OTRO PAÍS. MUERTE Y TRANSFIGURACIÓN DEL NUEVO CINE ARGENTINO

OTRO PAÍS. MUERTE Y TRANSFIGURACIÓN DEL NUEVO CINE ARGENTINO

por - Libros
20 Jun, 2022 06:43 | Sin comentarios
Este texto fue leído por la filósofa Paula Hunziker en la presentación del último libro de Nicolás Prividera durante el mes de junio en Tilde, feria del libro de editoriales independientes de Córdoba. Se trata de una lectura lucida y lúcida sobre un libro que tiene múltiples accesos, todos laberínticos, pero siempre urdidos por una perspectiva política desde la que se interpela al presente del cine argentino.

NOTAS SOBRE OTRO PAÍS

Tu sombra fue para otro

Yo al sol, 

y muerto de sed

Aledo Meloni, Arbolito del querer

I. Sombras. 

Las innumerables tareas a las que nos convoca el presente, en el que se mezclan exigencias neoliberales que este libro denuncia entre nosotros (no precisamente desde ayer), así como nuestras resistencias atormentadas, atemorizadas y esperanzadas (todo a la vez) de nuestro trabajo docente y político en las instituciones públicas como las universidades, hacen difícil la lectura de un libro de 466 páginas, que sale de las fronteras disciplinares que muchas veces están allí como muros (cine, literatura, historia, filosofía, sociología y sus campos específicos, sus instituciones y sus guardianes), que propone una composición coral que no se deja leer como nos enseñaron las maestras a esa generación de argentinos que fuimos niños en los 70 (escriba sobre la primavera con una introducción, un desarrollo y un cierre): una generación, por cierto, cuyo presente está en el centro de la inquietud de nuestro autor. En su lugar, en lugar de la introducción, el desarrollo y el cierre –para los que a veces nos asomamos al mundo de las revistas científicas para ser evaluados con los criterios de mi maestra de quinto grado en 1982, no deja de ser  interesante- encontramos: “Primera Parte: Descerrajamientos, Intermedio: discusiones críticas, “Segunda parte: Deflagraciones”. Lo que no sólo nos hace salir corriendo a buscar el diccionario (leo “descerrajamientos”: arrancar o violentar la cerradura de una puerta, cofre, escritorio, etc, luego, “deflagraciones”: acción de quemarse algo bruscamente: incendio, quema, combustión, abrasamiento, ignición), pero, además, a dar vueltas por esas nominaciones: hacer saltar la cerradura, incendio brusco, acción de arder. ¿Qué cerraduras de qué puertas y qué espacios, qué cofres y qué casas (no sin dudas los cofres fantasmáticos patagónicos que Prividera analiza como partes de esas imágenes televisivas totales de derecha que no dejan pensar, como decía la vieja Arendt en su momento casi argentino, valga el modesto homenaje a Horacio González, al que va dedicado este libro, junto a David Viñas), qué escritorios con llave y qué estudios hay que abrir a la fuerza? ¿Se trata de tomar por asalto la cultura según el viejo dictum artltiano o benjaminiano? ¿Qué hay que hacer con esa cultura? ¿Dejarla arder y consumirse en su fuego, “despediciarse como una vela en una fiesta” a la expectativa de un brillo póstumo, según el bello poema de Arseni Tarkovsky, o, también, en esa misma estela, de una interrogación de las cenizas? ¿o tal vez de encender su propio fuego por medio de más fuego?

