DIARIOS DEL CAPITÁN HIPÓLITO PARRILLA Y EL MONO EN EL REMOLINO

DIARIOS DEL CAPITÁN HIPÓLITO PARRILLA Y EL MONO EN EL REMOLINO

por - Libros
25 Jun, 2019 05:21 | Sin comentarios
Dos libros relacionados con el rodaje de Zama de Lucrecia Martel estimulan al autor de la reseña a pensar la relación del cine con la literatura.

ZAMA Y LAS PALABRAS

¿Selva Almada es una sefirá–¡la sefirá de keter!– de Lucrecia Martel? ¿Es posible alucinar ese partzufím (ese Rostro) en El mono en el remolino? (En los Diarios del capitán Hipólito Parrilla este tipo de alucinación es aluvial, un torbellino de insidia accidental y mueca voltaica y volteriana). Habría que ver, en todo caso, en qué medida la sintaxis de Martel y la de Selva Almada no participan de un mismo arpegio. El corte (del plano, de la frase) cuanto menos, y sobre todo los señuelos (del plano, de la frase –los adjetivos o la ausencia más o menos coqueta de ellos–) parecen mascar un mismo acorde, morarlo, excavar hasta extraer de la armonía alguna clase de disonancia que leuda el vértigo. El perfeccionamiento de este procedimiento (¿su conductismo?) en el cine de Martel afila el relato como una navaja (suena a ditirambo: el filo no es el sueño de todo relato, ni siquiera de todas las navajas). Martel amansa la peripecia y premia su obediencia con el residuo de su trastorno: el azúcar refinado del presagio, su veneno blanco. Las novelas de Selva Almada –si bien es probable que este confeti de analogías no les haga la menor justicia– no se verían desorientadas en el mismo horóscopo. Acaso podrían reconocerse en el signo de una mal entendida contingencia.

Con esto el reseñista osa rebatir aquí una afirmación del capitán Hipólito Parrilla (el personaje que en Zama y en los Diarios encarna Rafael Spregelburd) cuando anota con dramático spirito di corpo: “No vaya a ser, Padre, que algún escritor mediocre, fútil, desprevenido, viajará por dinero, por un error de selección no natural, o por motivo que no viene en nada al caso un día hasta el lugar de mis desgracias. Y me verá”. Esto es: al pantano omnímodo, y ese error de selección no natural, bien leído, pareciera no ser tal; tanto como los adjetivos espadachines que ese capitán grafómano del siglo XVIII le destina a un escritor imaginario, postrer y paranoide, parecen verosímiles sólo en la medida que parece verosímil (apenas eso) que Spregelburd se refiera al escritor de El mono en el remolino. He aquí por cierto dos libros no solo sobre, sino en tensión con el cine, dos libros que celan o vandalizan su economía de gestos para desconfiar del cineasta en tanto pontífice de un protectorado de poder y consentimiento necesario –o como escribe Spregelburd: contratos laxos–, pero también, dos libros en tensión entre sí mismos, que friccionan dos tradiciones sanamente irreconciliables que la literatura pareciera haber desaprendido en favor de la obediencia debida. Uno más impotente pero más nítido (si es que lo primero no conduce necesariamente a lo segundo); el otro más imperfecto –¿vale pensar en Copi?– pero más hambriento.

Que Almada haya sido convocada para escribir esta crónica en grajeas del rodaje de Zama, insta a pormenorizar la motivación que mueve el encargo. No lo haremos por desconocimiento y falta de infraestructura. Pero que la movida llame tan poco la atención (se dirá: llevar una escritora a un rodaje herzoguiano para que escriba qué sino su absurdo y su romanticismo malsano) desempolva cuanto menos el problema de la veleidad ingénita del cine (materia oscura del libro de Almada pero también del libro de Spregelburd) y de paso llama la atención sobre un protocolo cinéfilo, extensivo a toda reivindicación o sobreactuación canchera del consumo cultural como desacato, que pareciera elegir (por decir algo: desde que Godard olfateó una superación del colectivismo por vía del found footagelibrar todas sus batallas en la catarsis o el emprendedorismo eufórico. Como si no hubiera elasticidad o capacidad de maniobra (¿margen de ganancia?) para la imaginación ética de los medios de producción de las formas disconformes. O lo que es casi lo mismo: como si una obra de arte ya no pudiera ser diabólica –podría pensarse– porque ya solo puede ser sacrílega.

