THE OTHER SIDE OF THE WIND

THE OTHER SIDE OF THE WIND

por - Críticas
09 Nov, 2018 12:02 | comentarios
Prividera sobre el espectral regreso de Orson Welles.

LA ÚLTIMA PELÍCULA 

A lo largo de los años, se ha escrito mucho sobre The Other Side of the Wind, la película inconclusa más famosa de Orson Welles, y acaso de toda la historia del cine. Ahora que llega hasta nosotros a través del tiempo, luego de y gracias a una confluencia de azares y voluntades contradictorias, su malditismo y misterios permanecen intactos. Los críticos no se deciden entre tomarla por una curiosa excentricidad o una obra maestra, mess o masterpiece.

Algunos advierten que tal vez es una mess masterpiece, una obra maestra monstruosa, en todos los sentidos de la palabra. La obra más singular del más singular de los cineastas norteamericanos, cuya opera prima ya era un aleph que parecía contener toda su gloria y oscuridad futuras. Así, The Other Side of the Wind es otro laberinto de espejos (rotos) en el que cada cual encuentra su propio rostro deforme. Un compendio wellesiano lleno de sorpresas, una despedida amarga y festiva a la vez, un film que clausura una obra y la abre hacia nuevas miradas y enigmas.

De todas las preguntas que deja su visionado (y, como cualquier película de Welles, The Other Side of the Wind demanda ser vista muchas veces), no es la menor el por qué un film rodado hace casi medio siglo por un hombre que lleva muerto 30 años es más urgente y estimulante que la mayoría de los films actuales (basta revisar la burocrática versión de King Lear de este mismo año, e imaginar lo que Welles pudo haber hecho en su ocaso si le hubieran dado la oportunidad). Un film vital pese a toda su mortuoria carga, que jamás condesciende a la nostalgia y prefiere estallar a desvanecerse.

The Other Side of the Wind, Francia-Irán-EE.UU., 2018

Dirigida por Orson Welles. Escrita por Oja Kodar y O. Welles.

Porque The Other Side of the Wind no es solo el autorretato final de una carrera estrepitosa que fue del esplendor al ocaso (ambos prematuros), sino también, parafraseando lo que decía Borges sobre  la literatura, la demostración de que el cine “es un arte que sabe profetizar aquel tiempo en que habrá enmudecido, y encarnizarse con la propia virtud y enamorarse de la propia disolución y cortejar su fin”. Ese paradójico espíritu estoico, que celebra hasta el final su evanescencia (y hasta se permite una reflexión oscura sobre su baziniano afán momificador), nos embarga ante las imágenes finales de  The Other Side of the Wind, cuando el film y su doble se unen, en lo que es en sí uno de los finales más poderosos de la historia del cine.

En el último plano vemos la pantalla de un autocine ya desierto, al amanecer, sobre el que se evapora la última imagen de la película (el film dentro del film dentro del film…), mientras se escucha la voz seca de John Huston: “El ojo de la Medusa. Todo lo que miro acaba muriendo bajo mi mirada. Tal vez esa mirada es capaz de causar mal de ojo. En cierta ocasión me tropecé con unos bereberes en las montañas del Atlas que no me permitían ni siquiera enfocar mi cámara. Pensaban que iba a sacarles sus almas. ¿Quién sabe? Quizá pueda hacerlo. Secar su virtud. Sorber sus jugos vitales. Filmar bellos jóvenes y lugares. Filmarlos hasta matarlos” (o más precisamente “filrmarlos y matarlos”, como dice uno de los innumerables juegos verbales y visuales de The Other Side of the Wind: “Shoot them dead”).

Apenas antes hemos visto a la heroína derribando un enorme falo, así como antes disparaba sobre el cazador solitario en su fiesta de cumpleaños y despedida. La libertad del film dentro del film es una de las muchas sorpresas que depara The Other Side of the Wind. Bajo el influjo sensual y asesino de Oja Kodar (como el de Rita Hayworth en The Lady from Shanghai), eros y tanatos juegan su juego de luces y sombras (en un technicolor saturado que hizo a Suspiria vieja antes de nacer). Como toda la película, es una enorme broma que Welles se tomaba muy en serio, porque era consciente de que era su acto final, su gloriosa salida de escena.