Diría que, contra los momentos más bruscos y rupturistas de estas metáforas -con todas sus resonancias en este país, de algo de eso quiero hablar, de las repeticiones y la diferencia, de las repeticiones y la historia- estamos ante un libro que vale la pena porque requiere estudio, paciencia, lectura atenta, ver películas, volver a leer. Un libro que enciende un fuego, el de la crítica política de la cultura argentina, el de la pregunta y la reflexión crítica y llama a cuidar ese fuego para pasar la noche. Una noche que no pasa. Ese “no pasar”, ese “resto del pasado que no pasa”, que no rest como los muertos hamletianos que vuelven y asechan las vidas de los vivos, es para el autor de este libro y el cineasta de MTierra de los Padres y Adiós a la memoria el de la posdictadura de 1976 a 1983. No sólo, en un sentido cronológico de que el presente argentino de hoy viene después. La dictadura, para Prividera, es un “nudo histórico”. Por un lado, porque esa dictadura supone una experiencia de destrucción por medio del terror (y una herida fundamental, abismal) por contraposición a la cual se constituye la autopresentación de nuestro presente, al menos en la medida en ese presente sea contemporáneo de ese imperativo que organiza la cultura política democrática argentina desde 1983, de que Nunca más se repita lo que allí aconteció. Por supuesto, este sintagma tendrá diferentes resonancias, en especial generacionales. Por ejemplo, “nunca más”, ese me parece que es el sentido que quiere explorar Prividera al centrarse en especial en el Nuevo cine argentino de los noventa, también puede significar una “amenaza” (según el decir de Eduardo Gruner que recoge el autor). Por otro lado, porque ese post también tiene un costado de “continuidad” en tanto nuestro presente puede que sea contemporáneo de las políticas públicas que impulsó la dictadura, en especial económicas (así como de sus efectos en la redefinición de relaciones productivas y sociales), políticas y modos de organización social que caracteriza Prividera como neoliberales, y que, según él, no han dejado de acechar y presidir las formas de la vida colectiva desde ese momento.

El “país” por elección de este crítico y cineasta es -sin dudas- el “cine argentino”, su campo específico y sus tensiones entre “lo viejo y lo nuevo”, los viejos y los jóvenes, una tensión de la que da cuenta el llamado dos veces, en dos tiempos históricos diferentes, “Nuevo Cine Argentino”. No una vez, si no dos veces:  en los 60, y en su segunda vuelta amnésica, durante los noventa.  El país no elegido y sin embargo al que el cine debe o debería responder en sus propios términos (algo que hace, según el autor, el viejo nuevo cine de los sesenta al incorporar la tensión y la discusión entre vanguardia estética y política, pero no hace el nuevo nuevo cine de los noventa, al desinstalar la tensión y optar por la primera opción del culto del arte por el arte a través de una renegación abstencionista de la política como tal, política que ocupa el lugar de todo lo que está mal), es el “otro país”, el espacio nacional, la palabra “argentino” del cine argentino tensionado por una división política fundamental entre populismo y antipopulismo en su densidad histórica y dramática que convoca actores, conflictos, fantasmas que vienen del pasado y del futuro, dando lugar a un presente que nunca es consistente y coincidente consigo mismo. 

La operación crítica parece ser doble. 

Ante los estetas del Parnaso, Prividera señala su perplejidad y disgusto por un misterioso e irresponsable “fuera de campo” (según una expresión que toma de Roger Koza) respecto del espacio político y sus divisiones. Traigo una cita, en esa dirección: 

Como en muchas épocas del cine argentino, pero ya sin la excusa de la censura abierta, la mayoría de las películas de ficción no hablaron de su época. Podemos sospechar que lo mismo pasará en los años porvenir: el cine argentino -salvo en su faceta documental- seguirá dejando de lado cualquier aproximación abierta a su “contorno”, con elusión constante de cualquier referencia histórica o política (aunque se filtre hasta en divertimentos como Me casé con un boludo). Ese estilo prescindente, que fue canonizado por el establishment crítico cuando el NCA ganó su batalla cultural a fines de los noventa, aun sigue siendo dominante muchos años después. Pero aquello que entonces resultó una saludable salida de la “primacía de la política” en el contexto del “setentismo” kirchnerista hoy se torna aun una mirada más complaciente (Prividera, 2021: 232-233).  

Ante el kircherismo, aun reconociendo que es “probablemente temprano” para hacer un balance de su proclamado retorno de lo político, tesis esta última que, en una interpretación generosa que no identifica la política con el gobierno sino con la más amplia esfera de lo real, podemos imputarle como centro de su crítica a la mirada ciega del cine, Prividera trae a escena desde su primer epígrafe la tesis de Silvia Schwarzböck sobre la continuidad de la dictadura en la postdictadura. Digámoslo así. No se trata de tomar partido en el sentido de que la tarea sea simplemente ubicarse de un lado de la recientemente llamada “grieta”, sino de hacer jugar el drama nacional que está implicado en esa división en el horizonte polémico de una hipótesis fuerte: la de la existencia de una “continuidad” de la dictadura en la posdictadura democrática pero neoliberal, popular pero neoliberal, según la ya archifamosa tesis de Schwarzböck, citada también en varias oportunidades por el propio Nicolás. 

