor, una plusvalía que se extrae de cada criatura viviente que contribuye en su extinción con una dosis vital a un difuso todo informe.

En la versión en inglés del film animado, Jeremy Irons cedía su voz para que el león darwinista con gustos políticos aristócratas expresara su punto de vista –el cual habría de ser contrastado y compensado más tarde por el hedonismo ramplón enunciado en la canción Hakuna matata–, en consonancia perfecta con el espiritualismo esotérico ya aludido que el film de Roger Allers y Rob Minkoff postulaba como su máxima contribución simbólica para los niños. El adoctrinamiento animado no es un fenómeno nuevo, simplemente hay que tener buen oído para detectar los artículos de fe en las aventuras que llegan desde Disney. De todos modos, lo que importa aquí es por qué se elige a Irons para otorgarle al león su propia voz. El acento es un acento: Irons y su inglés británico afectado, remarcada sonoridad shakesperiana propia de paladines de una realeza anacrónica, tenía el encanto perverso que en el cine suelen ostentar los malvados.

La máxima expresión de ese paradigma en el que el mal es casi un atributo del lúcido es la del caníbal interpretado por Anthony Hopkins en El silencio de los inocentes (1991), de Jonathan Demme. He aquí una figura del mal venerada en nuestro tiempo, acaso su representante dilecto: Lecter es aquel hombre brillante que ha perdido la inhibición impuesta por la moral y puede entonces pensar en un más allá de ésta. Utopía perversa: pensar y actuar en un desconocido circuito simbólico liberado de toda normativa permitiría leer sin ambages el alma de los hombres pletórica de debilidades y deseos inconfesables. Es lo que Lecter representa: capaz de dar rienda suelta a sus impulsos y múltiples caprichos, goza sin ver en el otro un límite para sus deseos. Sin duda, se trata de una antropología quimérica pero en consonancia con un canibalismo simbólico y económico reconocible, pues si Lecter es un presunto psiquiatra genial, su configuración psíquica concuerda mucho mejor con la de los líderes de Wall Street. Aquí se puede entrever un sentido patológico velado de nuestra admiración paradójica por los psicópatas: la suspensión del repudio inmediato de sus respectivas existencias ficcionales se explica por la eficacia de una forma de representación en la que se reconoce un tipo sociológico de nuestro tiempo.

Las formas de la maldad en el cine son muchas y siempre encuentran su expresión. El mal absoluto, una fascinación de época, a veces se identifica con una fuerza diabólica. Puede encarnarse incluso en la naturaleza, más precisamente en un exceso que surge de ésta. Véase el tiburón de Spielberg que amenazaba a los turistas más allá de su apetito, entidad acuática capaz de concebir estrategias de ataque y merodear alrededor de un barco con fines ajenos a la satisfacción dietética. En el fondo, ese tiburón gigantesco canalizaba un motivo conocido. Era una suerte de variación y apropiación pop de Moby Dick, fuerza marítima que sintonizaba indirectamente con fuerzas metafísicas. Aún hoy, al menos para los espectadores de ese gran film de Spielberg que vimos cuando éramos niños, cada vez que entramos al mar revive la película. Para la memoria emotiva del espectador de Tiburón (1975), el mar tiene siempre un plus de terror. El océano alberga criaturas malignas.

El mal absoluto puede ser un hombre. Hitler, por ejemplo. ¿Qué versión elegir entre las tantas que ha dado el cine? Está su versión sarcástica, su doble cómico y cognitivamente inservible, al que se le retuerce el sentido de sus palabras en ruidos molestos que nada dicen, aunque mantienen la eficacia simbólica que atemoriza a sus dóciles receptores. Es el Hitler ridículo de Chaplin, al que en plena guerra el director decide atacar a golpes de parodia. En El gran dictador (1940), el cine deviene en arma: socavar humorísticamente al fascismo, ése es el objetivo último. Tal vez no se gane una guerra con esta táctica de inteligencia, pero a largo plazo debe considerársela como una forma de prevención de la lógica bélica.

Veamos otra versión, el Hitler de La caída (2004), esa especie de Hitler para todos que previene la discordia interpretativa. Se trata del militar enfurecido y conocido por sus gestos toscos, proclive al paroxismo emocional. A este Hitler le llegó una parodia tardía e inesperada. Le valió una y otra vez una reapropiación extradiegética de su semblante, un uso lúdico para imponerle en su encarnación cualquier motivo de indignación deportiva históricamente irrelevante. Una y otra vez la secuencia en la que el mandatario pierde los estribos se viraliza en la web con fines humorísticos. Este uso satírico ocasional indica la débil representación del infame dictador en La caída. No se trata de un mal trabajo de Bruno Ganz, quien meticulosamente intenta hallar un adecuado lenguaje corporal para transmitir la furia del Führer y su violencia contenida. Ganz cree descubrir en las manos de Hitler un síntoma conductual de su desprecio y misantropía. Pero lo siniestro de ese film y la composición del actor reside en ver que él, Bruno Ganz, es el mismo intérprete de Las alas del deseo (1987). ¿Cómo puede ser que quien fuera un ángel benevolente acabe como agente del mal absoluto?

Tal vez el Hitler más intratable y despreciable es el de Aleksandr Sokurov en Moloch (1999). En esta ocasión, la personificación física es como cualquier otra. El bigote asoma como siempre y la raya al costado de la cabellera se percibe con toda nitidez. Pero la fórmula de Sokurov excede la mímesis; más bien consiste en destruir el prestigio del líder nazi a partir de juntar situaciones cotidianas en donde despunta sistemáticamente la banalidad de su conducta y su absoluta mediocridad, dos atributos que nunca deberían disociarse del ejercicio del poder. El Hitler de Sokurov emerge así como un imbécil. Cuando se baña y se alimenta, cuando baila y juega con sus amigos, cuando mira los noticieros cinematográficos en donde se ve reflejado o simplemente cuando se relaja durante un fin de semana en su cabaña en la montaña, su maldad brilla en todo su esplendor y el contexto lo festeja y legitima. La maldad es aquí casi una forma de idiotez que cuenta misteriosamente con poder; un hombre infame puede erigirse como guía, de tal forma que las sociedades sean capaces de cualquier cosa.

