QUÉ SERÁ DEL CINE ARGENTINO: SOBRE ALGUNAS PELÍCULAS VISTAS EN EL BAFICI 2021

QUÉ SERÁ DEL CINE ARGENTINO: SOBRE ALGUNAS PELÍCULAS VISTAS EN EL BAFICI 2021

por - Festivales
05 Abr, 2021 09:29 | comentarios
Varias películas argentinas vistas en la última edición del Festival de Cine Independiente de Buenos Aires glosan una inquietud sobre el estado actual del cine argentino.

Transcribo algunos breves apuntes sobre un puñado de películas vistas en el Bafici. Es la versión (casi) sin filtro de la primera impresión, porque quiero conservar esa rudeza aunque sea antipática. Para encontrar alguna valoración más positiva el lector deberá retroceder a mis apuntes sobre Mar del Plata 2020. Esto no necesariamente quiere sugerir nada sobre la programación en sí, aunque debo decir que mi selección se guió por recomendaciones. No descarto, por supuesto, que hubiera películas rescatables que se me hayan pasado por alto no solo a mí. Tampoco que estas consideraciones sean demasiado subjetivas, o acaso solo solitarias, aunque creo (o quisiera) que se lea en lo que sigue una mirada crítica sobre cierto estado de situación (sobre todo porque la mayoría de las comentadas son documentales, y estos suelen ser lo más osado en estos casos), más que un desdén hacia las películas mismas, que otros podrán encontrar valiosas por otros motivos.

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Los visionadores

Sergio Wolf tuiteó que “es casi una película política (quizás, incluso, a pesar suyo)”, lo que demuestra (a pesar suyo) el afán de cierta crítica por convertir en político hasta lo que no tiene vocación de serlo. Ese gesto noventista explica porqué Wolf cree que “viendo a sus personajes mirar el cine argentino de los ´80 y comienzos de los ´90 se termina de despejar cualquier duda de las razones por las que el «nuevo cine argentino» reinventó nuestro cine”. Los visionadores puede sostener esa indiscutida premisa justamente porque no se la toma en serio: este divertimento de Frenkel no pretende ser un compendio, y mucho menos exhaustivo, sobre ese período clave, sino apenas una burla (pero también un socarrón homenaje) al mal llamado “cine bizarro”. Si al director le interesara algo más que ese guiño, acaso hubiera podido explotar muchos de los genuinos descubrimientos que descubre su montaje por contigüidad, pero para eso debería recordar menos a los actores que a los realizadores (como Enrique Carreras, a quien se debe buena parte de la infame selección) y desarmar su propio “visionado”, visto que muchos de los cultores de ese cine idolatraron acríticamente, por ejemplo, las simpáticas películas prodictadura de Emilio Vieyra). Esos límites son también los del cine de Frenkel, siempre al borde de parecer tan desdeñable como su objeto.  

Qué será del verano

Al inicio la voz en off del realizador nos informa que el punto de partida de lo que vamos a ver son unas imágenes que encontró en una cámara usada, adquirida durante una estadía en Francia tras los pasos de su novia becaria. Observamos a un hombre, jubilado, que filma momentos de su vida cotidiana, mayormente con sus perros. Hay cierta belleza en algunos planos, que parecen querer prologar cierto misterio, pero rápidamente la película (en un repetido gesto del cine que quiere escapar de su origen documental, incluso cuando se hace gracias a sus premisas y sus fondos, como en este caso) abandona esa búsqueda de lo real para ingresar en el terreno de la ficción, que no por preparado está bien resuelto. Pero el problema no es lo inverosímil de la construcción, sino el modo en que el realizador vampiriza la potencia de esas imágenes documentales en función de un relato intrascendente. La ida a África no compensa ningún intento markeriano: El relato –con que la voz trata de hilvanar un montaje cuya tensión se deshilacha lentamente hasta el final– no tienen más intención que aprovechar esas imágenes heterogéneas para hacer(se de) una película. Hasta Quintín sugiere que “el artificio que encontró para unir el material lo convierte más en un manipulador que en un artista”, aunque luego entre en contradicción al mantener “la impresión de que la película escondida no estaba en la cámara comprada sino en el propio trabajo” del realizador, cuando es todo lo contrario: el “trabajo” no revela una “película escondida” sino que no está a la altura de esas imágenes. Lamentablemente no es el primero ni será el último ejemplo de una larga cadena de artefactos similares, debidos a la facilidad del registro digital, que suponen que el “cine encontrado” no implica otra búsqueda que vaya más allá de hilar, más o menos ingeniosamente, una serie de tomas azarosas conseguidas en unas vacaciones.