Esta lectura está muy conscientemente hecha con el diario del lunes macrista: es por la derrota cultural y política ante esta realidad brutal que trae la “vida de derecha” a través de una elección libre –por fuera del ciclo de los gobiernos de facto- que Prividera protesta, en este libro. Por un lado, se trata de indicar una derrota cultural: protesta por la “mudez del cine” ante la derecha en la política y en el cine (como señala Koza en otra presentación de este libro, hay películas que no se abstienen); una mudez que es producto de años de una estética de la abstención (según una expresión que da título a un libro de Emilio Bernini) que deja al cine sin recursos representativos para al menos retratarla y retratarse de manera crítica. Por otro lado, de manera menos transparente salvo observaciones prudentes, se trata de una derrota política: la discursividad política kirchnerista, si bien ve esa continuidad –debemos al kirchnerismo la nominación dictadura cívico-militar- “sobreactúa el setentismo” como nuevo avatar de la irredenta izquierda peronista, sin poder derrotar esa continuidad de manera efectiva en el presente. Siendo también, derrotada. 

II. Restos.  

Lo que sin dudas no plantea el libro, es una lectura determinista y monocorde de la derrota, que, a veces, percibo en ciertas lecturas de la continuidad de la dictadura, sobre todo de su proyecto económico y cultural polisémicamente llamado neoliberal, lecturas inspiradas en textos graves que van de Frankfurt a Martin Heidegger, o Giorgio Agamben, lector de ambos. Y que nos enseñan, por si no lo sabíamos, que ya estábamos derrotados desde el inicio. Me pregunto: ¿cuanta distancia de lo que hay, de las luchas políticas efectivas de los pueblos y de los Estados ante tremendas injusticias hay que tomar para decir “es lo mismo”, decir que, en lo esencial, “no hay nada nuevo bajo el sol”? Me pregunto yo, tal debería decir, porque la disputa principal de Prividera no es con este grupo de críticos del neoliberalismo como capitalismo y cultura de derechas, sino con los cineastas que fueron jóvenes en los noventa imaginando un “nuevo cine” sustraído, también, de esas luchas políticas efectivas. No sólo de ese “tomar las calles” más bien marginal en los noventa (salvo, debo decir, al menos en Córdoba, en las grandes movilizaciones contra la Ley de Educación Superior que determinó para muchos de nosotros nuestra militancia universitaria, o los escraches de H.I.J.O.S que nacieron por estas tierras, y por supuesto en los movimientos piqueteros que acompañamos sin entender del todo a la vera de las rutas), masivo y desordenado en el 2001, movilizado en el kirchnerismo, sino también de cualquier intento de volver a pensar la relación, plagada de tensiones, entre cine y política, entre cine y praxis política, entre cine y estatalidad, entre cine y pueblo. Cada uno de estos “y” merece un libro, que no es este libro. Todas esas preguntas quedan en el aire, porque necesitan ese paso previo de una interpelación que abre el presente como algo no coincidente consigo mismo, para el cine. Para ello es necesario “reenmarcar el marco” (una Butler casi argentina, volveremos), “contar otra historia”, o “contar la misma historia” con otro género, con un género dramático que disloque ese presente, o que lo abra para nosotros de otra manera. 

Presentación del libro

Se trata sin dudas, y, en primer lugar, de la historia del cine argentino, el que es interpelado en el horizonte de una derrota de “conocimiento”, de “representación”: el cine de las últimas tres décadas, salvo excepciones que Prividera se encarga de señalar en postdatas (será tema para otros comentadores, el uso de este aspecto del arte de escribir cartas) y paréntesis (otro tema interesante, dado que en los paréntesis aparecen las excepciones que se van abultando y dan una guía de su biblioteca o cinemateca ideal), ha sucumbido a una estética del retiro de la política que hoy, ante el triunfo de las derechas en el mundo y en la Argentina, lo deja inerme en su propio terreno: el cine, mudo (así titula el autor, de hecho, un polémico apartado). Señalo el género dramático porque es en esta clave, entiendo, que puede entenderse la articulación de esa tesis, esto es, que el nuevo cine argentino ha agotado su potencial crítico ligado a una idea de autonomía del arte, con esa otra tesis con la que el escritor nos avisa que debe medirse este fracaso, esto es, como ya hemos señalado, con la idea de que la historia de la postdictadura argentina no sólo debe comprenderse como la pervivencia de la dictadura, una pervivencia que ha llenado la escena histórica de fantasmas, de restos de un pasado que no pasa, sino que este pueblo de fantasmas no ha accedido a la representación, y no solo eso, que ha sido artificialmente conjurado, salvo raras excepciones. Aclaremos de entrada, no se trata de que no haya películas sobre la dictadura, con la dictadura como tema, sino de otra cosa.

