TE DOY MIS OJOS: EL CINE, LA CRÍTICA Y EL PÚBLICO

TE DOY MIS OJOS: EL CINE, LA CRÍTICA Y EL PÚBLICO

por - Ensayos
23 Feb, 2008 12:08 | comentarios

Por Roger Alan Koza

 

Un amigo mío llevó irreflexivamente a su hijo a ver Bañeros 3. Me comenta que se durmó pero que su hijo, al menos cuando él estaba despierto, se reía durante la película. Discutimos sobre la mistificación del cine popular en manos de este producto, de su retórica reaccionaria disfrazada de entretenimiento familiar. Días después, mi amigo me llama para contarme una declaración de su hijo. Sin ser inducido por su padre, el niño vio en DVD El cameraman, con Búster Keaton. Y sentenció: «Papá, ésta está mucho mejor que la de los bañeros».

La anécdota puede ser la prueba de una tesis, el indicio de que el film de Ledo, efectivamente, sobrestima (y desprecia) la inteligencia popular. Pero en verdad, va más allá de ese caso particular. En efecto, el caso mencionado sirve para descifrar la brecha entre los criterios de los críticos cinematográficos y el gusto del público.

Hace un mes atrás el crítico del New York Times, A.O. Scott intentaba pensar esa distancia cada vez mayor entre quienes escriben sobre películas y quienes asisten a verlas, y procuraba explicar y justificar el oficio del crítico. El crítico, decía, trabaja para el espectador, e intenta resguardar para él o ella una concepción del cine entendido como arte, sin negar desde ya su incuestionable costado de entretenimiento popular. Scott no es, precisamente, un crítico radical, alguien capaz de defender un film de Kiarostami a expensas de uno de Scorsese, pero en su artículo bien delimita el problema.

Partamos de esta afirmación de un exponente excelso de esa tradición literaria menor denominada crítica cinematográfica, Siegfried Kracauer: «Un buen crítico sólo puede ser concebido como un crítico de la sociedad». La afirmación puede parecer exagerada, pues muchos críticos cinematográficos limitan su análisis al placer que le proporciona una película determinada. El gusto del crítico es uno de los tantos criterios a la hora de ejercer el oficio pero no es ni el único, ni el definitorio. Ver una película para juzgar si ésta coincide o no con el gusto de quien escribe es convertir el trabajo del crítico en mero narcisismo ilustrado. Un crítico, más que nadie, debería interpelar su gusto, ampliarlo, cuestionarlo, pues para aprender sobre una película se debe saber que el gusto es proclive al cambio. De lo que predica una función de la crítica: suministrar conceptos pertinentes para la constitución del juicio (estético) del lector y posible espectador, que le permita expandir su gusto. El límite del placer es proporcional al límite respecto de la capacidad de ver.

Pero ¿qué podemos ver? ¿Hay acaso un hilo secreto entre lo que se puede ver y lo que gusta? Un crítico deberías saber: lo que se puede ver regularmente en una sala de estrenos semanales corresponde a un 30% de lo que se puede ver del cine que se realiza en el mundo. Un crítico debería dejar constancia de que existe otro cine fuera de Hollywood. Un crítico, además, debería reconocer que, cuando él redacta su análisis, su mirada está influenciada por una cantidad de películas que el público no ha tenido acceso, y que por tanto habrá de juzgar una película bajo un parámetro comparativo desconocido por muchos de sus lectores.

Pero la descripción anterior corresponde a un crítico ideal, acaso perteneciente a una minoría. Muchos colegas tampoco tienen el privilegio de ver películas fuera del canon que consagra anualmente el mercado, y que Hollywood celebra en su festín obsceno de la noche de los Oscar. En efecto, existe un anónimo pero omnipresente seleccionador que va paulatinamente confeccionando un espectador y también un tipo de crítico, un dictador difuso que impone sus reglas sobre qué es el cine, el placer, la denuncia, la reconstrucción histórica, el amor en la pantalla. Su aforismo predilecto es «lo que el público quiere ver»; su método pedagógico la repetición publicitaria; su triunfo comercial puede verificarse en la irrefutable prueba empírica de que su preferencia es la de todos: los números de taquilla así lo confirman.

Sí, nuestro gusto es el gusto diseñado por la lógica del mercado, ese juego perverso y dominante en el que se inventa una necesidad y un placer en el nombre de la libertad del consumidor, del espectador (o el crítico) que supuestamente elige lo que quiere ver. Si el cine fuera un supermercado de alimentos la oferta se reduciría a alimentos saturados en grasas con escaso valor nutritivo. Todo lo que se puede adquirir en ese gran mercado del cine, lo que hoy se puede ver en una sala, equivale a una dieta monocorde de embutidos, carne picada y alguna ingesta ocasional de proteínas ligeramente saludables. En ese sentido, no debe sorprender que el negocio de las cadenas de exhibición cinematográfica sea, precisamente, la venta de comida chatarra. Hay un misterioso correlato ideológico entre el fast-food y el cine devenido en espectáculo de masas. La ideología siempre está expuesta.

