TODOS LOS HOMBRES DEL CINE

TODOS LOS HOMBRES DEL CINE

por - Ensayos
05 Mar, 2009 02:03 | 1 comentario

Por Nicolás Prividera

Escuchando el fallido juramento presidencial de Obama, recordé que había visto esa escena antes. Pero no en la TV, sino en el cine. O en una televisión dentro de una película, aunque la película sólo pude verla en TV. Y la película empezaba con una imagen de TV, en la que se veía a Nixon arribando al Capitolio. Pero en realidad era la segunda cosa que se veía, porque la película empezaba con la pantalla en blanco. Que era en realidad una página en blanco, el primerísimo plano de una página en blanco, partido por la tecla de una máquina de escribir. Y cada tecleo en la máquina de escribir sonaba como un disparo (la máquina de escribir como arma: transposición literal de la metáfora de Rodolfo Walsh.) Y en la página se leía un número (1972), que era en realidad una fecha. Y luego venía el arribo de Nixon, con una gran sonrisa (que sólo podemos rever irónicamente) . Y luego el título: All the president’s men.

All the president’s men estaba basada en el libro del mismo título escrito por Bob Woodward y Carl Bernstein, los periodistas del Washington Post que habían investigado el affaire Watergate (que había puesto al descubierto una red de espionaje que involucraba al FBI, la CIA y -por supuesto- la Casa Blanca), que había provocado la caída de Nixon. El libro era mucho más que el resumen de lo publicado en el Post: era la narración en primera persona de cómo los periodistas habían llegado a descubrir esa historia oculta (es decir: una historia entrevista sin imaginar que tras ella está la Historia), y cómo habían tenido que luchar para lograr exponerla (la Historia como producto de la persecución de una historia).

Esa elección fue consecuencia tanto del auge del new journalism como del interés del productor Robert Redford, que había contactado a los periodistas con vistas a hacer un film sobre su propia investigación: esto ya no significaba una mera diferencia en el punto de vista de la narración, sino transformar a los reporteros-estrella en meras estrellas (unos años antes, Jorge Cedrón había adaptado al Walsh de Operación masacre incorporando como protagonista a uno de los sobrevivientes -el luego refusilado Julio Troxler-, pero no incluyó a Walsh más que como guionista. Walsh había escrito su libro porque «soñaba con ganar el Pulitzer», pero Operación masacre descubrió, más que un crimen de Estado, su persistente encubrimiento. Por eso el film fue producido en la clandestinidad, y muchas de sus «estrellas» tuvieron luego que emprender el camino del exilio…) Para la buena conciencia americana, Watergate no debía ser leído como la caída de un gobierno corrupto, sino la demostración de que el sistema funcionaba… Sin embargo, el film logró sobreponerse a sus estrellas y a su moraleja, porque a esas fuerzas de la naturaleza hollywoodenses se le opuso la resistencia de un grupo de hombres educados en el cine clásico.    

La fotografía es de Gordon Willis (El padrino), el guión de William Goldman (Butch Cassidy), y la dirección de Alan Pakula (Klute): tres confesos herederos del cine clásico. Pues el cine moderno (es decir, el anterior al contemporáneo*) es, entre otras cosas, un arte interesado en cómo se desarrolla la historia (y la Historia), más que un mecánico arte del movimiento (falso, por supuesto). Esa fue la gran herencia del cine clásico: la ética de la forma (ya no se hacen films así, salvo por quienes pretenden remedar la vieja ética del héroe individual, como Eastwood.) Si el cine clásico impuso el dominio de la forma (como mecanismo narrativo), el cine moderno fue el primero en explorar su propia Historia.

La importancia de All the president’s men está entonces en su conciente reconstrucción formal (al hacer centro en una de las grandes obsesiones norteamericanas -la conspiración- y hacerla «visible»), o bien: en el modo en que su forma expresa una concepción de la Historia (muy distinta a la que veinte años después propondría Stone en JFK, atravesada por una visión idílica del pasado). En la senda de (o entre) Three days of Condor y The conversation, el film de Pakula logra representar un momento político clave (no sólo al tocar uno de los momentos más importantes de la política americana posterior al asesinato de Kennedy, sino al abordarlo casi en el momento mismo de los hechos) y hacerlo de tal forma que logra convertirse en un film clave de los ’70 (aunque hoy no tenga la contemporaneidad del film de Coppola, o precisamente por eso…). Lo que no es poca cosa visto que esa es tal vez la última época notable del cine norteamericano: en esa década que va de fines de los ’60 a fines de los ’70 (entre Bonnie & Clyde y Apocalypse now, digamos) una nueva generación de directores produjo una serie de films que pueden ser considerados los últimos clásicos modernos de Hollywood (los que nacimos en esos años, y crecimos viendo ese cine, tenemos con él la misma relación que la generación del ’60 tuvo con el gran cine de los años ’40.)

 

Permítaseme volver al ejemplo personal: vi All the president’s men infinidad de veces (ya que fue un film muy repetido en TV durante toda mi adolescencia), pero nunca lo entendí del todo. Había tantos nombres, y el recorrido era tan cargado de información, que en algún punto siempre me perdía… Sin embargo, eso no alteraba en nada la potencia del film (algo parecido les sucedía a los espectadores de The Big Sleep, de Hawks: es conocida la anécdota sobre las llamadas de los guionistas a Chandler para intentar desembrozar la historia, cuyos giros ni él mismo podía descifrar.) El cine clásico se basaba en la confianza: nos bastaba que el héroe entendiera su lugar en la historia, y que la historia nos llevara. En el cine contemporáneo todo está en duda (lo que no estaría nada mal, si se tratara de una «duda metódica», pero que ejercida sin enjundia sólo consigue menoscabar sus propias bases).

