EL ORNITÓLOGO DE SANTIAGO: FEBRERO Y MARZO

EL ORNITÓLOGO DE SANTIAGO: FEBRERO Y MARZO

por - Columnas
07 Abr, 2017 05:43 | comentarios
El joven crítico chileno Jaime Grijalba expone sus aprendizajes mientras que una tal M le acompaña siempre. En esta entrega descubre viejas películas de Godard, defiende la última de Scorsese, repasa las nominadas del Óscar, habla de algunas películas chilenas y finalmente descubre que es un crítico emocional.

Por Jaime  Grijalba

Partí el mes de febrero leyendo y releyendo la columna de enero en vista de los comentarios que me hicieron llegar amigos, lectores anónimos y conocidos. Estaba buscando la forma de mejorar, tal vez de encontrar si estaba haciendo lo correcto, si estaba haciendo alguna diferencia con lo que escribía. Deseo entonces agradecerle a los que se acercaron y a quienes tuve que sonsacarles unas opiniones para poder saber qué ritmo darle a esta publicación mensual. También pasé buena parte del mes viviendo el estrés que suponía la nueva caída del sitio que es la casa de esta humilde columna. Esa caída me hace recordar la que sufrió el año pasado, que justo fue en la semana del Festival Internacional de Cine de Valdivia, donde me topé con varios miembros del conglomerado que aún sufre de una debilidad severa de estructuras digitales. El inicio de esta columna y toda su extensión está dedicada al nuevo sitio y a su brillante futuro, así como por qué no vuelva a pasar.

Febrero siempre ha significado verano y vacaciones para mí. Y los Oscars. Esa frivolidad parece ser un agujero negro en toda charla cinematográfica; pero creo que ya hablé algo de eso en la columna anterior cuando mencionaba que enero era el mes en que uno se recargaba y preparaba para la seriedad, haciendo recuentos y viendo las últimas películas del año anterior. Como nunca en este mes de febrero tuve la oportunidad y el privilegio de viajar, algo que no hacía en algo así como tres años (hablo de viajes de placer puro, no de trabajo, ni de festivales, que es como viajar para trabajar aunque no lo parezca, igual no se puede hacer otra cosa más que ver más y más películas), lo que no hizo que mermara mi prolífico visionado de películas. Desde ya no es monumental como el de otros cinéfilos y críticos más conocidos y con menos dispersión mental, pero al menos soy el que más ve entre todos mis amigos.

De hecho arranqué el mes con el cierre del Festival del Cine UC (que mencioné en la columna anterior) con una copia en 8mm de Il gato a nove code (1971, Argento), una de las primeras películas del afamado y querido director italiano. El estado del celuloide no era el mejor, y de hecho tuve que revisar algunas partes nuevamente cuando llegué a casa en la copia que hay en YouTube, pero de todas maneras estoy feliz y agradecido con quienes programaron el pequeño ciclo italiano (en el cual los encargados mismos subtitularon todas las películas al español) al cual no pude asistir más que esa vez. Creo que es importante demostrar, más allá de las posibles calidades de las copias, que a uno le importa la proyección en fílmico, pues se trata de uno de esos placeres innegables que siempre intento de presenciar cada vez que ocurre, y en una ciudad como Santiago cada vez resulta más difícil que esas cosas sucedan. Dependen generalmente de festivales o de ciclos de la Cineteca Nacional, y aún así son cada vez ocurre menos. ¿Y cómo es que uno demuestra que le importa este tipo de proyecciones y logra que se realicen más? Asistiendo, pagando la entrada y disfrutando de los placeres de los 24 cuadros por segundo. ¿Sobre la película? Es un Argento más calmado, en modo misterio más que terror, pero que ya parece tener un placer especial en filmar las escenas de muerte, que quedan siempre acentuadas y memorables dentro de su a veces injustificada ridiculez y rocambolescas complicaciones.

Me acabo de dar cuenta que la columna se llama “El Ornitólogo de Santiago” y Santiago puede que haya sido la ciudad en la que menos estuve durante el mes de febrero. Por algunos días fui el ornitólogo de Tongoy, otros días de Valdivia y por otros pocos más de Algarrobo. Para los que no conocen Chile, algunos (si no todos) de esos lugares suenan a chino, pero considerando la longitudinal disposición de la geografía puedo decir que fui al norte, al sur y al centro. De hecho, para el viaje a Valdivia tuve que estar doce horas a bordo de un bus. Lo bueno de los viajes que hice es que, además de variados y descansados, fueron con M, que debe ser una de las pocas personas que realmente comprende mi deseo de que el descanso consiste en llenarse de actividades para hacer en los lugares que uno visita y posteriormente poder revisar una película, si es que uno no está demasiado agotado. M leyó la columna del mes pasado y, gracias a Dios, no le molestó que hablara de nuestra rutina en un par de ocasiones. Y de seguro también leerá esta; así que “Hola M, gracias”.

