PARTÍCULAS ELEMENTALES EN MOVIMIENTO

PARTÍCULAS ELEMENTALES EN MOVIMIENTO

por - Ensayos
29 Jun, 2012 01:12 | comentarios

Ginger Rogers y Fred Astaire

Por Roger Koza

Son pocos los que no la vieron, y menos aún los que ven la impostura, su postura, su hechizo eficiente, el hueso lleno de miel que, como su simpático perrito estrella, estamos dispuestos a morder y chupar. El artista, esa película que poco tiene que ver con el cine mudo y mucho con el cine de productor, tiene una escena amable y feliz. Allí Hazanavicius sí respeta la época y un concepto de puesta en escena. Es en la secuencia final, cuando el actor devenido en fracasado y la actriz de sus sueños pero también el paradigma viviente que lo sustituyó se encuentran en una nueva era del cine. Ellos bailan, se mueven en el espacio y la cámara prácticamente se limita a bailar con ellos. Es una escena hermosa y conceptualmente significativa: el crepúsculo del silencio y la superación dialéctica de la palabra escrita en la pantalla hay que buscarlos en el musical. Allí el cuerpo vuelve a tener relevancia expresiva, como antaño cuando el sonido no existía. Y la voz se aparta de su función realista (aunque en el pasaje de El artista se baila, no se canta). El diálogo se conjura por unos minutos en canción. La oralidad cotidiana se trastoca en júbilo sonoro, en letra y música, y el movimiento del cuerpo también se emancipa de sus gestos cotidianos.

En los primeros minutos de El último Elvis, mientras la banda del falso Elvis suena y la gente baila, su director, Armando Bo, el nieto del mítico Bo, decide traicionar por unos segundos la relación entre la música que interpretan los músicos en escena y la respuesta física de los presentes, introduciendo unos acordes musicales extradiegéticos (que los personajes no pueden escuchar y sí la audiencia) que no coinciden en absoluto con el movimiento de los bailarines. La decisión estética se explica por un procedimiento narrativo con el que se intenta reforzar la soledad del personaje, esa extraordinaria reencarnación de Elvis nacida en las calles de Avellaneda. Más allá de la voluntad del director, es un momento interesante, pues en sí mismo es el rayo X, la inversión exacta del musical. Los movimientos del cuerpo, involuntariamente, se ridiculizan, pierden su sostén simbólico. Sin música, el baile popular se deshilvana en una performance no muy lejana al estertor de un animal moribundo. A los cínicos y a los amargados les encanta señalar el fenómeno, pues son alérgicos a la discreta alegría del baile. ¿No es precisamente lo que señala el personaje de Imanol Arias en Mi primera boda cuando asiste a la fiesta de casamiento de su ex y analiza en voz alta la escena y lanza diatribas venenosas contra los bailarines?

Charleston

La inquietud por el cuerpo en sincronía con la música y el movimiento concomitante es una preocupación temprana en el cine. Existe una pieza magistral, entre delirante y cómica, llamada Charleston, dirigida por el maestro Jean Renoir, que sintetiza el espíritu y el ansia de saber sobre y ver más de cerca el misterio del cuerpo y sus reacciones ante la música. Antes de una nueva guerra, en el 2023, un explorador de nuestra especie llega a una tierra incógnita. Literalmente vuela en una esfera que parece un huevo. Estamos sin duda en la prehistoria fílmica de la ciencia ficción. Al aterrizar vemos a un hombre que bien podría ser un reemplazo de Al Jonson en El cantante de jazz (el film de Renoir también data de 1927, y su relación con el supuesto primer film sonoro es directa). Es él el explorador. Un gorila, unos ángeles y una bailarina es todo lo que encuentra. En algún momento, el explorador dirá que al fin se ha encontrado con sus antepasados, y eso será precisamente cuando la bailarina realice sus pasos. Renoir se aprovecha del ralentí para observar detenidamente el cuerpo en movimiento y el desplazamiento en el espacio y su relación con el suelo. El plano elegido es general y fijo. Al enfrentarnos con ese film, incluso ahora, en la era de la imagen global, la sorpresa frente al casi congelamiento de las agitaciones corporales coreografiadas es inevitable. Las manos, los pies, las piernas y los brazos, conjugados con los desplazamientos de cadera, transmiten un orden de la inteligencia sensible que poco tiene que ver con nuestra manía de localizar la inteligencia en los rincones dispersos del cerebro. La anatomía y la carne parecen seguir un esquema, como si el cuerpo leyera una partitura rítmica en microsegundos y en función de su interpretación surgieran formas inteligentes. ¿De dónde provienen esas formas?