Querría usar, si me permiten este breve excurso, un concepto desarrollado por Eduardo Rinesi para intentar explorar esta idea, que me parece está presente en este libro. Lo voy a decir rápido y pronto, y lo explico más rápido y pronto. Lo que varias veces nos dice el Prividera es que aquello de lo que el nuevo cine argentino ha renegado desde sus orígenes es de su “historicidad”. ¿Qué significa exactamente esto, y cómo se vincula con una crítica política de la cultura argentina? Sin dudas, no se trata de una tesis simplemente historicista, o sociológica, que apunte, como señala el mismo autor en una nota al pie, de una teoría institucionalista o una teoría social del arte, las que señalan que, efectivamente, cada arte se corresponde con un tiempo, que cada arte está “determinado por un tiempo y un espacio”. De lo que se trata es de una tesis filosófica, o, dicho más hegelianamente, de una fenomenología trágica de la conciencia cinematográfica que señala que hay algo que esa conciencia no ha mirado -y no ha asumido: lo quiero decir ahora mal y pronto con ese libro que es Restos y desechos, lo que esa conciencia no ha mirado y asumido es la idea de que el tiempo de la dictadura pueda ser menos un objeto que un horizonte de sentido, menos un pasado que ha pasado que un “pasado que no pasa”, un “resto que no resta” y que es necesario interrogar. Como ha sugerido Rinesi al hablar de Hamlet, esta es una tragedia que nos permite pensar en esta “lógica del resto”, de lo que, como el espectro del padre no se quiere quedar muerto donde está, sino que acecha el cerebro de los vivos -de un vivo muy especial que es su hijo- como fantasma. Toda esa obra puede resumirse en esa pregunta que, como al pasar, lleva esta tragedia al corazón de nuestro país, ahí, en el diálogo con el sepulturero, Hamlet pregunta ¿De quién es esta tumba? Porque efectivamente es una obra donde los muertos no descansan, no se quedan en sus tumbas, en sus huesos, porque han muerto temprano, o han mal muerto, o no han sido suficientemente llorados. Siempre podemos negar esta “lógica del resto”, dice Eduardo, algo que hace el mismo Hamlet la mitad de la pieza con éxito nulo. Algo de eso, es precisamente lo que señala Prividera del Nuevo Cine Argentino de los noventa, que se consolida en ese gesto de renegar del cine de los 80, un cine que es convertido en un “hombre de paja” moralista y moralizante para construir lo moderno como un gesto de sopor o de hastío ante las “películas sobre la dictadura”, ante el fastidioso “otra película sobre la dictadura” que es también, un gesto de sopor ante la historia y su dramaticidad, su desgarro, sus dolorosas derrotas. No se trata sólo de un “cine de hijos sin padres”, una señalamiento ya de por sí muy interesante (y que nos lleva, más allá de Hamlet, a esa dualidad entre Venecia, la ciudad de los viejos derrotados, Antonio y Shylock, y Belmont, la ciudad de los jóvenes victoriosos, de El Mercader de Venecia) sino de un artificio cinematográfico para conjurar el resto, y la lógica del resto que puede poblar la escena histórica y fílmica de fantasmas del pasado y del futuro que hacen estallar la simple cronología, base de la novela familiar incluso en su dimensión más ficcional. 

Una última cuestión que la tragedia nos enseña, y que bien puede ayudarnos a comprender o darle una vuelta al planteo dramático de la historia del cine, es que lo que resta, lo que se resiste a morir y ser dejado a la vera del camino, se convierte en resto en un sentido decisivo para alguien que mira o pone la cámara, que oye y escribe lo que los que esos derrotados que vuelven, tienen para decir. Me parece que este es el asunto central, dicho de otra forma, que plantea el autor de este libro a esa generación de cineastas que deciden dar la espalda al “pasado”. Algo que si dudas puede hacerse, pero de manera no ingenua, como si el pasado de la dictadura estuviera “pasado” y uno pudiera, simplemente tomarlo o dejarlo como un objeto, como un tema entre otros. Como si uno pudiera dar la espalda al tiempo. 

