ROSARIO BLÉFARI (1965-2020): MI COMPAÑERA DE BANCO

ROSARIO BLÉFARI (1965-2020): MI COMPAÑERA DE BANCO

por - Adiós al cine, Varios
14 Jul, 2020 04:54 | comentarios
La autora de esta sentida despedida conoció a la actriz, escritora y cantante antes de que su talento brillara por décadas. Una amiga le dice adiós a otra.

Nunca escribí un obituario, no creo en su necesidad. Existe cierto regodeo en la proliferación de datos biográficos en este tipo de notas, como si fuera necesario plantear la pertinencia de una vida a través de sus obras. Cuando el editor de este sitio —mi querido y admirado amigo Koza— me lo propuso algo se removió en la boca del estómago: pensar la muerte es el revés de pensar la vida; es asimismo poner en funcionamiento el aletargado mecanismo de la memoria, y sentir que la reflexión está atravesada por la pulsión de muerte; no, definitivamente no es lo que me interesa. Sin embargo, la boca del estómago se removió por otras cuestiones ajenas al deceso y que tienen que ver con recordar aquellos años con Rosario. Es entonces cuando el dolor y la emoción aparecen y necesito, como un duelar íntimo, que fluyan hacia ríos inesperados de recuerdos y experiencias.

Con Rosario nos conocimos a principios de los ochenta. Hicimos juntas la escuela secundaria que ahora, en este ahora tan inaprensible y tan extraño, en este ahora eterno y confuso, se llama escuela media. Colegio de monjas, uniformes grises con corbatas azules y medias tres cuartos. Misa adormilada a la mañana y recreos medidos y controlados. Lagañas, bostezos que nos empujaban para subir las escaleras que llevaban a las aulas. Miradas cómplices nos hicieron ubicarnos al final de la fila, reiterada situación porque nos hacían formar ante cualquier acontecimiento escolar. También, durante cuarto y quinto año nos sentábamos juntas, atrás del aula, detrás de todas. La escuela era sólo para niñas, niñas de clases medias acomodadas y de las otras, de clase media laburante; ese último grupo nos contenía a ambas. 

Planta permanente

Desde esos últimos bancos, sentadas de a dos, una junto a la otra, tomamos posición en ese momento donde la Guerra de Malvinas estalló y las órdenes militares eran imitadas plácidamente pr las monjas; el autoritarismo no les era ajeno y a nosotras nos producía disgusto y desazón. En esos últimos bancos leíamos mucho. Escondíamos los libros en el cajoncito del banco y leíamos sin parar todo lo que podíamos, con avidez y con sorpresa. La curiosidad, que nos apartaba del resto de la clase, nos hizo acercarnos a autores como Kafka o Borges o García Márquez. La lectura afianzó una amistad, la que rápidamente se extendió fuera de la escuela. Recuerdo un día —con esta memoria que nunca es prolífica, que es confusa, que es selectiva— en el que nos “rateamos” para ir al cine. 

La complicidad que practicábamos estaba signada por el amor por la literatura, el cine, el teatro y la pintura; esa amistad siempre estuvo sellada por la sonrisa constante de Rosario, también por su manera particular de mover las manos, su modo pausado al hablar y su mirada honesta. Pasamos muchas tardes en su casa junto a sus padres; el papá, después de almorzar, nos ofrecía una copita de licor de cerezas —casero, hecho por él, con frutas que traía de Bariloche donde la familia Bléfari había vivido unos años— que sorbíamos como ese permiso que nunca necesitamos para hacer lo que nos daba placer. Mientras yo leía tirada en su cama, ella tocaba la guitarra y susurraba algunas estrofas. En ese entonces, le gustaba Mercedes Sosa y Violeta Parra. Compartíamos esas preferencias, que nos posicionaban en un lugar incómodo para la época. Elegimos, con la inocencia de esa edad (que no es la adolescencia de ahora), uno de los modos de vida posible, más cerca de la libertad y el goce, más cerca del arte y de la música, manifestaciones y opciones que en ese momento eran marginales. Esos márgenes definieron para siempre nuestro modo de estar en el mundo: no sólo desde lo ideológico, sino desde dónde poner el cuerpo, desde dónde afinar la voz, desde dónde pensar el universo. 