Uno de los pasajes más inolvidables de los musicales de todos los tiempos está en un film de un cineasta mayor, un grande entre los grandes: Vincente Minnelli. Melodías de Broadway cuenta la historia de un actor famoso que debe enfrentar su ocaso (en ese sentido no muy lejana a El artista). Fred Astaire interpreta a Tony Hunter, el actor en cuestión. Sin embargo, tendrá una última oportunidad. Dos viejos amigos le ofrecen un proyecto, una adaptación heterodoxa de Fausto en clave musical. Lógicamente será un fracaso, pero él, sus amigos y un gran director y actor, un tal Jeffrey Cordova, le encontrarán la vuelta. El relato es menor, pero lo que marca una diferencia es la historia oblicua de amor que va surgiendo entre Tony y Gabrielle Gerard (Cyd Charisse). En ese sentido, hay un momento mágico en el que los dos caminan por un parque y casi sin aviso, gracias a un gesto mínimo que señala un cambio y una transformación, empiezan a bailar. Sólo quien conozca la escena podrá entender enteramente que allí reside y se revela el misterio del musical, la gracia del baile y el modo como se debe filmar a una pareja moviéndose en el espacio. La cámara, sin duda, baila con ellos: tres o cuatro planos secuencia dibujan la geometría variable del entendimiento entre dos cuerpos que van de un lado a otro en consonancia con el ritmo de una música ideal para el lucimiento de Astaire y Charisse. La secuencia es formidable e inolvidable.

De esa escena se ha dicho y escrito mucho. En uno de los párrafos más lúcidos y precisos que se hayan escrito sobre el musical, Gilles Deleuze dice: “Pero lo que cuenta es la manera en que el genio individual del bailarín, la subjetividad, pasa de una motricidad personal a un elemento suprapersonal, a un movimiento de mundo que la danza va a trazar. Es el momento de verdad en el que el bailarín camina todavía, pero es ya un sonámbulo que será poseído por el movimiento que parece llamarlo: lo encontramos en Fred Astaire, en el paseo que insensiblemente se vuelve danza (Melodías de Broadway de Minnelli)…”.

Melodías de Broadway tiene ese momento síntesis, ese instante relámpago que comprime en pocos minutos la gloria de esa invención pretérita, la danza, un hábito devenido en arte, posiblemente ancestral, que, como la risa, caracteriza a nuestra especie. Habla, risa, baile.

Hay varios musicales clave: Cantando bajo la lluvia, Un americano en París, Golden Eighties, incluso El principito de Stanley Donen, pues el número en el que Bob Fosse deviene en víbora danzante en medio del desierto no deja de ser un ejemplo imbatible de la belleza del baile y del lenguaje corporal. Pero es un film reciente el que ha conseguido transmitir la quintaesencia de la danza y al mismo tiempo mostrar su costado material, la faz social invisible que implica el disciplinamiento físico y estético de los hombres en su conquista sobre el azar de los movimientos, y, además, retratar al bailarín como un trabajador. La genialidad de La danse, de Frederick Wiseman, consiste en visualizar holísticamente el fenómeno de la danza y la vida de los bailarines.

La danse

Un plano misterioso en el techo del edificio de la Ópera de París muestra a un hombre limpiando un panal de abejas. ¿Por qué está ahí? ¿Qué tienen que ver esos insectos productores de miel con los bailarines de una institución prestigiosa? La respuesta es una metáfora: el ballet parisino es un organismo colectivo y jerárquico que vive en una suerte de colmena; la misión consiste en montar espectáculos de danza (en el período que muestra el film, El cascanueces y Paquita, entre otras), aunque Frederick Wiseman está interesado en mostrar no sólo el proceso de trabajo sino también el espíritu y la materia de una institución.

Formalmente brillante y sociológicamente precisa, La danse no solamente es una generosa introducción (popular) a la danza clásica, una expresión artística ligeramente tutelada por una clase social específica, sino también un magnífico retrato del trabajo. El veterano director estadounidense filma la institución y consigue (de)mostrar cómo se articula la fuerza de trabajo de muchos para que un bailarín doblegue la gravedad y coreografíe en el espacio movimientos que pueden expresar ternura, locura, piedad, ligereza. Los cocineros, los costureros, los músicos empujan a los bailarines. La institución es una totalidad e implica un orden.

Wiseman es un maestro de la invisibilidad. Su método consiste en ubicar la cámara en puntos estratégicos de una institución y hacer que los planos funcionen como un discurso. No hay voz en off, entrevistas o títulos que expliquen. Se trata, naturalmente, de un documental observacional, pero el punto de vista de Wiseman evita cierta tendencia conformista del observacionismo. Es que, en el montaje, el octogenario director destila su punto de vista: un obrero que pinta una pared mueve su muñeca con gracia. ¿Es un artista? Del mismo modo, los excelsos bailarines, que deberán luchar por su jubilación excepcional, son también trabajadores, además de artistas cuyo dominio del movimiento del cuerpo resulta admirable. Por otra parte, la ausencia de bailarines morenos tal vez no sea una contingencia.

“Mitad monja, mitad boxeador”, dice un personaje respecto de la danza. Sutileza y fortaleza: el cuerpo es una fuerza que produce figuras perfectas que conjuran la anatomía brutal del homo sapiens, poco proclive a la agilidad estética. El placer visual es extremo, y el deseo de bailar ya no será ajeno.

Este artículo fue publicado por la revista Quid en el mes de junio 2012

Roger Koza / Copyleft 2012