Para resumir: no se trata de negar la novedad implicada en un movimiento estético, la diferencia, sino que para que ésta encuentre un sentido real debe surgir de una contrastación en la historia, que no se ponga por fuera de ella. Elegir no filmar la dictadura es elegir no filmar un acontecimiento que nos ha desgarrado como pueblo, y es también elegir no filmar lo que resta de la dictadura en el presente y desde el presente. 

Cuál sea la tarea del cine, no nos lo dice Prividera, y supongo que no cree que sea él quien tenga que decirlo. Lo cual está bien. Lo que sí exige de sus contemporáneos, como ese perro cínico que cita por allí al hablar de su equivocada figura en la solitaria La mujer de los perros, es no soltar las preguntas, apuntando la flecha al corazón del presente (como decía el ya centenario Habermas, hablando de un francés amante de los cínicos). 

III. Coda sobre el menemismo, la década ganada y nosotros.  

El lado oscuro del corazón

Además de destruir, de dejar a la vera del camino los cadáveres de cuerpos sin nombre y de nombres sin cuerpos, la dictadura construyó un modelo social y aplicó un conjunto de políticas económicas que arrojaron a los sectores populares hacia nuevas formas de pobreza: extendida y al mismo tiempo heterogénea, mayoritaria y al mismo tiempo plural, como han señalado muchos textos importantes desde los años noventa (justamente). Sobre la continuidad de este proyecto, en especial sobre su “vuelta” durante los noventa, el autor ha señalado que es aquí donde la hipótesis de la continuidad se hace necesaria. No obstante, insistimos, no se trata de una hipótesis sociológica, ni de una filosofía de la historia, sino de una crítica política de la (mala) conciencia estética, que desarrolla con especial lucidez en su análisis del cine de los noventa. Así señala que, si bien el nuevo cine no tuvo más remedio que filmar la degradación menemista, lo hizo de un modo en que fue la propia política en su densidad histórica la que quedó “fuera de campo”. En ese sentido, se trata de una imagen de los sectores populares y de las nuevas pobrezas “sin resto”, esto es, sin un registro de sus resistencias en un sentido emancipador, así como sin una puesta en imagen de la memoria de esas luchas en su dramaticidad, y, es cierto, también en sus derrotas. Volvamos a nuestra tragedia favorita: vuelve, o volveremos, pero guarda, porque lo que vuelve no es el padre todopoderoso sino un rey (o una reina) “en harapos y remiendos”. Un rey (o una reina) derrotado. Esa sería la otra enseñanza, si es que cabe hablar de una pedagogía aquí: no hay vuelta sin pérdida. No podemos ni debemos ni es justo esperar épica o si no nada. Se trata de un pueblo derrotado, que, sin embargo, sigue actuando, un pueblo inquieto que resiste. Pero también: un Estado derrotado, que, sin embargo, sigue actuando, que resiste. 