Responsabilidad empresarial

La contracara de ese cine casual, aunque no necesariamente tenga el “rigor” que se le suele adjudicar, es el que está más cerca de las instalaciones de museo, pero que los festivales cobijan bajo la amplia categoría del “cine expandido” (no puedo dejar de mirar, con más desazón que sospecha, películas que reclaman ese nombre pero solo parecen la aplicación de un programa completamente predeterminado, cuyos esfuerzos de producción parecen menos hijos del rigor que del facilismo). Perel viene haciendo desde hace muchos años audiovisuales consistentes en una serie de planos fijos, a veces –como en este caso– acompañados de una voz en off, en los que todo es tan mecánico como previsible. No hay nada que no parezca estar prefabricado, empezando por el texto de base (una investigación sobre la complicidad empresaria con la última dictadura), que es –por supuesto– lo que genera en este visionador mayor escozor: como si por el acuerdo absoluto con su literal contenido uno debiera rendirse ante la pereza de la forma, que pareciera querer replicar la burocracia que denuncia. Si la película fuera coherente con su cometido, la voz de Perel (que lee en lo que parece una primera y descuidada toma de sonido) debería acompañar no unas imágenes tomadas hacia el amanecer, que buscan embellecer o volver siniestro cada plano, sino esas fachadas distantes vistas a la hora más transitada y sobreexpuesta del día, en toda su atroz banalidad. 

Una casa sin cortinas

Habrá que hacer, alguna vez, una historia del peronismo en el cine. Historia esquiva, pese a la obvia fascinación mutua, evidente sobre todo en las películas que pretenden burlarlo sin suerte. En ese grupo podría inscribirse Una casa sin cortinas, construida alrededor de sus vistosos entrevistados más que de su objeto. Acaso porque no hay un “misterio Isabel Perón” (por mentar el título de una película sobre Evita), y pese a la música ominosa y los acercamientos laterales, la viuda solo se rebela finalmente como lo que es: pura superficie. En el medio, la película acumula testimonios del modo más feo posible, no solo por el descuidismo que practica al filmarlos, sino porque solo parece interesarse en lo anecdótico. Y algunas acotaciones son interesantes, más que reveladoras, pero finalmente queda poco para rescatar. Quien quiera entender el patético lugar de Isabel Perón deberá volver al buen libro de María Sáenz Quesada, que no descuida el contexto y hace de Isabel lo que es: un personaje gris, secundario, en una trama siniestra (esa que la película nunca logra tocar, en su mero afecto por lo grotesco).

La vida dormida

Otra película que podría ingresar en esa historia de cómo el cine vio al peronismo (la de qué hizo el peronismo con el cine ya está escrita, aunque no saldada), esta vez bajo el formato del documental familiar. Natalia Labaké utiliza grabaciones caseras de su abuelo, o de su abuela sobre su abuelo, para ser fieles al eje que la película quiere construir al contraponerlas con sus propias imágenes despiertas. La vida dormida sería la de las mujeres de la familia, pero lo que queda menos claro es si ese destino de sumisión tiene que ver solo con ese cenagoso mundo patriarcal, o si este se relacionaría directamente con el peronismo… Como en Una casa sin cortinas, el retrato es impiadoso y deja ver lo que puede ser cualquier viejo partido cuando no hay renovación: una galería de imágenes viejas, donde los tiempos se confunden. Es curioso, entonces, que ambos films no hagan referencia alguna a la otra figura femenina que vino a inquietar (evidentemente no solo desde afuera de su propio partido) ese mundo de mujeres condenadas al segundo plano por un orden vetusto. Incluso podría decirse que estas películas muestran lo que podría haber sido (o lo que sus adversarios quisieran que fuera) el peronismo sin ese recambio, no solo de género. [Aquí el cronista debe insertar la inútil aclaración de que no es “kirchnerista”, y mucho menos peronista: no inútil porque sea ya obvio para cualquiera que le lea algo más que estas entradas, sino porque por mucho menos se le ha dado el mote de K a gente insospechada de tal ignominia…]

No va más

Aquí no hay sospecha posible. Los títulos de la película dejan ver todos los nombres habitualmente asociados a su director: Sarlo, Oubiña, Llinás, Moreno, Villegas y otro largo etcétera. Lo notable es que tamaña galería de acompañantes no haya podido sugerirle a Filippelli que estaba para algo más que para probarse corbatas, hablar solo frente al espejo, y escuchar música nocturna. Lo que evidencia no solo el inevitable efecto del paso del tiempo, que la película quiere registrar y acaso exorcizar, sino los riesgos de la endogamia o el mero seguidismo de una figura tutelar, cuyo resultado es la falta de discusión interna disfrazada de respeto al maestro (algo parecido le debe pasar ya a Llinás con los jóvenes que lo rodean). A los maestros se los cuestiona, porque es el mejor modo de honrarlos. Lo demás es condescendencia, y eso da lugar a una película que si no lo tuviera de protagonista (y no contara con los esmerados planos de Agustín Mendilaharzu) sería de una trivialidad aplastante, por más que se lea a Sartre. Los viejos van más lento, los viejos olvidan… La cuestión es que se hace con ese adiós a la memoria. Esta breve película (de una hora reglamentaria, como muchas habilitadas en este y cualquier festival) podría ser graficada como Umberto D filmada por Matias Piñeiro, si esa descripción no la hiciera aparecer como un objeto al menos curioso. Esperemos que no sea el No va más de Filipelli, pero dejar que ese título cierre este Bafici parece una involuntaria ironía. 

Nicolás Prividera / Copyleft 2021