VIDA Y MONTAJE: A PROPÓSITO DE FICCIÓN PRIVADA

VIDA Y MONTAJE: A PROPÓSITO DE FICCIÓN PRIVADA

por - Entrevistas
16 Jul, 2020 05:25 | Sin comentarios
Un nuevo film de Andrés Di Tella sobre su familia. Punto de partida para muchas otras cuestiones, como se revela en este diálogo con el realizador.

En el cambio de siglo, el cine argentino se renovó en todos sus órdenes. Una generación de cineastas empezó a reescribir la historia del cine vernáculo, y lo mismo sucedió con los estudios y la crítica de cine, y también con los festivales. Andrés Di Tella ha sido un protagonista de ese giro y refundación. Dirigió las dos primeras ediciones del BAFICI, se consolidó como uno de los documentalistas más originales del país y recientemente abrió una vía de formación cinematográfica en la Universidad Torcuato Di Tella en la que ilustres cineastas entran en contacto con estudiantes para asir desde las experiencias de estos los secretos de un oficio llamado cine. James Benning, Lucrecia Martel, Pedro Costa pasaron por las aulas de esa institución.

Si bien los pergaminos de Di Tella son diversos, la médula de su práctica en el cine consiste en ser un hombre detrás de cámara. Como cineasta le ha interesado la Historia (Montoneros, una historia), el retrato (Hachazos) y la novela familiar (La televisión y yo). En las películas en las que ha elegido a su familia como epicentro de sus indagaciones, las crónicas argentinas han cimentado un cruce magnífico entre la vida personal y la esfera pública. Que su madre haya nacido en India y su padre haya sido un intelectual reconocido y un funcionario público enriquece y complejiza cualquier reconstrucción personal de su vida.

Ficción privada es quizás el reordenamiento decisivo de un estado de orfandad ya asumido por el cual se llega a encontrar los lugares más justos y amorosos para el padre y la madre, quienes ya pueden ser simplemente Kamala y Torcuato. Pero ellos no son solo sus padres, son acaso fantasmas que glosan un siglo ya acaecido, que aún irradia su fulgor en una época casi inconmensurable con la que le precede.

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Roger Koza: El título del film induce a conjeturar que toda memoria, personal y colectiva, es una operación de montaje, más aún cuando se trata de la novela familiar de un cineasta. ¿Cómo ve la relación entre sus recuerdos, la memoria como sustancia de la identidad y el cine?

Andrés Di Tella: La novela familiar es una ficción, pero una ficción inevitable, de la que es muy difícil escapar. Cada uno de nosotros es lo que es, en alguna medida, por lo que nuestros padres hicieron de nosotros. Como digo en cierto momento de la película: los padres imaginan a sus hijos y los hijos imaginan a sus padres. Yo pude llegar a conocer a mis padres sólo hasta cierto punto. Hay toda una parte de sus vidas, toda una dimensión de su experiencia, que no pude conocer, ni podré nunca conocer. No sólo porque no me lo contaron. El hecho de que Torcuato fuera mi padre y Kamala mi madre hace que no pueda verlos del todo sin el traje de “Papá” y “Mamá”. Siempre los vi a través de ese vidrio oscuro, hecho de amor, pero también de enormes malentendidos. La película es un intento de imaginar a Torcuato y Kamala antes de que fueran Papá y Mamá, casi diría: como si no fueran Papá y Mamá. Y esto creo que nos toca a todos, en algún momento. Si no somos capaces de tomar distancia y tratar de ver a los padres como seres humanos concretos, no como proyecciones de nuestras fantasías, nunca seremos nosotros mismos. No sé si es posible hacerlo, pero es una necesidad. Cuando murió mi madre, hace ya veinte años, mi padre me regaló una carpeta con las cartas que se escribió con mi madre cuando eran jóvenes. En ese momento no pude leerlas. Hace un par de años, cuando murió mi padre, sentí que había llegado la hora de contar la historia, precisamente, desde ese acceso a la intimidad que permitían las cartas.

¿A qué se debe la insistencia en filmar y hacer pública la historia familiar? Es evidente que en la historia de tus padres reverbera la historia del siglo XX, pero el punto de partida es la intimidad.

La historia de mis padres es bastante única, desde el simple hecho de constituir una pareja de lo que se denominaba “raza mixta”. No era habitual, en los años 50 del siglo pasado, cuando ellos se conocieron, que anduvieran juntos un argentino blanco de origen italiano y una mujer negra de la India. Donde quiera que entraran, para bien o para mal, se daban vuelta todas las cabezas. Se conocieron como estudiantes en Estados Unidos en 1951 y hay que recordar que fue recién en 1955 que Rosa Parks se negó a ceder su asiento a un blanco en el autobús. En algunos estados, incluso, la relación entre personas de distintas razas era directamente ilegal. También era muy particular la familia de cada uno de ellos, de la cual se podría decir que estaban huyendo. Torcuato le daba la espalda al rol que se esperaba de él en la empresa de su padre y ella escapaba del destino que aguardaba a cualquier mujer hindú en 1950. En eso también estaban en una vanguardia. En otro sentido, sin embargo, con toda su singularidad, resultan representativos de todos los que necesitan afirmar su propia identidad, contra las restricciones y prejuicios de su contexto. A la vez, la historia de ellos se ha convertido, con el tiempo, en una historia emblemática del siglo XX. Anuncia lo que va a venir: relaciones entre hombres y mujeres, entre personas de distintos orígenes y culturas, que eran casi imposibles y que, a lo largo del siglo, se hicieron posibles.