Lo más curioso es que entre viaje y viaje, subirse y bajarse de buses tanto interurbanos como entre ciudades, la mejor película que vi este mes fue sin duda una en que se demuestra que los viajes son siempre un desastre y que el cine tal vez está muerto. Week End (1967, Godard) es una obra maestra y una de las mejores películas de uno de los mejores directores de la historia del cine. Solamente corresponde admirar y deshacerse en alabanzas con alguien como Godard: la prolífica seguidilla de cintas que hizo en los años 60 y que cerrara, de más de una forma, un ciclo con esta película, es sencillamente sorprendente; no sólo por el nivel técnico en su revolucionario montaje que pareciera dar cuenta siempre de un momento urgente y realista en un mundo que ha perdido todo asidero en la realidad, sino porque logra a su vez predecir buena parte de lo que sucederá en los próximos años y décadas (y no sólo en su cine sino en la historia de Francia y el mundo). Mayo del 68 estaba a la vuelta de la esquina y acá están sus bases, junto con otra película del director lanzada el mismo año y que también vi: La chinoise (1967, Godard), donde realiza un retrato exagerado de una juventud comunista y maoísta que se vuelve extrema en su pensar hasta que resulta ser derrumbada por un intelectual de la época y finalmente termina desperdigada en el aire.

Estas dos cintas de 1967 establecen a Godard no sólo como un cineasta político (algo que ya estaba claro mucho antes de la aparición de estas dos), sino como un cineasta militante, pero no necesariamente de las causas que son dictadas y recitadas por Jean-Pierre Leaud u otros actores de ambas cintas, sino de una suerte de pesimismo cínico. Se trata de un pensamiento de izquierda que no está afiliado a un partido, que admira ciertos discursos y cierta valentía en el seno de posiciones como la maoísta y la anarquista, pero que al mismo tiempo sabe que devienen en desintegraciones interiores ya que olvidan el verdadero quid de la política, que es poder saber y entrar en comunión con lo que la gente piensa y quiere en realidad. Cuando digo que Godard milita en este cinismo de izquierda, quiero decir que vuelve pública su opinión en sus filmes a través del tratamiento que hace del discurso ideológico de otros. Lo que quiere decir, y con lo que estoy de acuerdo, es que política es la cosa pública, y la cosa pública debería ser lo que está en boca de todos, y si lo que está en boca de todos no es lo que la ideología busca, pues se debe invertir en capital mental e intelectual para poder, ya sea, revelar las verdades evidentes al “pueblo” (palabra que cada vez más desprecio en la boca del resto y que por ende quiero evitar) o buscar una forma de girar el pensamiento propio a fin de que estos queden entendibles dentro de las posiciones de quienes de verdad deberían importar en el ejercicio diario de la política.

Otra película de Godard que vi y que está relacionada con esto último es Le gai savoir (1969, Godard), que resulta ser ese cinismo aplicado con causa a los discursos del mayo francés, demostrando, sólo en su exposición pura y sin comentario alguno, la enorme falla de muchos de ellos. Sin duda que esa experiencia cambió el mundo, y Godard no lo niega, poniendo a los dos mejores actores franceses de la Nueva ola, Jean-Pierre Leaud y Juliet Berto, a analizar el presente y cómo habría de afectar el futuro, encerrándolos en una sala todas las noches donde una inteligencia alienígena venida del futuro les muestra sus consecuencias. Es como una especie de secuela en clave de ciencia ficción de La chinoise, ya que tiene los mismos protagonistas, pero al mismo tiempo viene a dar la clave sobre el cine de Godard, el que vendría más adelante, ya que buena parte de esta cinta son citas y lecturas de libros, música e imágenes intervenidas, todo esto bajo la mirada de un editor invisible que está cortando y montando las imágenes, ya que el fin de que estos dos personajes se encierren consiste en poder crear una película nueva y original, basándose en el material futuro que les fue otorgado. Pero todo termina: ya no es necesario hacer cine, todo ya fue filmado, o será filmado por gente que de verdad tendrá que hacerlo. Una interesante perspectiva.

