SOLANAS, LLINÁS Y EL EQUÍVOCO DEL «CINE POLÍTICO»

SOLANAS, LLINÁS Y EL EQUÍVOCO DEL «CINE POLÍTICO»

por - Ensayos
27 Dic, 2022 09:35 | 1 comentario
He aquí un texto que responde a otro, discutiendo sus premisas y conclusiones. Lo que suele (o solía) llamarse una polémica. Algo cada vez más inusual en nuestro medio.

El número 9 de Revista de cine contiene un dossier titulado “Algunas relaciones del cine”, en el que encontramos un artículo de Mariano Llinás llamado “Los hijos de Fierro y el cine político”. Como supone ya esa catalogación (lo “político” como un Ítem más entre pintura, cómic o tik-tok, entre otras “relaciones” del dossier), se trata de poner en cuestión eso que la propia nota define (“el cine político”) y una película en particular (a la que se alaba pese a esa relación). La argumentación de Llinás comienza por la definición de esa categoría, aunque confundiendo “la política” (concreta o referida a un momento histórico determinado) con “lo político” (en tanto relación transversal e inevitable, en tanto cualquier film representa algo para alguien, construyendo y expresando una intersubjetividad que siempre es política). 

La nota inicia con un verbo borgiano y la construcción de un hombre de paja: “Deplorar la falta de referencias a la política en los films ajenos se ha convertido en el tic central de ciertos sectores de la opinión cinéfila” dice Llinás, sin ponerle nombre a esos sectores que no verían la viga en el propio ojo antes que la paja en el ajeno. “Nuestro cine, nos dicen, adolece de una proverbial indiferencia a los conflictos nacionales: aquellos que florecen en los epigramas de twitter, que resplandecen en los sitios digitales reservados a las noti­cias, que reinan sobre la opinión pública en los todopo­derosos canales de televisión. El hecho de que el cine se sustraiga a esa aluvional provisión de novedades e invec­tivas efímeras, es, según nuestros críticos, señal de debili­dad, de cobardía, de complicidad con los gobiernos que han conducido la nación a la ruina”: Así, en apenas un par de frases pasamos de twitter a las noticias y la TV, confundiendo las “novedades e invectivas efímeras” con el registro del presente, e hiperbolizando una acusación que al ser atribuida a “nuestros críticos” parece hablar más de su comunidad defendida que de un improbable círculo de intrigantes .   

De este modo, sin mayor referencia real a ese “alcahuete [que] suele obtener mediante su copiosa utilización del dedo acusador unas pequeñas horas de gracia”, salta a la más justa “comprobación de que los films en los cuales sí aparece más o me­nos velada la referencia política sean objetos a los cuales no resulta demasiado fácil aproximarse”. Pero Llinás supone que en tanto “el film político se ocupa de cosas que el espectador conoce, dado que forman parte de sus preocupaciones cotidianas (…) tiene a su vez una posición tomada”, cosa que no sucedería con los demás “géneros”. Así, al entender lo “político” como género, lo restringe a la vez que libra al resto del cine de ese supuesto corset (“un apara­to intelectual y no emotivo”, dice, como si esa otra presunta división reforzara la anterior). De cualquier manera, salta olímpicamente una vez más desde esta definición a la pregunta de “¿cuándo un film político es bueno y cuándo es malo?”, asumiendo que existe la posibilidad (obviamente restringida) de un “cine político” bueno.

Los hijos de Fierro

Las opciones serían cuatro: 1) “un film cuya posición sobre determinado aspecto de la realidad ha satisfecho a quienes antes de entrar a la sala pensaban de un modo parecido a lo que en el film se enuncia y por el contrario ha disgustado a los ajenos”.;2) uno que “ha mantenido la adhesión de los propios y ha sumado la de los adversos, cuyas convicciones previas, mediante una serie de recur­sos de orden empático, ha —si no torcido— al me­nos alcanzado a tamizar”; 3) uno cuya “postu­ra es tan díscola que ha acabado por enfurecer no sólo a los adversarios previos sino también a quie­nes de antemano podían pensarse como afines”; 4) “al igual que el segundo de la lista, también ha complacido a todos, pero sobre todo a los rivales. Estos han aca­bado por rendirse ante los ardides desplegados y han intuido en el objeto en cuestión una beatífica bandera blanca”. No se entiende muy bien la diferencia entre este cuarto y el segundo. Y Llinás no da un solo ejemplo de cada uno de estos tipos “concesivo, pleonástico, seductor, intransigente”, pero es claro que prefiere este último (al que ubicó en tercer lugar en su previa descripción), pues pese a que no le augura un buen destino en tanto disgustaría a todos, “es el único capaz de mirar la realidad sin cortapisas”. Lo que no podía imaginar Llinás, en tanto escribió el artículo antes del estreno de Argentina, 1985, es lo exitoso que sería este supuesto “intrasigente”, que por lo visto también tuvo sus componentes concesivos, pleonásticos y seductores… Es decir, la misma película que firma como guionista prueba que su clasificación es como mínimo porosa o poco precisa. Pero con la misma arbitrariedad Llinás podría decir que Argentina, 1985 no es (buen) “cine político” (¿aun cuando gane el Oscar?)