Se trata, en definitiva, del fin de todo lo imaginable, pero mirado sin pena melancolía. Entre tantas otras cosas, del fin de una era (como en The Magnificent Ambersons), de la ruptura de una amistad filial (como en Chimes at Midnight), y de la autodestrucción de una emblemática figura desmitificada (como en Mr Arkadin). Como Citizen Kane, como Othello, el film inicia con la muerte de su protagonista, y toda la historia no es sino un gran flashback dentro de otro, que dibuja un laberinto sin centro (la homosexualidad latente es apenas un evidente “rosebud”, otra de las chanzas hirientes que Welles va tejiendo sobre su propia vida y obra en The Other Side of the Wind). Esta elegía crepuscular es su Sunset Boulevard, su 8½, su Le mepris, es decir, su gran film autoconsciente, que los contiene a todos.

Porque Jake Hannaford, el clásico director de cine en desgracia, es mucho más que un doble del propio Welles: es también Huston (que se presta a la autoflagelación con su actuación más memorable), Ford (cuya parquedad es parodiada en su primera línea de diálogo), Hemingway (cuyo suicidio inspiró la primera versión del guión, llamado “Sacred Beast”). Y toda la troupe que lo rodea, shakespearianamente (Bodganovich como principe Hal, Foster como una suerte de Falstaff, etc) es en sí misma una cruza entre el viejo y el nuevo Hollywood: ahí están desde los compañeros de aventuras de los inicios (Paul Stewart, Mercedes McCambridge, Edmond o’Brien) hasta quienes llegaron a ser en sí mismos figuras poderosas (como el a su vez caído en desgracia Peter Bodganovich o el productor Frank Marshall, ambos responsables de que finalmente podamos ver esta versión –ciertamente incompleta y para nada imparcial– de The Other Side of the Wind).

Esa corte de los milagros tenía en Welles a su Rey (Lear) desterrado. Pero como dice  de él Jeanne Moreau en The Orson Welles Story, no es que estuviera en el exilio porque había perdido su reino, sino porque “no había un reino digno de Orson Welles”. Como Pasolini (que no en vano se funde con él en La ricota), Welles también era “una fuerza del pasado” que venía (y aun viene) a atormentar al presente. Mientras los ya viejos jóvenes decaen, y los ya no tan jóvenes también, podemos ver The Other Side of the Wind como un film completamente moderno y adelantado a su tiempo, y acaso también al nuestro. Una burla del new Hollywood por entonces en ciernes y a la vez la mejor película de cualquier new Hollywood, que no deja en pie a ninguna bestia sagrada, pasada o presente (de hecho podemos imaginar perfectamente las salidas que le habrían inspirado nuestros celebrados cineastas, de Tarantino a Serra).

Welles no perdona a nadie, empezando por sí mismo (solo reserva su simparía para Billy Boyle –el personaje encarnado por el también director Norman Foster–, ese “soldado de Napoleón” que es quien hace la verdadera historia). Y dispara sus dardos tanto contra los viejos dinosaurios como contra los jóvenes viejos, contra el sistema industrial pero también contra el autorismo de diseño. Contra el Antonioni de Zabriskie Point, pero también contra American Graffiti (¿contra The Last Picture Show y a favor de The Last Movie?). No mira con nostalgia el pasado ni idealiza el presente, porque siempre está (esta vez literalmente) en el futuro.

Cuando se estrenó F for Fake (el documental que filmaba –y hay que ver– en paralelo con The Other Side of the Wind) también fue considerado un “mess” y no la obra maestra que es: lo que confundía y confunde hasta a los críticos es su apariencia descuidada, en contraste con el dominio formal que hizo famosas sus primeras películas, cuando tenía todos los medios a su disposición. Pero a medida que el sistema lo abandonaba, Welles también abandonaba el sistema Caos y azar empiezan a ser parte de su magma creativo tempranamente, desde su primera película inconclusa (It’s All True) y ya abiertamente en The Lady from Shanghai, su virulenta primera despedida de Hollywood. Desorden y desastre son parte de su creación porque son parte de su vida. Como Bresson, Welles sabía que “el viento sopla donde quiere”, y que la gracia no está en los materiales sino en la mirada. Como Rocha, entendía que el cine es una “tierra en trance” en la que todo puede ser expresado (y se puede expresar todo) desde el hambre más profundo.

The Other Side of the Wind es una farsa devenida tragedia, y una tragedia que vuelve ahora como farsa. Su psicodélico centro (con prólogo y epílogo en unos estudios y autocine abandonados y fantasmales) es la fiesta misma como forma contradictoria y abierta. De hecho esa escena primordial es lo que más siguió (y podría haber seguido, literalmente hasta la muerte) filmando. Como queda claro viendo They’ll Love me When I’m Dead (el documental que narra sus últimos 15 años de vida), la película iba mutando hasta convertirse en su propia vida: no el cine como forma de la autobiografía (tan común en estos días), sino la vida como materia inseparable del cine.  Acaso por eso la incompletitud se torna forma y destino de toda obra de arte viva (y acaso de toda vida entregada al arte, como manda toda vanguardia).