 

Y es peligroso, también, glorificar el asentimiento masivo de un film como dato que explica su calidad, su verdad estética, aquello que responde al deseo colectivo sobre qué cine se quiere ver. Los números no son un argumento. La verdad (estética) no es una cuestión de consenso. Si hay algún momento rescatable en Manderlay, segundo film de la trilogía sobre Estados Unidos en manos del provocador profesional conocido como Lars von Trier, es el pasaje en donde su angelical protagonista les regala la democracia a los ya negros libres, ayer esclavos, ahora listos para deliberar el destino de su pueblo. La primera gran decisión tomada en conjunto consiste en linchar a un traidor, miembro de la misma comunidad. Dicho de otro modo: las miles de entradas pagadas para ver un film como Bañeros 3 no significa que la verdad pertenece a la mayoría, que si el público responde es porque solamente gusta, y que ese es el cine que se quiere ver. La respuesta masiva es un síntoma de otra cosa: ello denota un momento histórico cultural en el que la experiencia de pueblo se disuelve en la de masa, y ésta como tal implica un debilitamiento de las facultades racionales del individuo, quien carece de una protección y reacción intelectual capaz de hacer frente al poder ominoso y eficaz de la publicidad. Si el cine es una industria de entretenimiento masivo, la publicidad constituye a fuerza de repetición un deseo masivo de consumo. Es un círculo irrespirable aunque admirable en su funcionamiento. ¿Cómo liberar entonces el deseo? ¿Cómo retomar la identidad obnubilada bajo la seducción del marketing? ¿Cómo conocer lo desconocido?

Un crítico de cine, entonces, podría ejercer un rol específico: devenir en crítico social, si se entiende por crítica el acto de desenmascarar qué se dice con una película y desde dónde se enuncia aquello que se dice y muestra, sin dejar de advertir, desde ya, de qué forma un director elige construir las escenas que conforman su película. ¿Por qué en Luna de Avellaneda, por ejemplo, el personaje de Darín jamás cruza el riachuelo para buscar a la niña de clase obrera que aprende danza en el club al que él pertenece? En la próxima película de Oliver Stone sobre los atentados de las torres gemelas, los dos héroes del relato son netamente estadounidenses, aunque las 2.749 personas asesinadas el 11 de septiembre pertenecían a 87 países distintos; una tragedia humana travestida en tragedia nacional. Y ¿por qué la iconografía dominante en el regreso de Superman remite a un cristianismo mesiánico? Curiosa coincidencia respecto de la retórica política de un país, cuyo universo simbólico evoca inescrupulosamente a las cruzadas medievales. Las películas son síntomas del mundo, fantasías colectivas o expresiones de un imaginario social definido. Un crítico debería hacer un esfuerzo por leer el inconsciente de las películas, hacer hablar lo que ellas muestran sesgadamente.

Por eso quien escribe crítica cinematográfica debería tener en cuenta aquellas películas que aportan otras miradas, otros discursos, otros modos de estar en el mundo. A veces son películas que se ven en festivales, y que darles visibilidad en la discusión pública puede significar su posible estreno comercial. Hay que defender las buenas películas, pues de que éstas puedan ser vistas depende de que se forme un buen público. Y es allí que un crítico puede ser el centinela y testigo de que hay algo valioso que el mercado execra por una supuesta rentabilidad deficitaria. ¿Quién sino el crítico puede anunciar y enunciar la importancia de una película desconocida, una capaz de transmitir otra mirada sobre cómo vivimos, resistimos, creamos, amamos? No se trata de devenir en un especialista que pontifica desde las alturas de un suplemento cultural o desde una cátedra para pocos.

Se trata más bien en convertirse en un intercesor entre aquellas obras artísticas, populares o de vanguardia, que todavía no encuentran su lugar de exhibición, y su público, propenso a elegir como propio algo que se le impone. Un crítico intercesor escribe sobre películas fantasmas, películas intempestivas aunque necesarias para visualizar algo fundamental de la estructura básica de nuestro mundo. Hay películas que hacen hablar zonas mudas de nuestra experiencia del mundo. ¿Qué fueron acaso Ladrón de bicicleta, Día de fiesta, Noche y niebla? El crítico intercesor puede espigar entre los tesoros del pasado y recordar a un público embotado de novedades de que existe, por ejemplo, un cómico popular llamado Búster Keaton. Pero el crítico intercesor también necesita detectar las películas del futuro, y traducir rápidamente para su público un código desconocido pletórico de posibilidades. Intercesor, vocero, hermeneuta, incluso geógrafo de las imágenes, el crítico debería buscar las películas que abren el horizonte simbólico de sus espectadores, aquellas que estimulan el instinto utópico de la platea.

 

Hay muchas películas que son explosiones de esperanza, títulos que se extinguen en la infatigable selección artificial del mercado. Un crítico debería vociferar la existencia de un film como Rosetta, de los hermanos Dardenne, de El mundo, de Jia Zhanke, de Juventud em marcha, de Pedro Costa, películas que ennoblecen el séptimo arte y reconstituyen su poder libertario y emancipador. Ese fue el credo de Chaplin, Tati, Keaton; es también la fe innegociable que sostienen todavía realizadores como Godard, Haneke, Cronenberg, Érice, Tarr, Kiarostami. El crítico, en verdad, presta sus ojos al lector. Convertirse en lupa y telescopio de quien no tiene el tiempo de hacer de una pasión una profesión, en eso consiste la deontología del crítico. El crítico ya no solo como artista, la bellísima apología concebida por Oscar Wilde para esta profesión siempre cuestionada, sino también la legitimación de una nueva figura, la del crítico como un obdusman de los derechos estéticos (y políticos) del público por ver imágenes del mundo.

 

COPYLEFT 2000-2008 / Roger Alan Koza

 

* Este artículo fue publicado en la sección cultural del matutino La Voz del Interior, del jueves 24 de agosto, 2006.