De hecho, tras esta clasificación salta a una definición aún más restrictiva de cine político, sosteniendo que “no es la belleza ni la emoción lo que se persigue, sino un tipo concreto de intervención en la realidad. Su capacidad de convicción, su capacidad de revolución, su capacidad de disturbio: he ahí lo importante. En su relación con ese espectador competente y activo se juega su suerte. Es —como la oratoria, como la perfor­mance, como el happening— una forma de arte efímero, fugaz, incandescente. Es un arte de su tiempo: un arte de la hora”. Llinás termina así identificando “cine político” con “cine militante” (como el caso que desde el título se propone vilipendiar), aunque no pueda dejar de mencionar como al pasar al El acorazado Potemkin, otro ejemplo de cine “político” y “militante” que sigue siendo incandescente aunque ya tenga casi un siglo y la revolución parezca extinguida…

De ahí tal vez el siguiente salto, re­emplazando la expresión «cine político» por «cine de izquierda», en tanto serían “más ‘de izquierda’ aquellas imágenes capaces de oponer a su manipulación no ya una resistencia sino al menos una particular zona de indetermi­nación”. Tal vez podría haber encontrado buenos ejemplos cinematográficos para ilustrar esta inversión (en la que el verdadero cine de izquierda sería el que porta menos certezas o más preguntas), aunque la previa mención de Potemkin no lo ayude, pero en un nuevo salto –afuera del campo del cine– recurre a ejemplos del cancionero popular, comparando una canción de la Guerra Civil Española (“no hace falta abrazar la causa republica­na para dejarse conmover por su arenga”)con la Marcha Peronista (en la que solo ve “una fórmula fonética de pertenencia e invectiva”). Este sesgo (antiperonista) produce su última pregunta retórica, antes de explicar su atracción / repulsión (para decirlo en palabras de Andrés Avellaneda al analizar “La fiesta del monstruo” y otros cuentos similares) por Los hijos de Fierro: “¿debe el cine político asumir su recio destino panfletario o le es lícito condescender a la más feliz —pero acaso más blanda— seducción del goce estético?”

El acorazado Potemkin

No es extraño ver a Llinás persistiendo en su propios clichés, como si él mismo no hubiera podido dejar de asumir (con la sola mención de Potemkin) que el “recio destino panfletario” no solo puede “condescender a la seducción del goce estético”, sino estar unido inextrincablemente a él. Aquí podría mencionarse La hora de los hornos (una película no menos problemática) del mismo Solanas, pero Llinás prefiere abocarse a Los hijos de Fierro, a la que considera una “obra maestra” (e incluye en su lista de las 10 mejores películas argentinas de la historia), asumiendo que “el objeto resultante de esa aventura es in­finitamente más complejo que lo que su confeso destino de propaganda podría hacer prever”.

Para Llinás “la aproximación del film a la obra de Hernández no parece haber sido el fruto de una reflexión muy profunda”, aunque luego enumera similitudes entre ambos: “Her­nández escribe la primera parte del Martín Fierro en un período de gran agitación política que lo en­cuentra —como a Solanas— comprometido con una Revolución. Su nombre —como el de Solanas— está proscripto y es también en un estado de parcial clandestinidad que lleva a cabo la primera parte del poema. La intención de la obra —como la de Solanas— es inicialmente panfletaria”. Pero para Llinás el error fue no haber repetido la “astucia de evitar cualquier señal que pueda su­gerir por parte de su Gaucho algún tipo de predi­lección política”, ya que Hernández “parece tener muy clara la diferencia entre los mecanismos del panfleto político y los de la ficción”. Con ese criterio Llinás debe preferir la versión de Torre Nilsson, que sin duda Solanas tenía en mente al hacer la suya (y también Favio al responder con su Moreira).

Lo notable es que luego Llinás dice que Los hijos de Fierro “se adentra en territorios inhóspitos” al dejar de “ser apenas el compilador a veces fantasioso de la ‘memoria popular’” para verse “obligado a dar cuenta de su propio presente”, pero a la vez dando “paso a una serie de omisiones que debilitan su poder como objeto político”. Esto sucede porque Llinás lo ve como un fallido “intento de historización del peronismo”, y no como lo que el film fue: una épica mítica sobre la resistencia peronista a la que su presente volvió elegía. Llinás (d)enuncia lo que falta (los Montoneros, López Rega, etc) sin ver que –como en su admirada Invasión– el fuera de campo queda inscripto en el film, nunca más violentamente que con el asesinato de uno de sus protagonistas (Troxler), que ya había debido abandonar el rodaje por las amenazas que anticiparon su final. La tragedia del film es así fiel a la tragedia argentina, que en esos primeros años 70 pasó del furor al estupor. No es por tanto “un objeto altisonante y en­cantador, pero ciego por completo a su presente”, sino un film literalmente escrito sobre un papel que arde, como diría Pasolini.

Llinás mismo lo reconoce ciegamente al sugerir que si “pese al fracaso de sus intenciones panfletarias Los Hijos de Fierro es una gran película, seguramente se deba a que si bien Solanas resulta ineficaz o incoheren­te como cineasta programático, es capaz de en­contrar en el camino, casi al azar, escenas de una sensibilidad desacostumbrada”. Y luego de ilustrar este hecho con un par de escenas concluye casi marxianamente al decir: “He ahí, puede pensarse, lo que el cine es capaz de ofrecer a la Historia de las luchas revolucionarias y del debate político: el registro de lo que sucede entre los dis­cursos, las escaramuzas y las muertes, aquello que los actores no saben que hacen”. Pero no puede dejar de darle el tinte de su propia época al sugerir que “acaso sea el cine la única herramienta para mostrar la decepción (de un pueblo, de una época, de una generación) antes de que esta ocu­rra”. La conclusión de Llinás es que “es la política la que debería aprender del cine y no al revés”, pero en su perspectiva eso significaría asumir la derrota, no asumir las irredentas utopías que el “cine de izquierda” construyó –con igual suerte que el siglo XX– a lo largo de su Historia.

Nicolás Prividera / Copyleft 2022