SHIRIN O LAS VISIONES DEL OÍDO

SHIRIN O LAS VISIONES DEL OÍDO

por - Críticas
05 Jul, 2016 12:53 | comentarios

Shirin

Por Roger Koza

(Hoy murió Abbas Kiarostami. Mañana subiré un obituario que escribí para un diario. Este texto es inédito y versa sobre uno de sus grandes films y menos valorados)

En una conversación que el famoso director iraní sostuvo con el filósofo Jean-Luc Nancy, publicada en el extraordinario libro La evidencia del filme, Kiarostami dice: “La única manera de prever un nuevo cine es considerar en mayor medida el papel del espectador. Hay que prever un cine inacabado e incompleto, para que el espectador pueda intervenir y llenar los vacíos, las lagunas. En lugar de hacer una película con una estructura sólida e impecable, hay que debilitarla”. La declaración puede ser mal interpretada y, fundamentalmente, mal experimentada en su praxis como una poética cuya consecuencia inmediata consista en desorientar y dislocar, al menos a un espectador demasiado acostumbrado a que un film piense y sienta por él. En las poéticas de cine dominantes todo se explica, se dice y se oye; subrayar es la regla de oro.

Shirin, junto con Cinco, es la película más radical y extrema de Kiarostami, aunque por distintos motivos. En Cinco, el minimalismo narrativo alcanzaba prácticamente un grado cero del relato: Kiarostami filmaba episodios desprovistos de cualquier lógica narrativa: por ejemplo, registraba la quietud de un lago durante una noche de tormenta; o el paseo tan cómico como absurdo de un conjunto de patos a la orilla de un mar en una playa sin presencia humana. En Shirin, la voluntad narrativa es absoluta, pero el viejo melodrama medieval y ligeramente feminista del siglo XIII que le da el nombre a la película y constituye su relato está parcialmente elidido en el film. La historia se oye, pero visualmente ha sido reenviada directamente a la imaginación del espectador. ¿Qué ve entonces? A sí mismo duplicado en otros espectadores, la mayoría mujeres hermosas, que sí están viendo el film en el film que el espectador –usted, yo- no puede ver aunque sí oír. En efecto, Shirin es en parte una orquestación sonora meticulosa de la historia contada que estimula una función desconocida en la audición. ¿Qué sucedería si a los oídos les crecieran ojos? En realidad, el espectador ve lo que no se ve, y a su vez sus ojos están viendo cómo se ve lo que no ve. Esta disyunción entre el oído y la vista es toda una experiencia sensorial y cognitiva, una forma inédita de hacer una experiencia en el cine.

Después de los créditos iniciales, en los que se ven un par de ilustraciones (carentes de perspectiva, dibujos aplanados sin profundidad de campo) características de la época que corresponde al relato tradicional del poeta persa Nezâmi-ye Ganŷavi, empieza a desarrollarse la historia de amor entre la princesa Shirin de Armenia y el príncipe guerrero Khusraw de Persia. No se trata de un cuento amoroso feliz, sino más bien trágico. Hay desencuentros, pequeñas batallas, momentos de felicidad, situaciones irreparables. La historia contada a través de sonidos y diálogos puede seguirse a la perfección, pero visualmente está en fuera de campo, el concepto clave de toda la obra de Kiarostami. Esto implica una doble tarea: por un lado, intentar seguir la evolución de la historia, por el otro observar qué sucede con los espectadores que están dentro del film. De esto se predica un clarividente ejercicio de distanciamiento respecto de lo que se oye, debido a que Kiarostami pone énfasis en demostrar cómo una imagen afecta a todo sujeto cuando mira.

En este sentido, el trabajo sobre el sonido es magnífico. Se trata de una estrategia poética en la que cada sonido adquiere una particular prestancia. Las voces y las inflexiones al pronunciarse los parlamentos y los sonidos de la naturaleza tienen una densidad específica debido a que Kiarostami ha concebido la banda sonora como un montaje radical que debe relevar a las imágenes. La sonoridad de los caballos es asombrosa, y más aún el choque de las espadas en la batalla.

Pero lo que importa aquí no pasa por maravillarse respecto del sonido por sí mismo, o cómo puede ponerse en marcha una película imaginaria en el espectador apelando al desconocido poder del oído, sino entender, además, que toda imagen tiene un efecto sobre el cuerpo y la imaginación de cualquier espectador. Cuando un cuerpo es penetrado por el filo de una espada los gestos de las mujeres no son inmunes a la representación de quitar la vida o herir a alguien. Kiarostami advierte que existe siempre una transacción discreta entre la imagen en movimiento y el orden de la sensibilidad. Es que la violencia física representada en una pantalla tiene siempre un efecto sobre la intimidad, a pesar de que en nuestro tiempo histórico esa relación de causa y efecto no es mediada por el análisis sino asumida como un refuerzo de la experiencia cotidiana, saturada por imágenes de todo tipo. En dos o tres ocasiones, Kiarostami repara especialmente en la mirada de las mujeres, en las contorsiones sutiles de sus cuerpos que reaccionan ante el sable perforando la carne.

Esta exploración de la recepción no se circunscribe solamente a la violencia, pues Kiarostami no es un moralista. Hay también pasajes vinculados a una discreta felicidad. Por ejemplo, cuando los personajes del cuento están experimentando bienestar, a veces en un instante de reposo cercano a un lago: las presuntas imágenes de esas situaciones amables producen una sofisticación de los movimientos de los rostros de las actrices, los cuales transmiten esa peculiar comunión que todo espectador puede vivir en un cine. Los sentimientos de un personaje pueden introyectarse por empatía e identificación con la vida anímica del espectador. Es probable que a nadie le sorprenda que una imagen provoque el llanto de una mujer, aunque en Shirin Kiarostami redescubre el misterio de esa confrontación entre lo fantasmal de una imagen y la expresión de una emoción como respuesta directa a ese artificio que se ve como real.

En alguna ocasión, Kiarostami dijo que a través de la mentira se llega a la verdad. Esta sospechosa aseveración epistemológica se explica enteramente cuando se llega a saber cómo se ha rodado el film. Ni Leila Hatami, ni Mahnaz Afshar, ni Taraneh Alidoosti, ni Juliette Binoche, ni ninguna de las sesenta actrices están en un cine viendo una película. Todo, absolutamente todo, es simulación. Las luces que pegan contra el rostro de las actrices son reflejos de una luz que a su vez pega contra una pantalla que mueven los asistentes de Kiarostami para reproducir la luminosidad de una imagen proyectada. Las butacas están dispuestas en el campo visual dando la ilusión de que los personajes están en un cine, pero en realidad están en el living de la casa del cineasta. A su vez, los gestos faciales de todas las intérpretes son inducidos discursivamente por Kiarostami. Ellas miran hacia un cartón solamente para reproducir una forma de mirar que implica la distancia entre un espectador y una pantalla. La manipulación es absoluta, aunque el resultado final no podría ser más genuino.

Roger Koza / Copyleft 2016