Cuando terminamos la secundaria —perdón la recurrencia, así figura en mi memoria— hicimos el curso de ingreso para la universidad. Ella intentaba con alguna carrera de Sociales, yo estaba más definida, con un ahínco que nunca volví a sentir, a entrar en la carrera de Letras; mientras tanto nos veíamos frecuentemente. Rosario vivía, o tal vez pasaba mucho tiempo en la casa de su novio de ese momento. Creo, ya no recuerdo con claridad, que nos prestábamos libros, ella cantaba más y salíamos al cine; muchas veces nos escapábamos al Parakultural o a Cemento donde ella bailaba y cantaba entre el público; unos años después subiría al escenario y sería una de las figuras “under” más carismáticas y personales de la década, siempre con esa sonrisa que contagiaba y que cuando estallaba en risa era gloriosa. A principios de los ochenta, en esos años, el propio período nos estaba mostrando que era posible otro modo de vivir y producir cultura, que nos era más ameno y más cercano; de a poco nos fuimos apropiando de esa modalidad. La apertura democrática, en esos márgenes donde nos movíamos, fue un estallido para nosotras; fuimos de esa generación donde los Derechos Humanos, la conciencia social, las canciones de la Negra Sosa, la aparición de Las Gambas al Ajillo, la lectura de Foucault, los juicios a las Junta Militar y las actuaciones de Batato Barea nos educaron. En todo este revoltijo sólo primaba el deseo; fue lo central de nuestra formación. Tiempo después, de algún modo, siempre desde ese espacio fronterizo, fue la misma Rosario la que educó tanto a nuestra generación como a las precedentes, tal vez sin proponérselo.

Después, en un después indefinible, fuimos espaciando los encuentros, hasta que nos dejamos de ver. Supe siempre de ella: primero por sus primeras performances con Vivi Tellas, si no recuerdo mal  en el Rojas, después por la lectura de sus hermosos libros, donde alguna vez creí reconocerme —como en un espejo esmerilado—, también por sus grandes canciones pero sobre todo por su voz, que es lo que más recuerdo. Esa voz frágil y a la vez poderosa, esa voz que la colocaba de lleno en el mundo que había elegido, con esa convicción que desde adolescente tenía y que la acompañó toda su vida.

Cuando la vi en Silvia Prieto de Martin Rejtman, en las puertas del año 2000, confieso que lagrimeé. Sentí que, como en mi adolescencia, estaba inaugurando una gestualidad, un modo de ubicar las emociones en la boca del estómago, una manera de estar en el mundo que no distaba en nada de esa manera de estar juntas en ese banco de la secundaria, ahí atrás, alejadas de las demás, haciendo girar el deseo, expandiendo la curiosidad. Me dio orgullo verla, la sentí cerca nuevamente. Pensé, en ese momento, que Rosario inauguraba un nuevo modo de actuar, sentir y pensar el cine (y también la música). Quizá no me haya equivocado. Hizo mucho y todo lo hizo bien, como pasaba cuando era esa adolescente de flequillo, medias tres cuartos y uniforme gris, un poco rebelde, un poco melancólica.

Pasó la vida, rápidamente. En ese fluir constante poblado por múltiples deseos que habitaban a Rosario su dulzura de antes persistía. En sus libros, canciones, actuaciones se podía constatar la persistente posición con la que parecía hacer todo, considerándose (sin serlo) una aficionada, un método acaso solo para seguir adelante, aprendiendo, curioseando en los fondos inabarcables de la vida y en los misterios de un universo que le era cercano y a la vez distante. Su humildad era su eje, su punto rector. 

El año pasado vi Planta permanente, la segunda película de Ezequiel Radusky en la que Rosario tenía un papel destacado. Me dio la impresión —certera, creo— de que ese personaje era muy parecido a Rosario; no era sólo la Rosario actriz, sino que ahí estaba más cerca de la Rosario persona. Su reflexiva conciencia de clase, su gestualidad contenida  y su pálida sonrisa, como también el movimiento corporal inscripto en un relato que no desconoce la historia social, la reflejaban; era ella, la de siempre, de alguna manera más grande y crecida, pero también la Rosario adolescente, la misma que fue mi amiga, mi eterna compañera de banco. 

Fotograma: Doli vuelve a casa.

Marcela Gamberini / Copyleft 2020