VIAJEROS QUE HUYEN

VIAJEROS QUE HUYEN

por - Libros
19 Nov, 2019 04:00 | Sin comentarios
Una novela del mítico (crítico de cine) Ángel Faretta.

LOS AÑOS MÁS VELOCES

Hay –por cierto– autos: un Fiat mil cien (“cuando los demás a los que conocía apenas aspiraban al seiscientos o al imposible Citroën”). Hay un Torino azul recién salido de la fábrica avanzando “por la ruta casi desierta [“la hospitalaria superficie de la Panamericana”] ese mediodía de sábado a finales de ese mes de septiembre”. Hay un Jeep, un Fiat Spider rojo –con capota corrida y couple chic en closet–, un Mercedes gris y una coupé Fiat mil quinientos [desliz confesional: mi padre tenía una cuando vine al mundo]; hay también –léase: exterior noche en bajísima ASA– taxis Siam Di Tella por todas partes. Aquellos que tenían el mismo nombre, o mejor citado: “ese lugar llamado Instituto llevaba el mismo nombre que la marca de los automóviles empleados para la mayoría de los taxímetros que recorrían la ciudad” (y que por cierto: quedaba –no se preservarán en su tabernáculo los artículos de fe de la época– “en una galería donde también había un apéndice cultural de la embajada norteamericana y que daba pábulo a toda serie de consideraciones muy fáciles de elaborar”). Hay autos y taxis moviéndose, durante los años sesenta y comienzos de la década siguiente, por una ciudad –que lo termine de decir el contratapista, que es de los mejores– culta, sofisticada, insomne y esnob. (De esto último podrá postularse acaso una condición de posibilidad para el absurdo out of touch y la barbarie tradicionalista, así como un saludable –nunca medicamentoso– ejercicio de incorrección). Autos y taxis, por cierto, que se estacionan frente a El Moderno, en Paraguay casi Florida. (Nota mental: pedir un Vat 69 y un Destornillador para hablar de westernspor primera vez y después imaginar que fue todo exactamente así). O ya con percutido perfil geográfico: frente a Down Town Matías, ¿el primer irish pub? (Supongamos). Esto es: con sus paneles de madera, su barra de cobre, sus barriles con maníes, su cuello de cisne y su irlandés apócrifo. (Y por supuesto: paredes sin revocar). O bien –y a favor del montaje caminando ahora por Bacacay y la vías, más allá de la Plaza– en una fonda espectral de Flores. Donde todavía se conservan botellas de grappa Chisotti y el olor definitivo de ciertas infancias para nada clandestinas. Autos y taxis que se estacionan frente a La Cabaña Suiza, es decir: frente a la plaza Noruega (aquí pedir la bourguignonne y una fondue de queso) o bien frente a El Caballito Blanco, en la esquina de Las Heras y Billinghurst. En Fechoría (sobre la avenida Córdoba, con efervescencia de “partiquinos”) o ya en “ese bar estrecho, con asientos encontrados como los de un tren, que estaba justo frente al San Martín al lado del Hotel Columbia. Lugar siempre extraño […] adonde iban precisamente aquellos que esperaban el horario de alguna función teatral o cinematográfica del San Martín, y donde se juntaban a veces de manera muy contrastante las más atrabiliarias aves nocturnas con las parejas de clase media más remilgadas o incluso –y peor– con las de esa misma clase pero con veleidades progresistas y que ahí demostraban cómo sería el progreso al que aspiraban”. (El discurso del método). Julio se encontraba ahí, en ese bar donde “emanaba hasta de las paredes mismas un aire de depresiva melancolía, de cansancio de vivir y de fatiga por todo” [“donde a veces se entraba con la sensación de haber vuelto del pasado y otras con la de haber saltado hacia un futuro inhóspito e inhabitable”], con Álvarez Boero y con Montalvo, mientras hacían tiempo para la función –de mediodía– en la Lugones.

