PRECISIONES. POR UN EMPLEO CONSCIENTE DEL TÉRMINO «AUTOR»: EXPERIENCIA Y RECONSTRUCCIÓN

PRECISIONES. POR UN EMPLEO CONSCIENTE DEL TÉRMINO «AUTOR»: EXPERIENCIA Y RECONSTRUCCIÓN

por - Ensayos
19 Abr, 2021 08:11 | Sin comentarios
Una memoria personal sobre el paso en un festival de cine y también el intento de precisar algunas cuestiones en torno a un viejo concepto: la política de autor.

Entre la oferta del almuerzo rápido y saludable, el almacén naturista ofrece en el menú del día una magnífica milanesa de quinoa, una combinación dietética desconocida en el siglo pasado y cada vez más popular entre nuestras casas de comidas naturistas. El anuncio lleva un añadido que puede despertar una inquietud positiva en pos de un inmediato éxtasis en el paladar, porque esa delicia multicultural lleva una promesa gustativa; se trata, nada más y nada menos, que de una milanesa de autor. Misteriosa declaración, casi metafísica, sin duda de índole artística, a juzgar por el atrevimiento.

Es de suponer que, por la mera invocación de la palabra “autor”, la futura descarga de dopamina del cerebro habrá de alcanzar un pico desconocido. Una milanesa de autor no es cualquier cosa. Hay ahí una presunta visión de la consistencia de los ingredientes, de los tiempos previsibles de cocción y la textura concreta de cada alimento, todo supervisado por un Yo sensible que se expresa en ese manjar. El caso de la milanesa no es excepcional. En la misma cuadra, se divisa una mueblería que dice vender “sofás de autor” y, en apenas diez kilómetros, entre una librería y una veterinaria, se puede leer inscripto en la ventana de un consultorio a la calle: “Shiatzsu de autor”. De pronto, el mundo entero se ha poblado de autores, ese mismo mundo que no detenta ningún autor que lo haya parido, más allá de que el sentido común y el hábito por la genuflexión exijan un responsable de todo el cosmos. 

El concepto de autor ha adquirido un status sublime y ubicuo en la circulación de mercancías y servicios; el solo hecho de invocar la presencia ausente de un creador detrás de la mercancía enciende la fértil imaginación del cliente; los atributos de los productos o también los ofrecimientos de un servicio subyugan cuando se oye la palabra sagrada: autor. Los ejemplos son muy numerosos. La banalidad nace ininterrumpidamente de los abusos fraseológicos de las “ciencias” del marketing. Estropean completamente todos los términos conocidos, porque la absorción sistemática de vocabularios exógenos a la actividad de la venta y la seducción permanentes conquista hasta las más remanidas invenciones conceptuales. La prueba del momento es el vocablo “deconstrucción”. ¿Quién o qué no está siendo objeto de una deconstrucción?

El abuso del concepto de autor no es indiferente a la comunidad cinematográfica mundial, y no debería serlo. El término tuvo su segundo nacimiento cultural en el corazón de la cinefilia, en pleno siglo XX, y desde que se legitimó su uso no ha dejado de mutar y por tanto de hallar derivas pragmáticas variadas. Los viejos locales de alquiler de DVD y VHS acomodaban sus ofertas por autores, al igual que la mayoría de los festivales, cineclubes y revistas. En esas prácticas se advierte un artículo de fe, a saber: la creencia sobre la magnificencia de los cineastas y la absoluta responsabilidad de estos respecto de la naturaleza artística de un film. He aquí una proeza epistémica de un concepto de la que pocas veces se duda, aun cuando la evidencia suele cuestionar por diversas vías la relación entre obra y autor. A veces, para intuir lo endeble de la cuestión, basta con atender a las propias palabras de los cineastas, inadecuadas e insuficientes frente a las películas que llevan sus firmas. ¿Pueden las películas ser más inteligentes que sus responsables? 

La doctrina del autor se esboza desde la segunda década del siglo pasado, pero se delinea cabalmente en el seno de los primeros años (ingenuos) de los Cahiers du Cinéma. El amable y lúcido pontífice de la revista nunca estuvo muy convencido del término, pero André Bazin confió y dejó que sus primeros discípulos, entusiasmados y celosos, pudieran establecer una modalidad de lectura de todo el cine existente a propósito de esa idea poco novedosa pero sí atractiva y conveniente. Fue así que el vetusto genio del romanticismo europeo que signó las aventuras intelectuales de los siglos XVIII y XIX revivía inesperadamente en una práctica industrial y artística llamada cine, propia de un siglo ulterior. En este arte ligado a los avances de la técnica y la tecnología, indisociable de la Segunda Revolución Industrial, el autor era el vector en el que se reunían todas las fuerzas creativas que estaban en juego en el proceso de hacer un film, aquel que expresaba un punto de vista en la puesta de escena; este último, otro termino indispensable si aún se pretende comprender qué se quiere invocar al utilizar el concepto de autor.

