VISIONS DU RÉEL (01): LAS RANAS

VISIONS DU RÉEL (01): LAS RANAS

por - Festivales
13 May, 2020 09:11 | comentarios
La tercera película de Edgardo Castro se estrenó recientemente en el festival suizo. Formó parte de la competencia oficial titulada Burning Lights.

LA INTIMIDAD SIN VIDA PRIVADA

Misteriosa paradoja: un cineasta registra una experiencia de la intimidad, pero los escenarios de esa conquista son piezas a medio hacer, las calles, los trenes, los colectivos y las cárceles. Lo más íntimo disociado de la privacidad, he aquí el hallazgo cinematográfico de un cineasta singularísimo. ¿No es justamente ese peculiar oxímoron el disimulado logro de Edgardo Castro?

En la tercera película, Castro está detrás de cámara. Su principal actriz es una mujer joven, madre de una hija y vendedora ambulante. Vive en La Matanza, comparte una casa rudimentaria con un hombre, no mucho mayor que ella, probablemente su padre, aunque la filiación es imprecisa. ¿Qué vende? Medias, y la secuencia dedicada a mostrar el desempeño de Bárbara ofreciendo su mercadería por la zona del Abasto es de una precisión inaudita: ir por la calle, entrar a los negocios, anunciar la oferta del día, todo esto solicita a la vendedora el coraje para vencer la timidez y confrontarse con la microscópica humillación del rechazo constante. La excepción es el éxito y el pago. Cuando en Las ranas Bárbara se detiene a almorzar, la derrota del vendedor callejero se siente en todo su esplendor. Escena triste, síntesis de los vencidos, apenas matizada por un pañuelo verde a la derecha del encuadre que remite a la lucha y la resistencia.

Los primeros minutos son contundentes, pero ni siquiera permiten intuir lo que vendrá, incluso cuando en el inicio mismo, en la preparación de un asado, se habla de presos y cárceles. Las ranas se erige humildemente sobre lo impredecible: cuando se cree que el film va por algún camino cierto, viene un desvío y el conjunto vuelve a resignificarse. Así es como, después de una jornada laboral en las calles, Bárbara se despierta muy temprano y sale de su casa. Es evidente que no se encamina a vender, porque lleva a su hija en brazos. La resolución de esta escena, un trayecto (una situación jamás menor para todos aquellos que viven lejos de la ciudad y viajan a esta para trabajar), tiene lugar en las inmediaciones de una autopista en la que Bárbara y otras mujeres jóvenes esperan por un colectivo. El destino de todas esas mujeres no es otro que una cárcel.

El film de Castro tiene un nombre enigmático. ¿A qué alude el animal vertebrado en plural del título? Esto no se explica, y la prescindencia de ese término puede despertar curiosidad y en algún caso fastidio, siempre y cuando no se esté dispuesto a pensar sobre lo que un cineasta decide decir y dejar en la penumbra. Aparentemente, en la figura de ese animal simpático y portador de sonidos melódicos se proyecta un tipo de mujer que visita las cárceles, donde entabla una relación con los presos sin ser prostituta ni esposa. Nada en la película indica un intercambio y vínculo de esa índole: Bárbara visita al padre de su hija, otra de las chicas también lleva una criatura con ella, y la ronda de visita, que es lo que Castro decide mostrar en el film, disemina signos más cercanos a la reunión familiar que a una modalidad de relación signada por esa variante afectiva entre presos y mujeres. Aun así, llegando casi al final, se puede adivinar qué posibles favores las mujeres ranas les prodigan a sus hombres. La economía narrativa y la absoluta convicción para dar a conocer una práctica propia de “las ranas” son tan arriesgadas como respetuosas. No hace falta especificar el qué, para eso está el film, pero no está de más señalar el cómo.

En el encuentro carcelario, Castro concentra su atención en tres cuestiones: la reunión familiar orquestada por el almuerzo, la visita higiénica en una celda apartada para el erotismo (el antes y el después) y breves instantes de ternura entre quienes están encerrados y sus parejas. Todo sucede como si la cámara fuera una entidad invisible que sabe prestar atención a cada fragmento extraordinario que está en bruto en la apariencia ordinaria. Es una virtud del cineasta, capaz de extraer de un solo gesto la dignidad de una persona. Al respecto, en el primer viaje de Bárbara, antes de subir al colectivo, una de las chicas insulta a alguien en la calle. Ella sonríe, modestamente, pero en esa acción circunspecta de la cara de Bárbara se puede deducir la poética de Castro, ya presente en sus dos películas precedentes: en las acciones intranscendentes, en cualquier episodio destinado al olvido inmediato, justamente ahí anida un acontecimiento, un relámpago que descubre en su naturaleza esporádica una expresión de ternura y asombro. En La noche, la escena final del protagonista reunido con su amiga en un bar; en Familia, el Papá Noel que se pierde en la noche mientras el propio Castro se toma un respiro de la celebración irrespirable e inevitable de la Navidad; en Las ranas puede ser esa sonrisa, la preparación de una empanada o el apoyo de la cabeza de un preso sobre el hombro de su amada. Los procedimientos oblicuos son siempre más eficientes y conmovedores que todo intento de explicitar emociones tipificadas y enfatizar cuestiones ideológicas. 

Cineasta inclasificable, el señor Castro. Se creía que su arte dependía de su presencia y de ese saberse en el límite, desconociendo cualquier proyección en el tiempo y respondiendo al instinto y a los afectos insobornables. Pero en el tercer film decidió desvanecerse del centro de atención, trabajó meticulosamente sobre el registro (sonoro y visual; véanse las decisiones estéticas en el amanecer incluido en el segundo viaje en micro) y filmó a hombres y mujeres de otra clase social distinta a la suya sin descarrilarse en el atajo del sentimentalismo ni en la premeditada sociología con la que se suele abordar a los otros. Las ranas es un discreto milagro, un encuentro humano de primer orden con ese mundo periférico siempre diluido y desdeñado en el estigma y la conmiseración.

Roger Koza / Copyleft 2020