HASTA EL ÚLTIMO HOMBRE / HACKSAW RIDGE

HASTA EL ÚLTIMO HOMBRE / HACKSAW RIDGE

por - Críticas
19 Ene, 2017 11:22 | comentarios

EL TRIUNFO DE LA VOLUNTAD

Por Nicolás Prividera

En un episodio de The Simpsons, Mel Gibson hace una remake de Mr Smith Goes to Washington (la más voluntariosa película de Capra), al estilo de la parodia de Hamlet incrustada en Last Action Hero, en la que Schwarzenegger acababa con todos con una ametralladora. Esa aparentemente absurda versión hiperviolenta de los amables personajes de James Stewart es el antecedente del sencillo guerrero pacifista de Hacksaw Ridge. En el apoteótico final de The Simpsons, la caricatura de Mel usa una bandera como lanza, en la que tal vez sea la metáfora más irónica y precisa sobre la relación espec(tac)ular entre violencia y chauvinismo que atraviesa el mainstream hollywoodense desde la Segunda Guerra Mundial.

Habría que hacer una historia de la violencia en el cine norteamericano (como la que prometía el mejor título de Cronenberg): una revisión de la simbiótica ligazón entre forma y contenido, junto con las tensiones entre quienes la expanden o se rebelan, administrando o revelando esa relación. Los dos géneros clásicos en que ese juego de compromisos y distancias es constitutiva son el bélico y el western, que no en vano tienen su época de oro durante el clasicismo y decaen con la Guerra Fría. A fines de los de los 60, cuando ese mundo seguro se derrumba, la tensión entre el cine de Peckinpah (violentado él mismo en su lucha contra los estudios) y el de Siegel-Eastwood (con su creación del primer héroe de acción sin dobleces) renueva la vieja dicotomía. Ya sabemos quién venció: Peckinpah murió demasiado pronto (dejando ese gran manifiesto antibélico que fue Cross of Iron), mientras Eastwood se convirtió en el heredero “natural” de John Wayne (hasta esa reversión acomplejada de The Green Berets llamada American Sniper).

Mel Gibson parece unir ambas vertientes por su lado más conservador: el pathos trágico de Peckinpah (incluidas sus violentas coreografías ) y el ethos derechista de Eastwood (con sus irredentos guerreros). Y si bien nunca hizo un western hecho y derecho podemos imaginarlo perfectamente, ya que toda su carrera como actor y director es una suerte de larga y dilatada variación del cowboy en duelo (en los dos sentidos de la palabra), que ahora encuentra su evidente conclusión en Hacksaw Ridge.

2. Como suele suceder en más de una carrera, acaso su mejor película sea la inicial, que es en este caso la menos recordada. The Man Without a Face no parece tener nada que ver con lo que hizo después, pero no deja de ser otra fábula de redención. La ostensible diferencia es que la violencia estaba en la mirada de los otros, ya que la película es un alegato sobre el prejuicio que puede ser vista como inversión simétrica de Hacksaw Ridge: una película más demócrata que republicana, con su explícita corrección “progre” (para decirlo con el apócope denigrante a la moda).

En Braveheart no solo gana la épica, sino que todo el trasfondo histórico se reduce a una reversión escocesa de Robin Hood (ese antecedente medieval del western), del mismo modo en que la rebelión parece nacer de la pura sed de venganza, a tono con la larga galería de personajes que Gibson fatigó desde la inicial Mad Max. Personajes que no pueden dejar de correr contra el destino, a los que Mel homenajea en la cinética Apocalypto. Y es que en todos está presente la materialidad del cuerpo, que preside hasta The Passion of the Christ como (auto)flagelación filofascista. De hecho el espíritu de Hacksaw Ridge está animado por la pregunta filosófica de otro pasionario materialista de Dios: ¿qué puede un cuerpo?

¿Qué puede un film? Esa es la pregunta que los críticos del MRI (según la canónica denominación antiaristotélica de Burch) enarbolan desde el inicio de la cultura de masas, cuyo poderío bélico Hollywood vino literalmente a representar. Y ya desde entonces (desde The Birth of a Nation, hace ya un siglo), la respuesta exculpatoria se apoya en la mera potencia narrativa, como si no fuera eso precisamente lo que se viene a cuestionar. “Vamos a trabajar”, dice el sargento a sus hombres antes de la batalla final de Hacksaw Ridge, repitiendo el mismo infatigable latiguillo que aparece una y otra vez en el cine protestante de Hollywood (como ya anotamos al hablar de Sully).

3. Como en Sully y American Sniper, algunos de los protagonistas reales aparecen en pantalla sobre el final, como si después de todo la ficción no alcanzara la dignidad necesaria de los cuerpos reales y esas anécdotas repetidas. Se nos cuenta una vez más lo que ya vimos, como suele suceder en el género más conservador de todos, el bélico, que hasta en su modalidad “anti” no trae mayor sorpresa: que la guerra es una mierda lo asumen ya hasta los films de reclutamiento (valgan los últimos ejemplos de Eastwood y Bigelow). De lo que se trata ahora es de decir que hay guerras que valen la pena (algo que asume hasta el progre de Spielberg).