Esta es la historia que está detrás, y que aparece apenas insinuada en las cartas. De hecho, las cartas son nada más que fragmentos de lo que fue la vida de ellos, esquirlas que quedan en el campo de batalla. Es como si fueran, mejor dicho, la famosa punta del iceberg. La vida real de mis padres sería el inmenso bloque de hielo sumergido, invisible debajo de la superficie. ¿Cómo hacen los espectadores de la película para imaginar ese bloque de hielo invisible? Sólo pueden hacerlo a través de sus propias asociaciones, sus propios recuerdos, su propia vida. En ese sentido, las cartas serían como un vehículo para que cada espectador reflexione sobre sus propios padres, su propia identidad en relación a ellos. No se trata, en realidad, de mis padres. El cine permite esa magia. Cada espectador es, en el cine, espectador de sí mismo.

El film incluye su propio cuestionamiento sobre la intromisión en la vida de los otros, aunque sean sus padres. ¿Por qué sintió la necesidad de dejar constancia de esa exigencia ética respecto de la ética del film?

La verdad es que durante todo el proceso de realización de la película con frecuencia me decía a mí mismo: “No sé qué estoy haciendo”. Y esa incertidumbre venía acompañada por otra: “No sé si está bien lo que estoy haciendo”. Mi propia hija me dijo: “Es medio entrometido leer estas cartas, ¿no?”. Por otro lado, mi padre me dio las cartas, y él sabía que yo probablemente haría algo con eso. Se podría llegar a pensar que fue casi como un “mandato”. Eso igual no termina de zanjar la cuestión. Te diría que hasta reivindico un poco eso: “No sé qué estoy haciendo” me parece una buena consigna para meterse con asuntos espinosos. Estar demasiado seguro de lo que estás buscando no te deja permanecer abierto a lo inesperado –lo más valioso– que se puede llegar a encontrar en el camino. Si ya sé adónde voy, prefiero no ir. Durante todo el proceso, me dejé llevar bastante por la intuición, sin pretender sacar conclusiones demasiado pronto. A la vez, no está mal preguntarse en serio si lo que uno hace está “bien o mal”. Y la verdad que no sé si tengo la respuesta. En última instancia, el que decida será el espectador.

Ficción privada trabaja con un sistema de sustituciones permanentes: dos actores parecen reencarnar a sus padres de jóvenes, Edgardo Cozarinsky casi toma el lugar de su padre, su propia hija, por sus facciones, parece una versión aniñada de su madre. ¿A qué se debe este juego de reflejos y similitudes? Un buen ejemplo es el pasaje en el que usted repite un plano de La televisión y yo: Cozarinsky y usted esperan un tren en una reconocible estación porteña de Belgrano, escena que remite al film sobre su padre y que luego se incluye en este.

La realización de la película tuvo algo de ritual psicomágico, ejemplificado precisamente en gestos como el de ponernos en escena a Edgardo Cozarinsky y a mí mismo, ubicados en el exacto lugar, en el mismo andén de la estación de Belgrano R, donde nos había filmado a mi padre y a mí hace casi 20 años. No sé por qué necesité hacer eso. Podría decir que fue para que se entendiera, en términos visuales, que Edgardo cumplía en la película el rol de mi padre: lee la carta que mi padre me escribió tras la muerte de mi madre. Pero se produce una extraña transformación: Edgardo en esa lectura se compenetró de un modo inesperado, como si la carta lo hubiese chupado. Se convirtió mágicamente en mi padre. Yo estaba ahí mirando y escuchando y no lo podía creer. Era como si mi padre no fuera Torcuato sino Edgardo. Del mismo modo, se me ocurre, puede llegar a convertirse en el padre de cualquier espectador. Denise Groesman y Julián Larquier son los actores que leen las cartas de la juventud y, en cierto momento, más que leer las cartas, parecen encarnarlas. Como si las cartas, y esos destinos del pasado que evocan, los contagiaran. Julián se resiste más al contagio, Denise se entrega. Es un fenómeno extraño, un poco perturbador, como de posesión. De vuelta, algo parecido le puede llegar a pasar al espectador incauto.

El film en sí es contundente en cómo puede ser concebido el concepto de archivo, que conoció una expansión técnica en el siglo XX. ¿No cree usted que su película es esencialmente una elegía de ese siglo y de lo que este hizo de nosotros?