Que este “fuera de campo” era una opción teórica inclaudicable (y por inclaudicable y a prueba de descerrajamientos tal vez sea eso que antes llamábamos más claramente una ideología), es constatado por Prividera a partir del hecho de que el nuevo cine argentino, porque era su decisión de base, permaneció en su tesitura de no brindar dignidad y cámara a este campo, mientas las mayorías conquistaban las calles bajo una épica del retorno de lo político, con políticas que en mayor o menor grado significaron una mejora en la vida de los sectores populares (el autor nos promete un libro sobre el cine documental, en donde las cosas son algo diferentes). Otro asunto no menor, que abre otro conjunto de problemas, no ya respecto del cine argentino, sino de las políticas culturales bajo la autodenominada “década ganada” (algo de esos diremos al final) es el dato de que, cito, “el kirchnerismo les permitió a los hijos de los noventa ser apolíticos”, como dice el autor de este libro. No creo, en todo caso es una pregunta, que el autor de este texto esté señalando que no debió haberlo permitido: contra todas las lecturas que ven dictaduras en los populismos, el salvaje gobierno kirchnerista fue mucho más liberal y respetó mucho más la independencia artística, incluso financiando películas que lo despreciaban, que el que lo siguió con persecuciones y listas negras en el cine y en la política (también sobre este episodio encontrarán comentarios en este libro). Creo, más bien, que lo que indica o en todo caso indico yo a partir de esta constatación, es que en todo caso faltó una discusión más profunda sobre la necesidad de un cine independiente que, financiado por el Estado (no es esa la discusión), pudiera comprender ese tiempo “incluso en lo que callaba” (eso señala Nicolás, y entiendo que sus películas buscan eso). Entre la apología y la suspensión, entiendo, el autor señala que hubiera sido bueno promover esa conciencia crítica que no se pone por fuera de la historia, y una sensibilidad política mayor para conformar una producción cultural en busca de eso que debe ser el centro de los populismos de izquierda a nivel cultural y político: la búsqueda de “un sujeto político ampliado, no elitista ni masificado”. En esa misma línea, también comparto su respuesta, a una nota de 2014 de Porta Fouz y su análisis en “cifras y porcentajes” que, en realidad, iba a discutir “el fomento desproporcionado al cine argentino” de esa época, y que, en realidad, era una objeción no económica sino, nuevamente ideológica: hay que cobrar más caras las entradas porque el cine independiente no puede ser popular, y hay que dejar de financiar, cito, “decenas y decenas de películas sobre peronismo, militancia, y derechos humanos” no por motivos económicos sino porque hay que clausurar ese “nudo histórico”. La pregunta, en todo caso, es si puede ser un cine independiente popular o ir en busca del “pueblo” (Prividera, en esos paréntesis tan interesantes en los que aparecen también las excepciones, pide permiso para hablar de Pueblo, y le pone comillas, yo al menos le doy permiso y creo que hay que sacarle las comillas: no hace falta pensar en esa unidad metafísica que nos han conminado a ni siquiera pensar a riesgo de que caiga sobre nosotros la admonición del posestructuralismo, hay pueblos, hay pueblo allí donde aparece en la historia). Y por supuesto, cómo promover eso. En esa línea, comparto con el autor de este libro que no es sólo desde un economicismo keynesiano que “redistribuye la torta”, que financia el cine, que nos hace becarios para filmar a ese pueblo o sus líderes. No sé, porque no he visto una discusión clara del autor a este respecto, qué rol cultural le cabe al Estado y a sus instituciones, en esta tarea (retomo esta preocupación a final). 

Para terminar, ahora sí, con este libro aluvional (como señala el mismo autor en otra presentación), libro que recomiendo ampliamente, un guiño para mi generación. Hace unos días llegó de esa forma que tiene la derecha de irrumpir en el centro móvil de nuestras vidas, una nota que decía: 

Cambio rotundo. La nueva vida de Sandra Ballesteros: lejos de la actuación, atiende una estación de servicios. 

Pensé, claro, tengo que pensar esa nota junto con otras, que también han aparecido en mi teléfono, como Hallaron el método más increíble para adelgazar: comer tierra (13-1-2019), o Se fue a Canadá a los 16, empezó a trabajar como albañil y acaba de comprar una lujosa casa (7-12-21) Esto es, en el marco de ese trabajo cotidiano que ese y otros medios realizan sobre nosotros para promover la idea básica de esa vida de derecha: esa idea tacheriana de que las cosas son así, punto. La variación de estos tiempos en esta y otras notas agrega: es hermoso que así sea, emprendedores del buen vivir. Pero con Sandra, en esa nota donde se me cuenta que vive en Entre Ríos, que quiere adoptar a los sesenta años, que le gusta entonar cantos corales religiosos, me dio un particular malestar, no por ella, que sin dudas puede hacer lo que le plazca (no tengo derecho a reclamarle nada), sino respecto del tipo de escena de derecha que me estaba proponiendo. Leyendo el libro de Prividera, que, además de un libro para estudiar nos habla a nosotros como espectadores y actores de este país, como generaciones que vivimos después, que venimos después, recordé a la mujer que vuela de Subiela, esa que puede conmover el lado oscuro del corazón. Si este libro es impiadoso con los cineastas de los noventa, conserva una piedad con esa generación de los ochenta que aquellos negaron demasiado rápido, y que no por casualidad forman aun parte de la generación de los 70 (pero después). Durante años, en memorables asados hasta altas horas de la noche, esas mujeres que hacían volar, los corazones sangrantes, los viajes metafísicos cruzando el río de La Plata, han sido el ejemplo de todo lo que es chirriante, ridículo y cursi. Pero ahora que lo pienso, en 1992, y luego, fui muchas veces -de manera inconfesable- un Oliverio lleno de contradicciones cruzando el río con libros bajo el brazo en busca de un amor único, verdadero. Una épica a falta de otras, sin dudas. Una épica, es cierto y debo decirlo, con más que un aire de familia a fantasía patriarcal, ¡el personaje masculino tiraba mujeres con un botón al lado de la cama…! O que no adelantaba o tematizaba otras contradicciones, como las que han poblado también “nuestros años kirchneristas”, en los que asistimos al funeral de una viuda dolorida que “entregó” a su amor, a la patria. 

