INTERNATIONAL FILM FESTIVAL & AWARDS · MACAO 2018 (02): LA UNIDAD BÁSICA

INTERNATIONAL FILM FESTIVAL & AWARDS · MACAO 2018 (02): LA UNIDAD BÁSICA

por - Festivales
22 Ene, 2019 09:14 | Sin comentarios
En la tercera edición de IFFAM no faltaron las películas en torno a historias familiares, pero Ága y en Sangre blanca estaban lejos de ser los típicos exponentes en el género.

El título puede despertar tanto escozor como simpatía, dada la temperatura ideológica de un país como Argentina, fatalmente conducido a la polarización y el odio que singularizan su tradición. Pero a no escandalizarse o festejar, según el caso. Otros sistemas aun más complejos y contradictorios, más vastos y añejos, entretienen el alma de los macaenses y de todos los compatriotas de ojos rasgados que llegan diariamente del continente para jugar y comprar.

La unidad básica a considerar aquí es otra: la familia. Nadie parece dudar de esa institución primitiva de la que parece depender cualquier comunidad y sociedad, lo que no significa que ese núcleo genético y ontológico no desarrolle según el tiempo y el espacio una versión distintiva. El clima, el paisaje, la lengua y tantas otras cosas afectan a esa institución tan excesivamente apreciada, y en el cine, como es de esperar, adquiere retratos disímiles y variopintos. En efecto, la austeridad material y la sencillez afectiva de la familia que son el centro protagónico de Ága, o la descomposición y la frialdad vincular que caracterizan la relación entre un padre y una hija en Sangre blanca, un film búlgaro el primero, argentino el segundo, deben resultar —valga la redundancia— muy poco familiares a los ojos de los espectadores vernáculos.

Ága comienza con una mujer tocando ese ancestral instrumento que entre nosotros llamamos trompe. Misterioso artefacto es este, capaz de producir una sonoridad casi minimalista, cuya melodía se reitera en Vietnam, el norte de Argentina o, como en este caso, en las tundras de Siberia. La función de ese plano inicial es simplemente una nota (literal) de color, excepto por la función esencial que tendrá la música en el relato.

Cualquier cinéfilo reconoce de inmediato el nombre Nanuk. Flaherty lo inmortalizó en aquel film canónico de 1922 acerca la vida de los esquimales, pero en este segundo film de Milko Lazarov la familia elegida es menos numerosa que aquella y no juega con la indeterminación del registro. Ága no es como Nanuk, el esquimal, porque la ficción es absoluta. Aquí, los dos hijos de la pareja protagónica viven muy lejos del hogar familiar y han abandonado, por razones desconocidas y no del todo aprobadas, la inhóspita existencia de sus padres. El centro dramático es justamente ese: la distancia física y emocional que se ha regularizado entre padres e hijos. La soledad de los progenitores es absoluta, no menos que la tristeza que los aqueja.

El territorio inmenso y despoblado de las tundras obliga a una determinada gramática cinematográfica. La panorámica y el plano general comandan la planificación del registro. No se trata de absorber fotográficamente el paisaje, sino de traducir la implicancia de este en la vida de los protagonistas. La inmensidad suele asociarse a la libertad; es posible que en la experiencia de cualquier yucaguiro el horizonte fundido en blanco no sea otra cosa que una certeza física de la desolación. La llegada en moto del hijo de la pareja, los aviones supersónicos o un helicóptero en el cielo son signos extraños y anómalos. La vida cotidiana en un paraje semejante desconoce lo inesperado; ni siquiera el poderoso viento siberiano prodiga un indicio de aventura. La vida exterior está signada enteramente por la supervivencia. Cazar y pescar son acciones cotidianas y esenciales.

Con pocos recursos, sin embargo, Ága consigue enumerar la respuesta de quienes existen en condiciones así. Sedna, la mujer de Nanuk, tiene sueños de una insospechada creatividad: un oso polar puede convertirse en un joven y las estrellas descender del cielo para recostarse en un agujero en el hielo. Ese sueño tiene más tarde una traducción ominosa, acaso una inesperada significación económica, porque el cráter que deja una compañía minera canadiense en alguna región no tan lejana, en la que trabaja la hija de la pareja, resignifica tanto el relato onírico como el relato en sí.

El mundo anímico de los personajes también se abastece de mitos. En una escena hermosa, el hijo le solicita a su papá que le cuente como en su infancia una historia en la que los renos son entidades mágicas. Un poco antes, el hijo prende la radio y suenan unos acordes musicales que remiten a cualquier sinfonía de Mahler (y alguna escena posterior incluye directamente algunos fragmentos de la Sinfonía n.º 6), un fondo sonoro que cobija las palabras del padre. La escena es conmovedora porque prescinde de sentimentalismo y glosa una experiencia pasada. La lágrima del hijo apenas cumple una función narrativa. Un poco más adelante, Nanuk meditará sobre el estado de ánimo que destila una pieza musical de esa índole. Cree entender que la angustia del compositor se siente en la tonalidad. Puede ser o no así, pero lo que es indesmentible es que una pieza musical de un mundo inconmensurable puede sintonizar con la presunta existencia rústica de un hombre como Nanuk.

El film de Lazarov posee una sensibilidad infrecuente: retrata una forma de vida proponiendo una dialéctica precisa entre lo exterior y el interior; por otro lado, no consiente en este ethos ningún valor supremo; es el punto de partida con el que se recogen situaciones reconocibles para todos y especificidades ignotas para una vasta mayoría. El drama familiar de Ága podría transcurrir en Beirut, Buenos Aires o Bruselas, pero lo que resplandece es su minoritario contexto cultural y la reticencia estética adoptada por Lazarov para representar ciertos tipos de sentimientos comunes a todos los relatos familiares. El reencuentro con seres queridos, como asimismo la confrontación con la muerte de estos, pueden en ocasiones hallar una formulación cinematográfica que retenga lo universal y desestime la parodia kitsch de lo que pretende serlo.