Por eso Welles es también la imagen irredenta de la independencia, mucho antes y después que Cassavetes (para entenderlo es imprescindible ver One Man’s Band, un documental hecho a partir de los restos de todo lo que filmó en su largo peregrinar, y de paso recordar que llegó al deseo del cine antes que a Hollywood, reviendo su inicial Hearts of Age). Porque no se trataba solo de un asunto de producción, sino de la rebeldía como única potencia de un arte no extenuado. Por eso Welles odiaba los “homages”, sobre todo los que se le hacían a la vez que le negaban la posibilidad de filmar (como cuando en 1975 recibió el “Life Achievement Award” del American Film Institute, honor al que asistió solo para conseguir fondos para completar The Other Side of the Wind, lo que por supuesto no consiguió).

En uno de sus últimos reportajes, se lamentaba de que había consumido la mayor parte de su energía en buscar financiación. Pero no solo se la negaron en vida, sino que ni siquiera lo amaron hipócritamente cuando estuvo muerto. Según Joseph McBride, cuando en los años 90 se hizo un primer intento post-mortem para poder finalizar The Other Side of the Wind, ni siquiera confesos admiradores como Spielberg, Lucas, o Eastwood quisieron aportar lo necesario. Mientras Spielberg compraba el trineo de Citizen Kane por miles de dólares, Lucas se llenaba de nostalgia y dólares con los clones de su space opera prima, y Eastwood jugaba a encarnar a Huston en Black Hunter White Heart. Podían salvar a Kurosawa del suicidio produciendo sus sueños shakespereanos, pero no rescatar a su propio genio caído de la humillación, el dolor y la espera kafkiana.

Dice Huston en su autobiografía (An Open Book), recordando cuando fue a recibir el Oscar honorario que le dieron a su amigo a inicios de los 70: “me chocó que aunque le estuvieran rindiendo un homenaje, ningún estudio le ofreciera dirigir una película. Quizá se abstenían por miedo. La gente le tiene miedo a Orson. La gente que no tiene su vigor, su fuerza, y su talento. Estando cerca de él, todas las insuficiencias de ellos se hacían patentes con demasiada celeridad. Tienen miedo de sentirse abrumados”. Welles abruma aun hoy, como un espíritu vuelto de la tumba gracias a ese cine que amaba demasiado.

No hay contemplaciones de ningún tipo en The Other Side of the Wind: todo el film es un acelerado ajuste de cuentas, acaso menos salvaje que si él mismo lo hubiera concluido. El esmerado montaje de Bob Murawski (ganador del Oscar por The Hurt Locker) parece querer seguirle el paso a las escenas que Welles llegó a editar, pero (además de algunas decisiones discutibles, empezando por alterar aquí y allá el montaje que el propio Welles había podido realizar) da la impresión de estar siempre por debajo de la potencialidad del material. Hay algo de “normalización” en el trabajo de reconstrucción de la película, como esos restauradores que se empeñan en darle a la obra la respetabilidad de su propio tiempo. Queda la esperanza de poder ver las “escenas eliminadas”, y (más lejana aun) la posibilidad de que alguien alguna vez intente una versión menos conservadora (por momentos el film parece la venganza del personaje –y no tanto– de Bodganovich, entregado a su propio lamento y ajuste de cuentas).

La gran pregunta no es solo qué hubiera hecho Welles, sino que estaría haciendo hoy, con el mundo digital a sus pies. Podemos perfectamente imaginarlo maravillado ante la posibilidad de ya no tener que arrastrar una moviola en su equipaje, filmando por todas partes con un IPhone, y pensando la forma de utilizar las plataformas digitales. Que su film haya sido lanzado por Netflix es menos una ironía del destino que la constatación de lo bien que le sentarían los formatos nuevos que gustaba de investigar, aunque desde los márgenes no podamos sino lamentar –cinefilia mortuoria al fin– no poder ver su despedida en pantalla grande.

The Other Side of the Wind transmite implacablemente, dentro y fuera de la pantalla, la gran lección de Welles: hay que filmar como sea, sin excusas, hasta el fondo y el final, más allá de todo y todos. Como sus personajes, Welles murió en su ley: sobre su máquina de escribir, mientras trabajaba en otro de sus proyectos irrealizados. Nos gustaría creer que los dejó así para que seguir apareciendo ante nosotros cada tanto, con su capa y su habano, como un alegre fantasma del porvernir.

Nicolás Prividera / Copyleft 2018