A esta altura es conveniente recordar que el concepto de los cahieristas era compuesto: “política de los autores”. Es ostensible la ambiciosa agrupación semántica allí dispuesta. ¿Qué significaba lo político de la fórmula? Política de los autores: una modalidad taxonómica destinada a reconocer la gramática singular de un puñado de películas reunidas por un nombre y en el horizonte de una tradición por el cual el o la cineasta repite y varía elecciones formales y predisposiciones y predilecciones conceptuales, trabajadas como un todo en el film y en la obra, de la que se puede esgrimir un sistema amplio de descripción e interpretación. La política, aquí, constituía un método para dejar de subordinar las películas a una industria y para dignificar películas de todo tipo concediéndoles un estatuto propio ligado con el arte y con un artífice. En esta operación conceptual palpita otra dimensión política, la que separa al plano de las imágenes, estas últimas destinadas a un poderoso modelo de representación de mercancías.

La primera fase de banalización consistió en disipar el peso de lo político hasta borrar la genealogía combinada del concepto y transformarlo en el imperio de la personalidad artística por encima de una política de la forma, que es siempre una forma de política. Como suele enseñarse en la academia, ese paso comenzó cuando el término pasó del francés al inglés, o de la “política de los autores” a la “teoría del autor”. En este sentido, el mítico libro El cine norteamericano, de Andrew Sarris, parece ser el escenario literario de esa profanación. 

Enrostrarle a Sarris este drama lingüístico de traducción está justificado, en tanto que su seminal libro, quizás el esfuerzo más creativo y exhaustivo para validar la categoría de autor en su propia praxis, dejó afuera académicamente la versión compuesta del término, aunque empíricamente se trató de un ejercicio extraordinario de análisis de una inmensa cantidad de directores y sus respectivas películas en el que Sarris delimitaba con una precisión inigualable ciertas predilecciones formales y conceptuales en cada uno de sus elegidos. Nunca antes una sola persona había trabajado con semejante meticulosidad para clasificar y analizar la obra completa de tantos cineastas, forjando un vocabulario riguroso y agrupando a los cineastas en comunidades ideales tituladas con tanta libertad como inventiva. ¿No era Sarris la constatación misma del concepto autoral, ya no como cineasta, sino como crítico? ¿A quién se le podía ocurrir enunciar colectividades estéticas como “lo esotérico expresivo”, “seriedad forzada” o “rarezas, una película y recién vencidos” para acopiar regularidades y similitudes entre directores disímiles?

Observaciones como las siguientes se multiplicaban en ese libro notable: “Howard Hawks tiene una habilidad increíble para establecer desde el principio el estado de ánimo de la película y para sostenerlo hasta el fin”. Decía de Keaton: “Los más fuertes golpes visuales de Keaton entrañan el choque entre la farsa irresistible y una persona inconmovible”. O podía hacer en esa misma entrada sobre Keaton una comparación odiosa y estimulante: “Keaton acepta a la mujer como su igual, con una franqueza limpia, en tanto que Chaplin, con su misticismo nebuloso, oculta un fondo misógino”. Sarris puede haber decolorado “la política de los autores” en el pasaje del francés en inglés en tanto “teoría de autor”, pero en la praxis produjo evidencia y certificó la eficacia del concepto; su libro, que ya tiene más de 50 años de existencia, es casi un modelo platónico de la mejor ejecución de un concepto general a la propia singularidad de cada película y de los directores.

Pero la traducción no fue inocua, porque la palabra “política” irradia aún formas de análisis que conjuran de inmediato el narcisismo de los genios y descentralizan al sujeto de la obra del sujeto empírico, una demanda propia del término compuesto menos proclive a la inevitable banalización a la que todo concepto queda a merced de un uso inapropiado o volátil. 

Decir todo esto tiene un solo objetivo. Los conceptos se heredan, sus usos se aprenden, pero un festival de cine depende bastante de que sus hacedores establezcan una relación consciente con la historia del cine en general y con los conceptos que han surgido en esa tradición.

II

Con Eva Sangiorgi (Directora artística) en la última ceremonia de premiación de su administración

La política de los autores fue una política de programación para las primeras ocho ediciones de Ficunam, y quizás también para las dos siguientes, una ya realizada, otra en las vísperas de celebrarse. La reserva expresada al referirme a las dos ediciones de las que no he sido parte no es un firulete retórico; indica respeto y distancia, porque desconozco los fundamentos de la actual dirección, más allá de que pueda conjeturar el razonamiento por el cual se ha persistido en una línea editorial que caracterizó al festival desde su primera edición.

En junio de 2010, recibí una invitación para participar como programador en el flamante festival de cine de la UNAM. En ese momento, las decisiones centrales de programación, por parte de Eva Sangiorgi y Maximiliano Cruz, ya estaban tomadas. Las retrospectivas de Apichatpong Weerasethakul, Artavazd Pelechian y Jean Eustache estaban confirmadas. Y también los dos focos notables dedicados a F.J. Ossang y Sergey Dvortsevoy, dos directores menos conocidos pero igual de sustanciales. En este diseño ya estaba potencialmente todo. Se trataba de un gesto fundacional que le perteneció enteramente a Sangiorgi, y quizás a Cruz y, en menor medida, a todos los que soñaron con una especie de Bafici del norte, revivir aquel festival malogrado, el FICCO. Ficunam radicalizó aquella propuesta precedente, y Sangiorgi desestimó el gigantismo de aquel y de su principal referencia, el Bafici. Sabia decisión: los festivales grandes casi nunca pueden trabajar un montaje coherente entre todas sus partes.