Los materiales que filmé para mis películas anteriores, como La televisión y yo (2002) y Fotografías (2007), incluso los materiales descartados en el corte final de esas películas, se convirtieron en inesperado “material de archivo”. Recuperar esos materiales en Ficción privada, sin embargo, hace que cobren otro sentido, desconcertante. El paso del tiempo les ha dado otra vida. Son como esos recuerdos que, de pronto, vuelven a aparecer inesperadamente a la vuelta de una esquina, intactos, luminosos. Ya no se trata de recuerdos sino de volver a vivir ese momento, como una experiencia milagrosa. El pasado está en el presente, siempre, no ha desaparecido por completo. A veces se esconde, pero a veces asoma la cabeza fugazmente, y en esos momentos la vida parece tener sentido, como un sentimiento de plenitud. “Nada fue en vano”. Esto tiene incluso una lectura política, importante. Las experiencias de quienes nos han precedido en la vida viven en nosotros. Si no atendemos a sus voces, que resuenan en nuestro propio interior, nos condenamos al sinsentido, a empujar siempre la misma piedra que se va a caer y no sabremos nunca por qué.

Hay, sin embargo, una excepción respecto de cómo se escribe y reescribe la memoria, que no es característica del siglo XX: las cartas. La lectura de estas, el acopio de la correspondencia entre sus padres y la de usted con su padre pertenece a otra forma de inscripción de la memoria. Esto lleva a otra relación, la del cine y la correspondencia. Su película, en este sentido, se inscribe en una tradición. El filma dialoga, por citar películas hermanas recientes, con Carta a un padre, Los soñados, No Home Movie.

La obra de Edgardo Cozarinsky es una referencia ineludible, tanto su literatura como su cine. Su presencia en Ficción privada justifica, para mí, la película. La guerra de un solo hombre, basado en los diarios de guerra de Ernst Junger, el gran escritor alemán que además formó parte del ejército nazi que invadió Francia, fue una de las grandes lecciones de cine que tuve en la vida. La combinación de la voz íntima de Junger con las imágenes oficiales de los noticieros franceses, hechos en espíritu de colaboración con los nazis, me enseñó mucho sobre el estatuto ambiguo de la voz en off y la relación necesariamente contradictoria entre texto e imagen. Hay una carta de Eugenio Oneguin que Cozarinsky cita en uno de sus libros y que para mí fue como un talismán: “Te escribo una carta. Una vez dicho esto, ¿qué otra cosa queda por decir?”.

También he seguido con atención la obra de Chantal Akerman, desde el deslumbramiento de News From Home, hecha a partir de las cartas que la madre de Akerman le escribió desde Bruselas cuando Chantal estaba viviendo en Nueva York, y probablemente sea también otra lejana influencia. Cuando digo “lejana” me refiero a esas influencias que operan desde hace mucho tiempo, de un modo profundo, mucho antes de que hubiera siquiera soñado con esta película. Es decir, en las antípodas de lo que en publicidad se conoce como “una refe”. Pero no hubo mayor influencia, si se puede hablar así, que las cartas de Franz Kafka a su novia Felice, que leí a los 20 años como si yo mismo las hubiese escrito. Hasta me animaría a decir que Ficción privada es, de alguna manera, una tardía adaptación, hecha de memoria, de aquellas cartas, o de aquella lectura. (No había visto No Home Movie ni Los soñados hasta hace muy poco; sentí una extraña afinidad con ambas).

En Ficción privada se enuncia una y otra vez la noción de espectros. Las fotos anónimas como portadoras de vidas ya acontecidas que se invocan al mirarlas, la lectura de cartas, la inserción de ciertos archivos fílmicos, la alusión al psicoanálisis, una tecnología del yo asociada a los fantasmas del inconsciente. Incluso usted introduce un evento personal que desborda su propia razón, a propósito de un encuentro con su madre en una noche en Inglaterra. ¿No cree que el cine es en sí un arte espectral y usted aquí elige vindicarlo?

“Anoche estuve en el país de los fantasmas” escribió Tolstoi (creo que fue Tolstoi) después de asistir por primera vez al cinematógrafo. El cine es una fantasmagoría en la medida que vemos en la pantalla personas que no están presentes. Pero reaccionamos como si lo estuvieran. Si no, ¿por qué nos emocionaríamos?, ¿por qué nos asustaríamos? El cine también es una experiencia fantasmagórica porque proyectamos en la pantalla nuestros propios “fantasmas”. Sin embargo, esos fantasmas existen, son reales y tangibles, porque reflejan sentimientos y vivencias reales. La potencia del cine se expresa a veces con mayor vigor, paradójicamente, a través de lo que no se ve, de lo que está fuera de cuadro y tenemos que imaginar. Los directores del cine de terror supieron esto mejor que nadie: esconder da más miedo que mostrar. Esta disposición del cine para hacer de lo invisible, de lo que no está ahí, una experiencia real lo convierte en un vehículo ideal para tratar con lo inexplicable: hace tangibles las experiencias limítrofes, el inframundo de los sueños y la vida más allá de la muerte.

*Esta entrevista se publicó en otra versión y con otro título en Revista Ñ en el mes de julio 2020.

Roger Koza / Copyleft 2020