EL TRABAJO NO LIBERA: A PROPÓSITO DE SULLY

EL TRABAJO NO LIBERA: A PROPÓSITO DE SULLY

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15 Dic, 2016 11:28 | comentarios

Por Nicolás Prividera

Leo una discusión al pasar sobre la última película de Eastwood, que parte de la asunción de sus bondades. Lo que explicaría que Francotirador no era tan reaccionaria, según uno, o que el director padece una suerte de esquizofrenia, según otro. Por mi parte, creo que ambos se equivocan, empezando por la presunción inicial, que –como premisa errónea- invalida todo el razonamiento: Sully, digamos, no es tan buena como (les) parece.

Desde ya, habría entonces que empezar por definir de qué hablamos cuando usamos adjetivos como bueno-malo para referirnos a un film, en tanto esas palabras (de inequívoca resonancia ética) siempre implican un para qué más que un para quién. Pero eso nos llevaría demasiado lejos de estas breves líneas, por lo que tratemos de saltar el escolio del mismo modo en que lo hace Eastwood en su relectura formalista de cierto cine clásico: si hay una ética en los films, está en el hacer.

La repetida justificación del héroe accidental (“solo hice mi trabajo”) se corresponde con el dictum que se suele atribuir a cineastas como John Ford o Howard: “el trabajo bien hecho” es el mito fundacional del clasicismo hollywoodense. Pero (para entender por qué Eastwood es el heredero de una contradicción histórica, más que el último representante de un reino en decandencia) hay que empezar por separar a Ford de Hawks: para este, lo que prima es el grupo (con sus jefes impenetrables y sus malos de película, en conflicto excluyente), para el otro la comunidad (con sus líderes heridos y sus ovejas descarriadas, dos caras de la misma moneda).

Eastwood (que encarnó como actor su perfil de director) está más cerca del Wayne de Río Bravo que de Searchers. Incluso en esa elegía equívoca que es Gran Torino, el personaje muere en su ley y jamás abandona el paternalismo que lo dirige. Sería impensable verlo simplemente alejarse hacia el horizonte (quebrado y “vagando en el viento”) mientras la puerta se cierra sobre él. Pero si Eastwood jamás llegó a esas alturas como actor, triunfó allí donde Wayne fracasó: su sinuosa carrera lo convirtió en la única figura que podía aunar ambas tradiciones para encarnar el rol de ‘último director clásico’ (frente a su premiado Tarantino, gozoso dinamitador de los ancestros).

Sin embargo, Eastwood nunca dejó de asumir que su obra estaba dividida en dos: y así como desde Bird se ganó la respetabilidad que no le permitían sus películas como Harry el sucio, desde entonces se las ha arreglado para entregar dípticos que parecen redimir una vocación moderna frente a otros que lo hunden en el conservadurismo. Así, a las desequilibradas iniquidades de Mystic River o Million Dollar Baby se contrapone el sobrio rigor de Poder absoluto y Crimen verdadero (dos fábulas sobre la justicia y la paternidad), Los imperdonables y Un mundo perfecto (dos relecturas morales de la tradición), y –por supuesto– el explícito díptico conformado por Flags of our Fathers y Letters from Iwo Jima (dos elegías sobre los vencidos de aquí y allá).

Es en estas últimas donde el programa se vuelve autoconsciente y muestra su mejor cara (esos momentos fordianos que a veces parecen latir en el corazón hawksiano), para caer luego en la pereza reaccionaria de Wayne en El álamo o Los boinas verdes, que impregna inequívocamente películas como El sargento de hierro o Francotirador. Y ahí es donde aparece la clásica defensa de la labor realizada a conciencia, como si la ética del trabajo bastara después de Auschwitz.

Después de todo, Sully no es otra cosa (incluso en su nada inocente alusión al mismo 11 de septiembre omnipresente en Francotirador) que otro héroe americano: simplemente, no se trata esta vez del habitual guerrero que no soporta la vida ordinaria, sino del hombre común en una situación extraordinaria. Pero ambos expresan lo mismo (“solo hice mi trabajo”), como si Eichmann no hubiera dicho lo mismo. Claro en el dicotómico mundo de los héroes eso es lo de menos: basta con asumirse en el lugar correcto. Ford, en cambio, siempre entrevió lo que dejó como inequívoco legado al final de su carrera: no impriman la leyenda.

Nicolas Prividera / Copyleft 2016