Las últimas películas que pude ver del director francés, esta vez ya entrado en marzo, fueron las últimas que tenía para ofrecer el ciclo que me dediqué para conocer un poco más de su filmografía, tal vez mezclando las más conocidas con otras que puedo denominar raras avis para este ornitólogo. JLG/JLG – autoportrait de décembre (1994, Godard) es una de las más extrañas, tal vez un tanto contemplativa para los que están acostumbrados a algo más “juguetón”, que es lo mismo que me pasó con Alphaville, une étrange aventure de Lemmy Caution (1965, Godard), que se encuentra entre aquellas canonizadas de la década de los 60, pero que a mí me mantuvo a un brazo de distancia (más de lo común que en otras cintas que tal vez buscan eso más conscientemente) con una historia que en teoría me tendría creyéndolo todo y metido absolutamente en la trama, pero que busca tal vez demasiados vericuetos para llegar al quid: el computador que cita a Borges, el que Piglia también citaba en Borges por Piglia (2013, Fullone), serie de cuatro clases maestras del recientemente fallecido novelista y académico argentino, el cual también vi en los primeros días de marzo, casi como una especie de preludio literario a la obra más accesible pero a la vez (al menos para mí) con menos corazón de las que he visto. Pero ya he recibido críticas por esta posición; puede que en unos años entienda que me equivoque y entonces puede amarla.

A lo largo de febrero vi todas las películas nominadas a Mejor Película en los Óscar (antes de esta decisión tan sólo había visto tres), pero también vi dos del 2016 que las considero superior, no sólo a esas dos, sino que forman mi número uno y número dos de lo mejor del año. Pero partiré por la número dos, que fue la número uno desde noviembre del 2016, cuando la vi en Mar del Plata, hasta hace un par de semanas. Hablo de Paterson (2016, Jarmusch), una película que flechó mi corazón desde sus primeros momentos por su absolutamente honesto retrato tanto del amor y la pasión creativa, así como de la paciencia y la vida sencilla. La película se transformó rápido en una favorita, ya que la vi en un momento de mi vida en que sentía que se avecinaba una crisis, en la cual me vería en la obligación de buscar un nuevo lugar donde vivir, donde tendría que empezar a pensar en una nueva forma de vida, ya que no estaría más con mis padres y estaría con otra persona todos los días, algo que no necesariamente era malo, pero que si me causaba ansiedad en cuanto no sabía cómo iba a ser. Por esa razón la película de Jim Jarmusch resulta ser una especie de predicción para mí, una especie de mensaje telegrafiado específicamente para mí, algo que nunca digo que pasa, pero que en este caso sentí que me hablaba sólo a mí, que estaba solo en la sala. El filme me decía que no me preocupara, que el amor era real y que el amor es la mejor forma de iniciar una nueva vida. Suena meloso, pero ¡qué diablos! La pude ver con M una tarde después de una caminata por Valdivia, una de las ciudades que visitamos juntos. Fue mágico poder abrazarnos después y sentir que todo estaba y que iba a seguir bien.

Pero la que se terminó transformando en la que es, hasta ahora, la mejor película del 2016, fue Silence (2016, Scorsese), la que fue nominada solamente a un premio (Mejor fotografía) y que luego perdió. Honestamente, ¿a quién le importa eso? La última cinta del director estadounidense, que no siempre fue un santo de mi corte (o como sea que se diga esa expresión), logra sentirse trascendental, sobre todo porque va más allá del tema que toca, que es sobre los misioneros cristianos en Japón y las consecuencias de paso por ese lejano, tanto para los gentiles de ojos rasgados, como para ellos mismos. Es un film que me recordó la necesidad de ser compasivos, incluso con quienes no lo merecen. Sucede que comprender y entender las creencias que no son las nuestras no es algo en lo cual nos podemos inmiscuir así nomás, (y mucho menos burlarnos). Scorsese, como hijo de cristianos católicos, no puede hacer otra cosa que una cinta con un intenso sentido de la compasión en cada cuadro e interpretación. Declararse ateo es una decisión válida, pero creo que podría perder el respeto a alguien que sólo por el hecho de serlo no considere a esta obra como una expresión importante, espiritual y verdadera; achacarle su cristianismo profeso, así como la mirada que tiene del mismo, limita la perspectiva que podría uno tener de la misma película; justamente esta cinta habla sobre cómo en la adversidad uno no necesariamente puede querer seguir el camino de Jesús y pretender imitarlo. No basta con buscar el sacrificio personal: es la caridad, la comprensión y el amor lo que mueve el alma humana real, más allá de toda creencia que se profese. Nuevamente, parece que digo zonceras, que sólo suenan bien si se desea ser político, pero parece que es lo que soy: un zonzo.

Cuando empecé los viajes por mi país, me llevé una tablet (no tengo propia, era prestada) con la aplicación móvil de MUBI, esa plataforma de cine curada y tan querida, y fue ahí donde pude ver casi todas las películas de Godard (que forman parte de un programa especial) sin necesidad de conexión a internet, debido a la posibilidad de bajar las películas. La primera cinta que pude ver durante los viajes (otra persona siempre maneja, yo no) fue Triple agent (2004, Rohmer), una anomalía dentro de la filmografía del director francés, pero que resulta tremendamente valiosa: el film es como un juego en el que los personajes principales tienen reglas que sólo ellos entienden (como todas las cintas de Rohmer), pero se aplican a un evento histórico. Otra adaptación de eventos históricos que pude ver fue Ivan Groznyy. Skaz vtoroy: Boyarskiy zagovor (1958, Eisenstein), la segunda parte del Iván el Terrible, que fue censurada por Stalin al no adaptarse a la figura que él tenía del zar, algo que resulta muy evidente cuando uno ve esta cinta de traiciones internas, purgas y reunificaciones frustradas, que no es otra cosa que una pequeña carta de amor al estilo de gobierno de Lenin, que funciona como inconveniente comparación con la forma en que su sucesor conducía el país. A veces me dan ganas de ser un experto en historia, pero luego recuerdo la cantidad de investigación que requiere y creo que me conformaría con ser un buen historiador de cine.