Mi lectura de aquel momento fue comprender que faltaba trabajar sobre el esclarecimiento de lo que significaban las retrospectivas, una forma de segmentar la programación que se aprende de inmediato, aunque no siempre se sabe a fondo la lógica que está por detrás de esa reiterada operación estética. En efecto, eso que estaba detrás de una mecánica virtuosa de programación no era otra cosa que el ejercicio de la política de los autores. Eso significaba también inscribirse en una tradición, ya mencionada más arriba; con todo, al tratarse de un festival mexicano, tal gesto demandaba un acto de apropiación política. Es que nosotros (e incluso Sangiorgi, en cierta forma) éramos latinoamericanos, y por esa razón teníamos que apropiarnos en nuestros propios términos de los signos de una tradición concebida en tierras lejanas.

Desde 2012 hasta el 2018 se fue consolidando una forma de trabajar sobre las retrospectivas. En principio, había dos líneas de trabajo ya definidas en la primera edición: 1) revisar la obra de un maestro consagrado, en lo posible en su totalidad, aunque no siempre vigente en la valoración del discurso cinematográfico contemporáneo (Otar Iosseliani; Alan Guiraudie, Angela Schanelec, Darezhan Omirbayev, Sergei Loznitsa, Marcel Hanoun, Miguel Gomes); 2) reconstruir el mapa autoral del cine contemporáneo descentralizándolo de sus capitales simbólicas de legitimación y de los autores canonizados (Ali Khamraev, Gustavo Fontán, Luiz Rosemberg Filho, Masao Adachi, Carlos Mayolo). Estos dos ejes de programación de las retrospectivas funcionaban dialécticamente con los cineastas elegidos en la competencia oficial; nosotros alternábamos en aquella sección cineastas nuevos con renombre y otros sin ningún reconocimiento explícito. Cuando Adirley Queirós aún no significaba nada para nadie, estuvo con Branco Sai, Preto Fica, y en un mismo plano de igualdad con Jauja, de Lisandro Alonso, quien ya gozaba con la aprobación de la crítica internacional y de los festivales centrales, como Cannes. La idea era poner en tensión dos cineastas de nuestro siglo, del mismo modo que lo hacíamos entre los que ya tenían un camino aclamado y un camino ignorado en las retrospectivas. Las presentaciones de las funciones y los textos del catálogo estaban orientados a organizar simbólicamente el concepto general de programación y extender también una alianza entre el cine y el conocimiento, en tanto que el festival había sido concebido en una universidad. 

Puesto que Ficunam había sido ungido como un festival de cine contemporáneo, todos los esfuerzos se encaminaron a indagar qué era el cine contemporáneo, y la matriz de la política de los autores fue directriz al respecto. Se fue entonces en busca de los nuevos autores, se los dio a conocer, se los situó en diálogo con los autores consagrados y a la vez se intentó pensar todo lo contemporáneo en sintonía con la historia del cine, una historia que es siempre plural y que también necesita reconstruirse apelando a una política de descentralización en torno a las genealogías del cine. No basta con los clásicos de siempre, con repetir el catálogo de maravillas de los períodos ya conocidos por todos. Quisimos ir por los secretos del pasado que anidaban en zonas poco transitadas, territorios no siempre asociados a la cinefilia. Durante nuestros años, este último gesto apenas fue un esbozo, un trazo en el lienzo de una pintura que podía adquirir una forma inédita de cómo hacer un festival de cine en Latinoamérica. No vacilo en creer que los momentos más cercanos a ese cometido fueron las retrospectivas de Rosemberg Filho y Khamraev, gracias a las cuales se pudo corroborar que el cine es un planeta sin una cartografía final que posibilite explorarlo en toda su superficie. 

Mis años de Ficunam fueron hermosos e intensos. Éramos vehementes, pero jamás dogmáticos; nunca fuimos tibios, menos aún condescendientes; programamos en libertad y en su nombre acertamos y fallamos. Creíamos en el cine y queríamos conocer y dar a conocer el cine del presente. Eso nos reenviaba a veces al pasado y a buscar aquellos territorios aún no ubicados en el mapa. Tal es la misión más noble de un festival, que equipara a un programador con un naturalista que descubre una especie sin nombre y, lejos de las descripciones conocidas, tiene entonces que esforzarse por trabajar en su lenguaje para darle espacio y hacerla existir en la gran tradición del cine.

*Foto de encabezado: Rosemberg Filho; Schanelec; Omirbayev e Iosseliani.

*Este texto fue comisionado por Luis Rivera a fines de 2019 para una publicación del Festival Internacional de Cine de la UNAM.

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