VERSIONES DE LA CONQUISTA

VERSIONES DE LA CONQUISTA

por - Ensayos
29 Oct, 2009 12:36 | comentarios

Por Nicolás Prividera

I.

Acaba de editarse en castellano Conquista de lo inútil, el diario que Werner Herzog escribió durante el rodaje de Fitzcarraldo, un film excesivo y (como no podía ser de otro modo) excesivamente sobrevalorado, que fue saludado posteriormente como la última cumbre de Herzog (visto que luego vendría el traspié de Cobra verde y una larga decadencia, de la que lo rescataría su nueva incursión en el documental). El equívoco (para la crítica y para el mismo Herzog) fue justamente creer que Herzog había llegado a la cumbre con Fitzcarraldo (su megalómano proyecto sobre un megalómano proyecto), y no con Aguirre (su megalómana crítica a una conquista nada personal). Fitzcarraldo fue más bien la conversión de Herzog en Aguirre: del conquistador inútil a la conquista de lo inútil.

Dice Quintín comentando el libro y el film: «La obsesión por lo inútil como divisa, como eje de la libertad humana cuya culminación es la literatura parece demostrar que esa cinematografía titánica de Herzog no es un acto fascista.» También se podría decir lo contrario: porque la obsesión por lo inútil (es decir: el arte por el arte) terminó de algún modo en los campos de concentración. Y aunque el anarquismo de Herzog lo salva del nihilismo, no deja de constituir un “triunfo de la voluntad”: esa guerra de un solo hombre no deja de ser una sublimada voluntar de poder convertida en un tánatos suicida. Es el lado de Herzog que expresa lo más oscuro de la adorniana “dialéctica del iluminismo”.

Hay un lado más luminoso, aunque igualmente trágico, y es el del héroe irredento, aun cuando esté alienado (Kaspar Hauser) o aislado (País de silencio y oscuridad): en su batalla con el mundo, ese héroe se afirma en su sola voluntad (más allá del triunfo). Ya no desde la megalomanía y la riqueza, sino desde la carencia (aunque su destino final parezca un terrible chiste de Groucho: “Llegué de la nada a la mas absoluta pobreza”). Son seres que no sueñan (a través de otros) con lograr que un barco cruce una montaña, sino con dar un solo paso en medio de las tinieblas: la contracara del conquistador siempre insatisfecho, los que se han conquistado a sí mismos (aun habiendo “nacido pequeños”).

II.

En el luego simbólico ’68 francés, Truffaut filma El niño salvaje, basado en la historia real de un «niño-lobo», según la cuenta en su diario su «educador», un pedagogo del siglo XVIII. Por supuesto, toda la izquierda francesa se le fue encima a Truffaut, que en su película seguía fielmente el diario y además se había reservado el papel del maestro: haciendo una lectura foucaultiana, sus detractores decían que el film era reaccionario, ya que mostraba el modo en que el saber ejercía su dominación, etc. (probablemente se hubieran sentido más a gusto con el Kaspar Hauser de Herzog, y su reivindicación del “buen salvaje”). Truffaut estaba desolado: para él, la película hablaba de la educación como acto amoroso, y explicitaba de algún modo la relación «filial» que lo había unido a Bazin (quién lo había rescatado de ser un «niño salvaje» gracias a la escuela de Cahiers).

Recordaba yo esto hace un tiempo, hablando con la directora de un instituto de menores (que está haciendo un gran trabajo para lograr convertir ese depósito de cuerpos violentados en escuela), porque me decía que no sólo tenía que luchar con el afuera (la criminalización de la minoridad), sino con el adentro: algunos «progresistas» que trabajan en el Instituto se resistían (desde su universitaria educación foucaultiana) a «imponerles la ley» (paterna y estructurante) a los chicos a su cuidado, optando más bien por potenciar la desestructuración del “sistema”… ¡Sin comprender que esos chicos vienen de un medio (familiar y social) totalmente desestructurado! Por lo que la “desestructuración” no representa ninguna novedad, ni mucho menos liberación alguna: por el contrario, para encontrarle un sentido a la rebeldía, necesitan primero incorporar una «estructura», un orden que los oriente y que también les de herramientas para liberarse o pensar (contra) ese orden: eso que siempre seguiremos llamando “educación”.

Y es que tanto ella como yo sabíamos (como Truffaut) de lo que hablábamos, porque crecimos en medio de una violenta desestructuración (producto de la época, no de la clase), de la que sólo nos salvó (entre otras cosas) el amor por el saber (eso significa la palabra «filosofía», que no tiene nada de académica) o, para decirlo mas llanamente, la pura curiosidad intelectual (que se puede estimular o adormecer, desestimar o favorecer).

III.

El cine y la educación siempre fueron de la mano. En principio porque el cine es una continuación del iluminismo por otros medios (desde su misma concepción por los Hermanos “Lumiere”). El cine no sólo fue adoptado como entretenimiento: también fue pensado como escuela. Y (uniendo los dos términos: entretenimiento y escuela) como medio de adoctrinamiento y propaganda (desde la primera guerra mundial a la guerra fría, y luego reemplazado en parte por la TV).

El documental mismo fue creado como “género” a partir de esta reducción didáctica (cerrando la escuela documentalista de Grierson lo que Vertov había abierto como posibilidad: pensar en un cine que fuera un más allá –y no un más acá- de la ficción). Pero así como hubo un cine didáctico, también hubo films sobre el didactismo: films sobre la escuela (como representación del mundo).

Dos de esas últimas representaciones de lo escolar vienen de Francia, pero son diversas (y divergentes): Una es Entre los muros (la película de Cantet que ganó la Palma de Oro en Cannes), y la otra es Ser y tener (el no menos famoso pero mucho menos visto documental de Philibert): si bien ambas trabajan sobre una base “real”,  la distancia que las separa es la que media entre la ficción sociológica y la libertad documental. Cantet filma con sujetos reales en un espacio real (una clase multicultural en una gran ciudad), pero a partir de un libro previo y largos ensayos: su film logra así parecer un documental, pero al final (al caer en la inevitable “resolución del conflicto”) muestra sus costuras dramáticas (más rígidas aun cuando la moraleja es tan oscura como “políticamente correcta”). Philibert es más modesto, y a la vez más profundo: al filmar las clases (de un maestro rural en un pueblo del interior de Francia) sin forzar las situaciones, deja que las situaciones hablen por sí mismas, y que la moraleja pueda ser más luminosa, sin por ello caer en la “corrección”. Y esa es finalmente la gran lección del film (y de todo gran film): así trabajan los maestros.

Fotos: 1) Aguirre, la ira de Dios y Póster de Fitzcarraldo; 2) F. Truffaut; 3) Ser y tener.

En este blog se puede leer más sobre La conquista de lo inútil

Copyleft 2009 / Nicolás Prividera