En un momento de All the President’s Men, Woodward (Redford) le dice a Bernstein (Hoffman), al aceptar que él escribe mejor la historia sin importarle sus antecedentes: «No me importa lo que hiciste, solo me importa cómo lo hiciste». Podríamos decir lo mismo del cine: no se es clásico en relación a una época, sino por la fidelidad a una cierta forma… Claro que la época ayuda: era más fácil ser clásico cuando aún había confianza en la Historia. Pero es esa confianza la que se ha perdido, más o menos por la época en que transcurre All the President’s Men. «¿Cómo se puede seguir haciendo algo en lo que ya no se creé?», le pregunta Woodward a Bernstein cuando la historia que buscan parece derrumbarse: «Se vuelve a empezar desde el principio».

Pakula, Goldman y Willis intentaron ser contemporáneos (a su época) sin dejar de ser clásicos: eso define el cine moderno (además de su «conciencia» de ser parte de la Historia). No se trataba de volver al viejo cine de Hollywood, sino de actualizarlo: si en algún momento los protagonistas de All the President’s Men parecen anonadados por los símbolos del poder (representados por esa marmórea ciudad de Washington que recorren a oscuras, en planos abiertos que destacan la pequeñez de los hombres frente a la Historia…) el derrotero del film los muestra siempre volviendo a las fuentes, al poder de los símbolos (a esa redacción luminosa donde los demás periodistas parecen ajenos a los acontecimientos -perdidos en sus historias mínimas-, y donde los viejos maestros les dan una mano…). Así en la vida como en el cine.

Dos recordados planos resumen la (a)puesta de la búsqueda: uno es el largo plano cenital en la Biblioteca del Congreso, que va (por un corte cuya discontinuidad se borraría hoy digitalmente) desde los cientos de fichas que los periodistas tienen en sus manos (persiguiendo un nombre escondido entre innumerables nombres), hasta abarcar completa la gran sala de lectura que los cobija e ignora (plano repetido más adelante en el exterior, en un plano que va desde el auto nocturno donde repasan otra interminable lista al lento amanecer sobre Washington…). El otro plano contiene a la televisión del comienzo (repetida en diversos momentos del film, pero nunca vista por Woodward y Bernstein sino por lo otros, los que ignoran la «realidad» y sólo la ven a través de la pantalla), mientras los protagonistas continúan su silenciosa labor, ajenos a ella. 

Y es que, a diferencia de Frost/Nixon, la última película dedicada a ese presidente que parece resumir la mala conciencia americana, como contracara del «buen» Kennedy, All the President’s Men no es un film sobre la omnipresente influencia de los medios. No sólo porque en ese momento no existían los poderosos multimedios (que hoy harían imposible, en su ramificación de intereses, que se descubriera un complot del que seguramente formarían parte) sino porque All the President’s Men es, como todo film moderno, una mirada autoreflexiva sobre los límites de la pantalla (desde el uso del espacio off en las llamadas telefónicas a la presentación velada de «garganta profunda», la película de Pakula se construye como contracara de la opulencia comunicacional: el cineasta, como el investigador, sólo puede reconstruir un mundo en base a fragmentos a los que intenta dotar de sentido.)

En la citada imagen final del film, vemos la pantalla dividida (compositivamente) en dos: en primer plano vemos en TV a Nixon prestando juramento, mientras en el fondo los periodistas siguen escribiendo (la historia que lo hará caer). Si aún queremos encontrarle un sentido a esta imagen bifronte, es preferible no pensar en los más evidentes (como aquel que reza que si un hombre cualquiera puede llegar a presidente -según la mitología norteamericana-, uno cualquiera lo puede destruir. O bien aquel que propone la  falsa transparencia de la imagen televisiva contra el espesor de la palabra escrita.) Hay en realidad tres imágenes superpuestas: la de la televisión, la de los periodistas, y la que los encuadra a ambos (la de la virtual pantalla mayor del cine). Pues no hay que olvidar que (aunque veamos el film por TV…), el televisor está dentro de un cuadro mayor: el plano cinematográfico. Y si la TV construye una imagen que pretende suprimir la distancia con lo real, el cine construye una imagen que piensa esa distancia (o sea: que piensa manteniendo esa distancia). Esa era, al menos, la nobleza del cine clásico: un cine que no pretendía ir más allá de lo real (como su bastardo hijo digital), sino que era conciente de su poder de re-presentación (aunque procediera por «suspensión de la incredulidad» y no por distanciamiento brechtiano). Un cine que, consciente de su poder, esbozaba una ética basada en la representación de sus propios límites.


  * Utilizo la habitual división en períodos (más o menos consensuados), aunque algo adaptada (sobre todo en cuanto a las fechas, que trato de hacer coincidir con algún momento histórico relevante del siglo XX que explique, en parte, esos cambios de hegemonía): cine antiguo o primitivo (1897-1914), cine formador (1915-1929), cine clásico (1930-1945), cine moderno (1946-1989), cine contemporáneo (1989-?). Me he referido implícitamente a esta división en varias oportunidades (Cfr. la serie «Notas para una discusión de cierta tendencia del cine contemporáneo»)

Fotos: 1) fotogramas de Todos los hombres del presidente; 2) Afiche de Todos los hombres del presidente; 3) fotograma de Todos los hombres del presidente.

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