Claro que Saving Private Ryan debe parecerle a Mel una mariconada hipócrita, y no me refiero a su tan dura como pudorosa escena inicial (que aun en su aparente caos es más clásica que las de Gibson, porque se apoya en el punto de vista del protagonista y no en la omnisciente mirada divina), ni a su salvación simbólica (¿por qué salvar a un solo hombre pudiendo rescatar a 75?, diría Mel), sino a su doble moral: la guerra (esa guerra en particular, claro) fue tan sucia como necesaria.

En ese ecosistema genérico que ahora Gibson viene a inquietar, hasta Eastwood queda como un republicano reblandecido, con su elegía del héroe quebrado en American Sniper (que no es sino una variación tardía y triunfalista de Unforgiven). No alcanzan esos planos documentales del funeral popular, ni la mirada incompasiva hacia el enemigo (hasta Mel se permite ver a los japoneses como soldados con una misión, como en la previa Letters fron Iwo Jima). Ahí es donde se revela la mesura clásica de Eastwood, a la que Gibson tarantiniza con su danza de cuerpos ardientes. Si hace treinta años Heartbreak Ridge podía leerse como ironía y alabanza a la vez, en su primer galanteo con una ambigüedad que no era tal, Hacksaw Ridge no deja margen para la duda (hasta el humor que aporta el personaje de Vince Vaughn es apenas un comic relief antes del esperable baño de sangre): solo los convencidos pueden ganar la guerra (esa que los Estados Unidos siempre están librando en alguna parte para bien de la humanidad).

Gibson es un republicano puro, como su antecesor John Wayne, pero al revés que este, es mejor director que actor. Ya no se trata de volver el héroe duro de matar que jugaba a ser Wayne en los films de Hawks, pero tampoco al hombre que cambia una certeza por otra, como en Sergeant York, con solo releer su biblia. Gibson maneja concientemente todas esas referencias (y a la vez no deja escena trillada por retocar, del drama familiar al judicial, y luego a la película de entrenamiento-batalla): su héroe, Desmond Doss (al que Andrew Garfield dota de una llaneza rayana entre la bondad y la estupidez) se sorprende al ser tomado como “objetor de conciencia” (quiere ir a la guerra, solo que no a matar), pero tampoco tiene respuestas para los misteriosos caminos del Señor (al que solo inquiere por su misión cuando ya todos sabemos cuál es). No pretende ser ejemplo de nada, y por eso es el héroe perfecto para Mel Gibson, la oveja descarriada que vuelve al rebaño del mainstream.

4. Hacksaw Ridge no es otra película sobre la fe (como acaso ni siquiera lo era The Passion of the Christ), sino sobre la ética de la convicción: No es una vindicación del mesianismo, sino de la salvación por la obra. Y aquí la obra es salvar los cuerpos, no las almas (de hecho el héroe rescata también a un par de japoneses que son prontamente liquidados fuera de campo). “Salvemos uno más”, repite, menos como pedido divino que como mantra para darse fuerzas. Cumplida la misión, el héroe se eleva a los cielos (en una camilla, claro) por si a esas alturas queda alguna duda de su ascensión modélica.

Para cuando termina la película, sus superiores enuncian la esperable moraleja: Desmond Doss ha sido juzgado con dureza desde la norma y la corrección política, como el mismo Gibson. Resta ver si Hollywood dará ese mismo discurso al entregar los Oscars este año. Sabido es que esa metonimia californiana de Estados Unidos mantiene viva la irredenta secesión entre liberales y conservadores, donde tanto se puede escuchar un alegato contra Trump (como el de Meryl Streep en los últimos Golden Globe), como chuceos a su favor (como los de Eastwood). Lo que Hollywood parece no soportar es la incorrección política, venga de donde venga. Pero tal vez el triunfo del peor candidato republicano ayude a darle una nueva oportunidad al bueno de Mel Gibson, que sin duda es capaz de hacer con solvencia y sin culpas las películas que el complejo militar-cultural demanda, sin personajes que lloren o se quiebren al volver a casa. Es tiempo de valientes, el futuro les pertenece.

Posdata: El público popular del cine Monumental, el último cine sobreviviente de la calle Lavalle donde vi la película, prorrumpió en un aplauso cerrado al final de la función. Entrar en un cinematógrafo de la calle Lavalle y encontrarme (no sin sorpresa) con ese regocijo violento me parece tan deleznable como encontrarme (no sin sorpresa) con aplausos a salvajes relatos autóctonos. Hago esta aclaración para que nadie achaque a turbios sentimientos antinorteamericanos esta filípica contra un film que conquista a (casi) todos los públicos.

Nicolás Prividera / Copyleft 2017