Este film fue olímpicamente ignorado por el jurado. Es comprensible. Su ostensible sencillez pertenece a la periferia de la estética dominante.

Sangre blanca es la segunda película de Bárbara Sarasola Day, y este thriller familiar sí llamó la atención del jurado, perpetrando así una tradición macaense: las películas argentinas en el festival siempre reciben premios.

El personaje que interpreta Eva de Dominici representa bastante fielmente a una generación de jóvenes de hijos que ya han asumido el fracaso de la triangulación sacrosanta constituida por padre-madre-hijo; no es una regla ni mucho menos una máxima ontológica; la configuración clásica de una familia tipo es una forma contingente. Ese es el fondo sociológico y epocal del thriller.

En la presentación, los productores insistieron ante el público que este film era esencialmente el encuentro de un padre con su hija. Es decir: el thriller resultaba una excusa, lo que importaba era el posible reencuentro. En un inglés británico ejemplar, la joven directora vindicó esa interpretación. No hay duda: la declaración se cumple, acaso perversamente.

En efecto, las razones por la cual la joven no ha visto a su padre desde el inicio de su vida no se explicitan, la incomodidad y el resentimiento, en cambio, desde el primer momento que Martina llama sumida en la desesperación a su padre, por una situación extrema que la supera totalmente, sí. No se conocen ni se necesitan, pero la fatalidad los pone en contacto. ¿Qué ha pasado? Martina y un amigo de viaje cruzan la frontera entre Argentina y Bolivia. Los jóvenes mochileros no son simples viajeros; ofician de mulas. Así es: llevan cápsulas de cocaína en el interior de sus cuerpos. La suerte no los acompaña, porque el joven se descompondrá al pasar los controles; llegarán a un hotel y él morirá ahí. Todo eso ocurre en menos de 15 minutos, y la administración del suspenso en este inicio es ejemplar.

Como es de suponer, las vicisitudes del caso son irrelevantes para los que digitan el negocio; la presión y la impaciencia de los narcotraficantes, quienes esperan por la mercancía, tienen una formulación precisa: si en un par de horas Martina no entrega los kilos de cocaína, le informan por teléfono, su suerte está echada. La piedad es incompatible con los negocios clandestinos. Pero ¿cómo extraer del cuerpo de un muerto los improvisados y diminutos supositorios rellenos de cocaína? Ni Alfred Hitchcock en sus momentos de mayor perversión imaginó un macguffin semejante para poner en marcha la restitución de un vínculo afectivo.

La hosquedad es el tono permanente del relato, la ternura brilla por su ausencia y la ligazón biológica no es suficiente para esbozar siquiera algún atisbo de afecto. Sarasola Day, como sucede con cineastas como Claire Denis y Katherine Bigelow, pone en duda, o al menos complejiza, los lugares comunes para caracterizar lo femenino en la sensibilidad cinematográfica. Es que este film, como sucede con los de sus mencionadas colegas, ostenta una dureza muy poco maternal. El perfil esencialista de lo femenino se desvanece plano a plano; las virtudes asociadas a lo femenino no están. Es que el guion tiene la frialdad de un cirujano y la puesta en escena es la de un anestesista de guerra, y es así como avanza la trama sin ningún consentimiento y aliciente: el amor filial no existe. Es cierto que el padre responde al llamado de su hija, pero prevalecen la culpa y el horror potencial del escándalo que implicaría reconocer frente a la familia oficial la existencia de una hija secreta. El amor no vence.

En el desamor de facto que atraviesa de punta a punta el relato, el film encuentra su virtud conceptual y también su límite cinematográfico. La fidelidad a esa cosmovisión no habilita matices secundarios y desvíos espirituales; más bien una ubicua clarividencia del postulado universo desencantado tiñe cada acto: tener sexo, cobrar, viajar y operar son acciones niveladas por una lógica excluyente de supervivencia desprovista de generosidad y cariño. La única expresión de rebeldía es la de Martina esperando a su padre, un gesto de otro orden, una tímida contravención al nihilismo generalizado que trasunta como único orden del mundo.

En donde Sangre blanca no tiene fisura alguna y encuentra su evidente fortaleza es en el concepto espacial que anuda las escenas. Desde el plano inicial en el que se ve la nuca de un gendarme al último en el que se observa el cuerpo de espalda de Martina perdiéndose en la muchedumbre de una feria al aire libre, Sarasola Day domina cinematográficamente cada territorio elegido con autoridad y conocimiento. La localidad de Salvador Mazza no resulta nunca un espacio tomado para añadirle y desplegar forzosamente un guion concebido en un escritorio. No es un lugar imaginado, sino más bien conocido, y en ese saber un relato casi alucinado e incómodo se desenvuelve con una inquietante naturalidad.

La familia es una unidad básica milenaria. En las tundras de Siberia o en ciudades de frontera como Salvador Mazza, la institución familiar resiste y demuestra su vigencia, sin dejar de ser susceptible a otras variables, como la económica, factor decisivo y determinante en cuestiones de afecto, fuerza capaz de modificar la estructura misma de esa institución reverenciada.

Fotos y fotogramas: 1) Parte antigua de Macao; 2) Ága; 3) Ága; 4) Sangre blanca; 5) Presentación de Sangre blanca en Macao con la directora (segunda). 

Roger Koza / Copyleft 2019