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Francotirador

Entre las criaturas infames existe una particularmente notable. Es la del hombre común que por circunstancias imprevistas se va convirtiendo en una figura maligna. El presunto héroe de Francotirador (2014), de Clint Eastwood, es una de esas criaturas. En principio, se trata de un cowboy tejano, iniciado en el tiro por su padre y adoctrinado en una hermenéutica bíblica con consecuencias psicológicas y sociológicas. Como se sabe, en el film se hablará de perros, lobos y pastores que cuidan a los perros, tipos sociológicos simples de una rigidez conceptual propia de una cosmovisión reducida a una nación que sencillamente encarna el Bien y lo defiende de sus agresores.

A Chris Kyle, dice Eastwood en su prefacio, no le quedaba más alternativa que convertirse en un francotirador de los SEAL. De aquí que Eastwood empiece con una escena atroz: Kyle tiene en la mira a un niño y a una mujer iraquíes que aparentan estar a punto de cometer un atentado. ¿Les disparará? El falso raccord llevará a confundir el disparo sobre esos blancos, pero la escena ya es sin anunciarse un flashback: el pequeño Chris aprende con su padre a disparar y alcanza en esta ocasión a aniquilar a un animal del bosque. En la infancia sus víctimas eran animales salvajes, en su edad madura sus muertos serán salvajes con habla. Este procedimiento poético y narrativo intentará ser el puntapié de una genealogía esquemática del francotirador, el cual va pasando por distintas etapas de formación que lo preparan para el arte de matar.

Se dirá que Eastwood mantiene una cierta ambivalencia a lo largo del relato. Es posible que así sea en varios pasajes. Es evidente el remordimiento anticipado que surge en Kyle cuando sus blancos son inocentes. Frente a los rebeldes confirmados no hay duda: disparar es lo que corresponde. Es decir, el enemigo nunca es un otro legítimo con objetivos opuestos o diferentes, algo que Eastwood sí había concebido en su delicada Cartas desde Iwo Jima (2006). En Francotirador, ni en la consciencia de Kyle ni en el punto de vista que toma la película la indecisión de matar constituye una opción. Así, bastante rápido, Kyle se transformará en una leyenda viviente de la puntería; gracias al número de muertos que acumulará en Irak incrementará su popularidad entre los miembros de los pelotones.

Eastwood, en verdad, oscila constantemente entre retratar a un héroe bastante oscuro o a un psicópata en evolución cuya maldad se sublima patrióticamente bajo una racionalidad nacionalista y reaccionaria. Por un lado, el psiquismo de Kyle se deteriora paulatinamente. En efecto, por cada viaje a Irak, por cada muerto, la enajenación crece y el malestar aumenta. Los sonidos exteriores en su hogar o en el vecindario remiten a la batalla; Kyle mirando la televisión apagada mientras la guerra suena en su cabeza es la forma preferida por Eastwood para impugnar lo que sucede en las expediciones patrióticas del ejército estadounidense. También pondrá atención en otros daños colaterales: no faltará la inclusión de varias escenas en las que se ve a veteranos de guerra convertidos en lisiados o a soldados que expresan dudas respecto de las aventuras castrenses. ¿Concesiones de consciencia? Por otro lado, y al mismo tiempo, Eastwood cederá a la tentación de convalidar el sacrificio de los soldados, y en especial el de Kyle, racionalizándolo como una virtud heroica. En una de las escenas más ridículas de la película, Kyle se encuentra en un negocio de repuestos de automóviles con un exsoldado que ha perdido su pierna. La escena no admite dudas, a pesar de la incomodidad de Kyle frente al elogio del excombatiente. Cuando en el final de la secuencia éste se agache para decirle al hijo de Kyle que su padre es un verdadero héroe, el film confirmará, en ese instante, que ha prescindido de la indeterminación para pasar a construir deliberadamente su proselitismo. ¿Hacía falta, entonces, la inclusión del material de archivo en el que se observan las reacciones de la ciudadanía en las calles frente a la muerte concreta de Kyle? Doble misión cumplida: un hombre con cientos de víctimas en su haber deviene en héroe nacional mientras las acciones militares en Oriente dejan, por lo tanto, de resultar un asalto con fines espurios en nombre de la democracia. El cine instituye e imprime un mito, en las antípodas de la lucidez que Eastwood demostró en La conquista del honor (2006).

Eastwood tenía la oportunidad de desenmascarar al héroe bélico y emprender entonces una crítica de las condiciones históricas y políticas que llevan a un hombre a transmutar en una máquina de asesinar. Prefirió el mito, desoír al propio Kyle en su biografía publicada y proseguir con la superstición invencible acerca de la dignidad de los héroes en el campo de batalla. En vez de detectar la aparición de la infamia como un fenómeno excepcional por el cual un sujeto encarna involuntariamente la maldad de un proceso social determinado, Eastwood se plegó como artista y empalideció bastante, no siendo en esta oportunidad más que un remedo de sí mismo. Por un instante, acaso, él también fue un hombre infame. ¿Cómo describir, si no, a quien dirige un film de reclutamiento?

Este texto fue publicado en otra versión por la revista Quid en el mes de abril de 2015

Roger Koza / Copyleft 2015