PARA VOLVER A SANTIAGO

PARA VOLVER A SANTIAGO

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28 Feb, 2018 05:09 | comentarios
Tristeza. Murió Hugo Santiago (1939-2018). Su filmografía no fue numerosa, pero dejó varias películas notables. Un cineasta extraordinario.

(Esta nota se compone de  un fragmento dedicado a Hugo Santiago en el libro El país del cine. Para una historia política del cine argentino)

Mientras el primer NCA de los sesenta se debatía entre dos padres (el proscrito peronismo y la reacción conservadora) odiados con exceso simétrico (sin que la reivindicación plebeya de los contornos alcanzara el centro antiperonista del país oligárquico) y sin encontrar una salida superadora de esa Argentina autoritaria (consumida en una creciente espiral represiva), algunos realizadores encontraron la más directa (y solitaria): Ezeiza. En vez de imitar al arte, prefirieron imitar la vida (de artista) y emprendieron el consuetudinario viaje iniciático a París: para los argentinos (del flaneur finisecular al  tanguero anclao, de los jacobinos jóvenes de ayer a los vanguardistas tardíos de los sesenta), la ciudad-luz siempre representó el destino final de su peregrinación, el espacio ritual donde triunfar o morir.

Y si los escritores argentinos se impusieron el “viaje estético” –según la denominación de David Viñas[1]–, los cineastas no hicieron sino seguir la tradición de la vanguardia (en su búsqueda del Dorado europeo): unos y otros eligieron ser expatriados más que exilados. Hacer carrera en la gran capital de Europa les otorgaba, además, la notoria ventaja de ejercitar una mirada extrañada (según la lección transmitida en “El escritor argentino y la tradición”). Edgardo Cozarinsky y Hugo Santiago se convierten así en sendas variaciones del “tío de Europa” (dos versiones de Borges): el ciudadano del mundo y el argentino universal. Mientras uno recrea (y documenta) con ansiedad viajera que ser argentino significa ser un hombre de(l) mundo, el otro reencuentra en su especular encierro parisino (y a través de la ficción) su “destino sudamericano”.

Hugo Santiago logró parecer el más argentino de los cineastas “expatriados”, gracias a una obra siempre tensada hacia el inefable futuro, atravesada por una (in)voluntaria condición profética. Y lo hace a través de una tensión entre Borges (asumido guionista de Invasión) y Cortázar (secreto inspirador de Las veredas de Saturno), que escapa a lo “literario” para encontrar su forma cinematográfica, y encuentra en esa doble traición su secreta fuerza (como si encontrara en ella –y a través de ellos– su propia versión de la tradición –y tragedia– argentina).

Invasión (1969) es un film literalmente “fuera de serie” porque logra captar de modo indirecto las ansiedades del presente (la sublimación de la política en los intersticios de lo  genérico). Veinte años después, Las veredas de Saturno (1985) deja de lado la falsa alegoría (borgeana) para internarse en lo fantástico (cortazariano), pero una vez más para sublimar una política imposible o inhabitable: una utopía que había fracasado en la realidad (llevando al exilio de lo real al protagonista del film), pero también en la ficción (en los textos manifiestamente políticos de Borges y Cortázar, que Santiago logra reinterpretar). En Las veredas de Saturno vuelve imaginariamente a la fantasmática Buenos Aires de Borges, pero “del lado de allá” (desde la imaginación exasperada del exilio parisino) para redescubrir la ciudad real que soñaba Cortázar: esa Aquilea perdida (esa polis imposible) vista desde la doble distancia del espacio y el tiempo. Y lo logra allí donde no sólo Antín había trastabillado sino Cortázar mismo, traicionando la adaptación (en su doble sentido: literalidad y conciliación) para ser fiel a lo que subyace irresuelto tras la historia (así como antes había traicionado a Borges para expresarlo contra sus propias declaraciones reaccionarias), encontrando la verdadera relación entre fantástico y política en la tradicional idea del “fantasma”. No se trata tanto del retorno del pasado (del espectro de lo reprimido) sino de la imposibilidad de retornar al pasado (esa tierra extranjera): la memoria siempre es un fantasma del porvenir.

Pues el eje de le poética de Santiago no es tanto la revisión de la vieja dialéctica entre civilización y barbarie, sino la ambigua relación entre tradición y traición: la Historia no es otra cosa que la constante lucha por la reinvención del pasado. Y solo es fiel a su fantasma quien lo traiciona para proyectarlo hacia el futuro, aunque eso no asegure más que un triunfo siempre inestable, sujeto a las traiciones de lo que vendrá… Todo lo contrario sucede en el film que será de algún modo el involuntario adiós a su trilogía de Aquilea, realizado en colaboración con Mariano Llinás en el guión y Alejo Moguillansky en el montaje: El cielo del centauro se parece más a una momificación que a un revivir. Se trata de una película encorsetada, como un traje demasiado a medida hecho por devotos discípulos. Claro que el mismo Santiago se plegó gustoso al autohomenaje, a ese reconocimiento especular entre maestro y alumno (él mismo mismo no se cansaba de decir que era un discípulo de Bresson, aunque afortunadamente jamás trató de copiarlo). Esa congelada imagen idílica del pasado es un gesto impropio del maestro, que más bien  parece rendirse ante los jóvenes que lo idolatran para asumir una vez más el malentendido (avalado por una interpretación aséptica de Invasión, que la crítica practica desde –y para– su canonización como la película que representa la modernidad para el cine argentino).

[1] Ver David Viñas, Literatura argentina y realidad política, Jorge Alvarez editor, Buenos Aires, 1964.

Nicolás Prividera / Copyright 2018