Hay algo, sin dudas irritante -que suena a evasión- en la poesía y el camino poético cuando las cosas están mal, cuando hay un 50 % de pobres, como se preguntaba Prividera: ¿Cómo se mantiene el cine con un 50 % de pobres? ¿Se puede vivir una vida buena en el horizonte de una vida mala para las mayorías?, como pregunta mi Butler casi argentina. Sin dudas no, como ha señalado el republicanismo en su versión más interesante, no se puede ser libre si no lo es el país de uno, la comunidad en la que se vive. No obstante, sin dudas también se puede, mientas tanto, indicar por medios poéticos lo que falla, lo que está mal, e indicar los lugares inesperados en los que se aloja la libertad como impulso emancipatorio. También en el cine: creo advertir, aunque el autor es un férreo carcelero de sus pasiones de esperanza, que las películas de César González abren una puerta (por no recordar, pero esto lo saben todos los que lo han leído, que Lucrecia Martel y Leonardo Favio ocupan un lugar central en su corazón lleno de películas). 

Hay resto, un resto que no resta, que no descansa, en lo que se ha intentado desechar. Ese resto, ese impulso es el que Clarín nos dice que está muerto, es esa fiesta la que se nos dice que se terminó. Por supuesto, los restos vuelven, como nos dice esa tragedia que hemos comentado, más allá de que Clarín decrete que ya está, que a Sandra podemos visitarla en la Estación de Servicio y no en ese Uruguay de ensueños y de amor. ¿Estará el cine, ahora mismo con el oído atento a lo que viene del pasado y del futuro para no arrojar a la nada lo que se ha intentado destrozar? Por supuesto, esto me parece interesante del planteo de Nicolás, hay que filmar los restos como “restos” de otro país, con toda su complejidad y ambigüedad. Para eso, y esa es la otra cuestión que me queda pendiente luego de leer este libro creo que es fundamental reponer la discusión por las relaciones entre cultura y política, y, en especial, por el lugar de las universidades en esa discusión, esto es, otro de esos problemas fundamentales del republicanismo que es el de la “formación de los jóvenes”. Porque no basta, no bastó con crear nuevas universidades, con repartir más dinero, más becas. Debimos formar otra cultura, una menos complaciente con los imperativos neoliberales propios y ajenos. Si nos dejamos guiar por la derrota de 2015, diría que fracasamos estrepitosamente. El libro, sin embargo, nos indica un camino interesante: hay ahí, en la historia del cine nacional, en ese sintagma “cine argentino” (iría más lejos en la historia de la literatura, la filosofía, la sociología y así…) una historia que debe ser interrogada viendo esas películas que interrogaron a su tiempo, y en tanto interrogaron a su tiempo. Interrogar en ese juego de la repetición y la diferencia para despabilarnos, por ejemplo, con la experiencia de otro país en el que Prividera encuentra el clivaje, y las claves de un paisaje cinematográfico lúcido, de otro “nuevo cine argentino”, uno en el que “aún no” -en el que todavía no- se han abandonado la pregunta por la articulación entre vanguardia estética y política, entre cine y pueblo, así como la idea de que el cine, la filosofía, la literatura puede ser una herramienta o un camino para la emancipación, sin abandonar -no habría por qué hacerlo, y pensar que sí habría es parte del problema- su propia búsqueda de libertad.  

Paula Hunziker / Copyright 2022