O sea: hay cines. El Arte y las trasnoches del auditorio Kraft. El Hindú y el Libertador, sobre Corrientes. Y cerca de Corrientes también, en una calle lateral pero en el Bajo, un “viejo cine con olor a acaroína y a lejía y a trapo de piso húmedo”. El Lorca: “largo, estrecho, parecido a un túnel y en forma de una parábola ascendente desde la última a la primera fila”. El Arizona sobre la calle Lavalle, “vuelto una cueva devalijeros” (“vagos surtidos indecisos entre la cinefilia y la perversión”). O la Sala Lugones, por cierto: cuando no era –¿época, la nuestra?– una reserva natural. Con Lana Turner pasándole el auricular a Dick Powell (o a Barry Sullivan: el final de Cautivos del mal) mientras las luces se encendían sobre el olor a talco o a desinfectante. “La boiserie a listones y la moquette que había pisado [Julio] miles de veces”. Y los pocos espectadores que habían asistido ahora mirándose “con los ojos que parecen abrirse tras un sueño prolongado y que ahora comprueban con timidez si el ocasional vecino ha tenido o sentido, si ha visto lo mismo que ellos”. [Mientras esa comprobación no sea positiva –se nos ocurre– nada todavía nunca, estará definitivamente perdido]. Además: el cine Fénix de Flores. “Donde había visto [Julio] su primera película” (El rata, Sam Fuller: Pickup on South Street) y asistían, ahora –Julio, Marta, Orsini, El Flaco– a un recital de algo autodenominado rock (muy lacio) que el narrador –siempre caminando capciosamente sobre los hombros de Julio– boludea. Están en 1967. En el vestíbulo: “largas melenas y ya no flequillos sino crenchas indias con rayas al medio y camisolas holgadas”. Muchas sandalias, algunas vinchas y pantalones prolijamente desteñidos a mano (tip: con lavandina y cepillos de alambre). O sea: hay fashion sense. (La historia de las modas es la historia de las angustias). Hay abrigos Lodens que desaparecen y retornan, y un Montgomery azul de presillas de cuero color chocolate. “El pelo cada vez más largo y los bigotes ahora enormes y renegridos”. Un enterito de denim. Un saco fumoir con solapas acolchadas. “Polleras no tan cortas ni cortísimas como la época exigía, sino con ese largo apenas por sobre las rodillas llamado évasée”. Una camisa color caqui con charreteras y mangas dobladas por encima de los codos. (Debajo del rostro de un joven rubión de bigotes y patillas profusas, de voz monótona y aire militar y amenazante). Un corsage bordado con canutillos y un largo un tanto exiguo [Marta] para el gusto de Julio. Sacos y polleras de barracán. Un traje azul de gabardina hecho a medida en Rhoder’s [Julio, ahora] con camisa celeste pastel y corbata libertyCamisas floreadas, colores estridentes, mucha bambula, un collar de cuero con piezas de cobre, una pulsera de plata y un reloj pulsera de malla muy gruesa [Julio asimismo: en la contorsión sincrónica que dotará de fatalidad a su escepticismo eufórico]. Hay una pila de abrigos al final de una fiesta de rodaje (de comienzo de rodaje): gamulanes, gamuzas, visones, paños italianos, perramus; cuando Jacques Arndt (¿un avatar lisérgico de Adolfo Stray?) dice: “el rodaje de un filme es siempre un pequeño carnaval” [“habrá… cambios súbitos de roles”]; y éstos, a su vez (porque hay un film soñado por todos que los hospeda en la intemperie) rompen una botella de champán contra el trípode de la cámara, “según le habían visto hacer a Luchino Visconti”.

O sea: hay cinefilia. Unas imágenes borrosas, “entre plateadas y de un peltre sin lustre”, de una película de Mario Soffici en la tele, que “reduplican” (¿que incitan?) el clima gris de una tarde de sábado. (Y esa derrota, siempre momentánea, de la Historia en manos de la Literatura; cuando la segunda consigue estrenar los residuos de la civilización en la irradiación del eros: Marta en bata, “contoneándose, gateando sobre la cama” para acercarse al televisor y cambiar de canal). O bien una película argentina todavía más vieja, en la misma tele, con “imágenes ya borrosas de calles y avenidas filmadas con encuadres en escorzo, automóviles a los que llamaban voiturettes [Pappo no será sino una ninfosis del tango] y una calle que parecía Córdoba”. Hay un par de turistas, en Roma, que toman un taxi hasta la Villa de Adriano respondiendo a un llamado de la especie: un peplum de Vittorio Cotafavi. Hay también una fiesta de estreno que deriva, hacia la madrugada, en espera mamada de los matutinos porteños (“esto lo aprendí del cine de Hollywood”) y un muchacho de bigotes, una tarde de calor, “vestido con una remera, pantalones de lino y sandalias”, que le apunta con un Fal a un rehén ocasional, haciéndolo bajar del auto como si ambos [“bajó lentamente y levantó los brazos porque la lógica de la secuencia –recordada seguramente por ambos– así lo exigía”] “hubieran visto las mismas películas”. (Después el raccord los reconciliará en el cacheo). Hay por cierto una función de Cat People (Tourneur) “en una copia lamentable, con cortes, saltos de imágenes, sonido opaco”; y una exaltación de Nicholas Musuraca (y –sobre todo– Val Lewton: talismanes). “Nada de silencios significativos. ¡Nada! Nada de largas caminatas por plazas desiertas o junto a muros descascarados con música de saxo tenor o barítono como fondo sonoro. ¡Nada!”. (Nada –por si no quedó claro– de filmar en Gesell). “Está demasiado usada. Con esas películas existencialoides de tipos inútiles y minas todavía más fofas – se embaló [Julio]– que caminan y caminan y dicen sentencias, y la pobre Gesell prestando marco para tal aburrimiento y nada”.

O sea: hay, a propósito de fofas (¿vale pensar en Fogwill?) yembales, una brisa o vaho verbal, un cielo nocturno, una dicción estrellada (de luces que viajan solas) que parece orientar el eco de un idioma –cinematográfico– de los argentinos: “Che, ¿el jovato no estará medio choto?”. “Ustedes están mal del marote”. “Ese seudofranchute de mierda”. “Chanta semejante”. “Pero denle, boludos, miren que ya se estarán chupando todo el vino que conseguí de ronga”. “Bueno, dale, desembuchá”. Con esa inocencia, siempre un poco macabra, que el lenguaje tiene para implicar el relieve de todos los sentidos que alguna vez lo saciaron (desembucharchupar, franchute: las radiaciones frías pueden llegar hasta Rosas) en el esfuerzo que cualquier escritura inmodesta emprenda para incorporar los activos fugitivos de una época, contra la bastante más habitual (y menos irreparable) visita guiada por el patrimonio histórico.

Viajeros que huyen, Ángel Faretta, La Bestia Equilátera, 2017, 317 pág.

Sebastián Menegaz / Copyleft 2019