Bastan las “Mujeres y hombres naranjú haciéndose pasar por mbayás”, en Diarios (“¿No eran y no fueron tribus enemigas?”, se pregunta Parrilla) o bien la única toma en la que Almada consigue poner a Martel en foco: “De a ratos prende un cigarro y fuma, soltando un humo espeso que tarda en terminar de salir de la boca y perderse en el aire. Los qom la respetan. El equipo técnico y los actores la aman. Ella se mueve en ese arco de amor y respeto con delicadeza y cuidado. Parece una exploradora del siglo XIX”. Bastan, en fin, estas atenuaciones, y otras que quizá no lo son tanto, como cuando Almada escribe que una anciana qom llegó decidida al casting y “cuando entró al comedor comunitario donde se realizaban las pruebas de cámara, la mujer se aterró. Se vio rodeada de personas blancas y extrañas. Tuvo miedo de que la raptaran”, y se puso a llorar sin consuelo. Bastan en definitiva estas viejas nuevas ambivalencias, para recordar que el pertrecho con menos prensa de un cineasta es el estómago, y que invocar esmaltadas siluetas parnasianas no suele hacerle justicia a una cierta integridad marcial que predispone los términos de sus conquistas, pero también, del mismo modo, su cautiverio.

El capitán Hipólito Parrilla –a propósito– parece manotear una precisión en el tumulto: “Los dos primeros fantasmas han sido tal vez los más temibles –anota– […] El primero tenía forma de doncella. […] No tardó en aparecer la segunda. Mucho más frágil de aspecto era en cambio más enérgica y muchísimo muy más despiadada […] Con un gesto de su mano lograba que bueyes, canoas y mulas se movieran de un flanco al otro del pantano. Cuando esto ocurría, daba palmaditas como si festejara su ocurrencia”.

Una panzada de ostranenie (contar el rodaje de Zama desde la subjetividad continua –y la discontinua objetividad– de ese cuerpo extraño: el capitán Parrilla) es la que le permite a Spregelburd raspar rodillas con la devoción de un subjuntivo fanático. Todo conserva las buenas maneras de un chiste privado que no se explica (exclusión pródiga que no delata ni victimiza al lector) al tiempo que una cuarta mano parece cepillar el colmillo de quien ríe último. “Fue esta una película muy intensa en la que casi no aparezco”, escribe Spregelburd haciendo de sí mismo, en un prólogo impuntual y algo felino. “Si al menos me hubieran dicho que esta escena sería cortada en el montaje –anota el capitán Parrilla, cuando todavía no acaba de ser sodomizado por “familias enteras de mbayás”–, me habría ahorrado algo de garra y de penurias. Mas les di todo, como siempre, para nada”.

Selva Almada también, en un momento, enfoca a Spregelburd. “En su última escena –son éstas las palabras–, Rafael Spregelburd tiene que luchar con Zama en las aguas del Paraná. Cuando hablaron de su papel, en Buenos Aires, Spregelburd, previendo que ya estarían en invierno, se inquietó por el asunto de la inmersión y el frío. Te vamos a conseguir grasa de foca para que te frotes el cuerpo, le dijeron […] El día de la escena se acerca y el actor empieza a sospechar que lo de la grasa de foca fue un decir. Un chiste”.

¡Cuánto más difícil que contraatacar es fingir la ofensa implícita que habilite su mímica en favor de la poesía! El capitán Hipólito Parrilla anota: “Y en cuanto a eso de que me evitarán incluso las palabras, tengo mis dudas. No vaya a ser, Padre, que algún escritor […] se preguntará en su cabeza de marmota: ¿qué es esta planta, repetida y obstinada […] que a nadie ha inspirado ni siquiera una simple descripción apresurada? Y me prestará sus palabras y su tiempo, que para ninguna otra cosa le servían, embarrado y a la espera, como todos, esperando. […] entonces allí, en esa pausa, ese entremés, daré una flor, una flor sola, única, hermosa en las espinas, una que será espectáculo de nadie”.

Después (tal vez antes, tal vez en loop) en la primera página de El mono en el remolino, leeremos que “El campo formoseño está lleno de carandayes. Las vacas se comen los brotes recién nacidos. Pero la pequeña caranday es porfiada. Rebrota. Año a año gana altura hasta que llega ahí donde la vaca no”.

La pericia militar del capitán Hipólito Parrilla, la madera con la que está hecho (y con ella, acaso, la dimensión de su pérdida) finalmente quedará demostrada.

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Diarios del capitán Hipólito Parrilla, Rafael Spregelburd, Entropía, 2018, 133 pág.

El mono en el remolino, Selva Almada (fotografías de Valeria Fiorini), Random House, 2018, cuarta edición, 93 pág.

Sebastián Menegaz / Copyleft 2019