YA NO QUEDA DONDE IR EXCEPTO EL OASIS. SOBRE READY PLAYER ONE: COMIENZA EL JUEGO

YA NO QUEDA DONDE IR EXCEPTO EL OASIS. SOBRE READY PLAYER ONE: COMIENZA EL JUEGO

por - Críticas
05 Abr, 2018 08:03 | Sin comentarios
Ready Player One divide a los críticos y cinéfilos. González Cragnolino, sin desconocer la destreza total de su director, cree que este film es un remedo del cine del señor Spielberg.

Una batalla entre el Mechagodzilla, el Mobile Suit Gundam y el Gigante de hierro de Brad Bird, con cameos de Freddy Krueger, Robocop, las tortugas ninjas, Chun Li de Street Fighter y Lara Croft. Una carrera donde miles de vehículos, entre ellos el Batimóvil de los ‘60, el Match5 de Meteoro, la lightcycle de Tron, la moto de Kaneda en Akira, KITT de El auto fantástico, el Delorean de Volver al Futuro y la camioneta de Brigada A; son perseguidos por un Tiranosaurio Rex y se encuentran con que King Kong enfurecido bloquea la meta.

Algo así como el crossover definitivo o la cruzada de introducir la fanfiction en la Literatura institucionalizada, la novela Ready Player One de Ernest Cline, es la inspiración para la nueva película de Steven Spielberg.

Con algunos cambios sobre el material original, la película toma la premisa de un futuro cercano donde la gente escapa del estado de crisis social aguda conectándose a una realidad virtual híper sofisticada llamada OASIS, una remake totalmente inmersiva del Second life o la versión en clave seria del Internet de Futurama. En OASIS cualquier persona puede tomar cualquier forma que elija, por lo que uno puede cruzarse con un cíclope, con Beetlejuice o Hello Kitty, o puede encontrarse en una discoteca bailando al ritmo de New Order con El Guasón, Harley Quinn, Deathstroke y Gandalf.

Ready Player One: Comienza el juego / Ready Player One, Estados Unidos/2018)

Cuando el creador y dueño de OASIS muere, deja pistas plantadas en el mundo virtual, que conducen a las llaves que aseguran el título de propiedad que deja vacante el inventor. Conseguir esas llaves será el objetivo del héroe, un adolescente de la clase popular que debe competir contra millones de gamers y el CEO malvado de una compañía malvada, que quiere hacerse con el OASIS para generar ganancias astronómicas a costa de recortar las libertades de los usuarios. Entre esos contornos de trazo grueso, las características débilmente delineadas de los personajes y un cotillón inabarcable de referencias a la cultura pop de los ’80 y ’90.

Un artefacto vintage disfrazado de futuro, Ready Player One alimenta con efectos digitales el sueño melancólico de reanimar la época en la que las personas que tienen entre 25 y 40 años (el segmento favorito de los expertos de marketing) entraron en contacto con su gusto estético.

Pero digamos que Steven Spielberg es más que un buen empresario que incursiona en la explotación de lo retro y el nerd porn. SS está en un club reservado para pocos cuando se trata de imaginar cinematográficamente a gran escala. Es, en pocas palabras, un virtuoso, pero uno que no siempre hace buenas películas. O que no siempre logra que la explosión de la aventura (de diseño impecable), tenga ecos perdurables. Si tomamos las palabras de Spielberg, que se autodefine como un niño que se rehúsa a crecer, el salto de calidad aparece cuando el niño prodigio se permite entrar en contacto, no necesariamente con temas, pero sí con emociones e ideas más ligadas a la madurez y más reñidas con el sentido común.

En Ready Player One, con resoluciones convencionales y personajes acartonados, hay un retroceso a un conductismo extremo, donde el espectador debe sentir exactamente lo que vocifera la banda sonora (el compositor, Alan Silvestri, logra ser más John Williams que John Williams). El niño prodigio deviene niño déspota, muy imaginativo y asombrosamente diestro para crear un parque de atracciones de imágenes digitales (la cámara virtual desatada de la carrera de autos y la del hotel de El resplandor), pero poco generoso para admitir interpretaciones diversas a su esquema básico de estereotipos, sentimentalismo elemental y humor fríamente calculado, cuasi robóticamente condescendiente.

El mundo superpoblado de metatextos suma problemas. Entretenido en hacer aparecer tantos elementos prestados en una pantalla abarrotada de CGI, Spielberg deja de lado la oportunidad de crear un mundo con encantos propios, con idiosincrasia. Y, paradójicamente, todas esas figuras populares que aparecen son despojadas del contexto que las hizo carismáticas. Lo popular se hace masivo, las singularidades se reducen al dato. Es un juego recombinatorio donde no aparece nada de la remezcla, como una receta donde los ingredientes se prueban por separado. Postmodernismo insípido.

Incluso con el triunfo de los buenos, Ready Player One es una película sumida en la desesperanza. En su visión del futuro, el único progreso se encuentra en la forma en la que revivimos el pasado. La utopía es la ilusión de ser otro, que no se explora más que como un nuevo estadio en el consumo de lo retro, mientras el mundo exterior permanece intocable, invariable en su modelo social. Ante la falta de alternativas al avance irrefrenable del simulacro virtual, el niño prodigio devenido abuelo consejero, cierra la película con una moraleja: es necesario pasar menos tiempo en la pantalla y más tiempo con los seres queridos.

El cine también es presa de esa actitud estéril. A pesar de disponer de toda la capacidad de la innovación tecnológica, Spielberg parece entender que lo único que puede hacer es jugar con los fragmentos de lo que vino antes. En el juego spielbergueano de la repetición de alto rendimiento, no hay nada más que inventar, pero se pueden refinar las fábulas y remodelar el mito del viaje del héroe, actualizarlo a la manera de un software. Sin sangre, sin rebeldía, el director de Ready Player One supone que el fin de la historia del cine llegó con el blockbuster de efectos digitales.

Santiago González Cragnolino / Copyleft 2018

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