Pude ver algunos estrenos 2017, por ejemplo la chilena Vida de Familia (2017, Scherson, Jiménez) que adapta a uno de los escritores chilenos más talentosos de los últimos años, Alejandro Zambra. Los cuentos y novelas no se dan bien en sí, sólo basta con pensar en la película de uno de los directores de esta cinta, Cristián Jiménez, sobre la novela debut del escritor, Bonsái, la cual me parece tremendamente fallida en cuanto a lo poco que logra transmitir de la voz propia de Zambra a la pantalla. Acá, es diferente: el guión escrito por el novelista y poeta logra llegar al hueso de lo que lo define, esos personajes a la deriva que no saben por qué están así hasta que dejan de estarlo porque alguien más llega a sus vidas a interrumpir los pensamientos que tienen sobre sí mismos y se fijan en otro. La película logra muchas cosas a nivel actoral, pero también funciona como un estudio de cómo nos afectan los espacios que habitamos (de hecho, al salir de la película, con M tuvimos un pequeño impasse, lágrimas incluidas, respecto a todo el asunto de la casa propia, algo que quedaba patente en la cinta, sobre todo cuando el protagonista vivía en una casa prestada). El otro estreno es uno que recomiendo porque pueden verlo inmediatamente: Jang-Og-ui Pyeonji (2017, Iwai) es una webserie coreana de cuatro capítulos dirigida por el talentosísimo director japonés Shunji Iwai, que se siente como una mezcla de Koreeda con la melancolía propia de Iwai y el estilo de vida coreano. Aunque auspiciada por Nescafé de Nestlé, la webserie tiene varios elementos muy interesantes: un capítulo grabado en plano secuencia, canciones originales al final de cada secuencia de créditos, y la actuación de la gran Doona Bae en el papel protagónico. Está en YouTube con subtítulos.

Otros estrenos 2017 que pude ver fue la chileno-mexicana Casa Roshell (2017, Donoso) que se exhibió recientemente en el Ficunam y en otros festivales internacionales, pero que yo pude ver gracias al FestivalScope, que puso algunas películas a disposición de todos. Dirigida por la otra mitad del dúo que tiene en su haber una de las mejores películas chilenas de los últimos años (Naomi Campbel), debo decir que es la directora que sale más desfavorecida al verse enfrentada a un proyecto híbrido ficción-documental en solitario, ya que se ve cegada por la personalidad de Roshell, temiendo cualquier posible represalia al no representarla de la forma en que ella quisiera, aunque per se es una introducción fascinante a un mundo al que uno no tendría un acceso tan sentimental como el que logra Camila José Donoso con su cámara nocturna y la representación de escenas vistas durante el período de investigación. Es justa y paradójicamente en esa representación donde la ausencia de dotes actorales hace que las escenas pierdan su crudeza o humor innato, que seguramente estuvieron presentes en la realidad. Otra chilena que estuvo en Ficunam y FestivalScope fue Rey (2017, Atallah), que puede contarse entre las más singulares y originales que mi país ha realizado durante la década, y viene a confirmar lo interesante que fueron las declaraciones del director en la nueva cinta de Ignacio Agüero (Como me da la gana II), siendo tal vez el único que da una respuesta coherente e inteligente ante la consulta de qué es lo cinematográfico (del proyecto que estaba realizando). En cierta medida, aquella respuesta traspasa a las imágenes. La fuerza simbólica de las imágenes, aquello que representan y la crudeza misma que transmiten se verifica en cada plano, escena y sección de esta historia que trata de hablar sobre la identidad a través de las técnicas comunes que plagan el cine experimental. Aunque he quedado con algunas dudas, específicamente respecto a qué tanto hay de pose en esa apropiación del cine experimental, por ahora quedo muy sorprendido y agradecido por haber encontrado imágenes chilenas así de vivaces.

De cartelera un poco más comercial vi cosas que me agradaron bastante, salvo una, la que considero una triste excepción. De Kong: Skull Island (2017, Vogt-Roberts) escribí para El Agente Cine y no estoy acá para andar diciendo qué escribí y dónde y para quién y qué opiné, pero diré que quedé gratamente sorprendido. Logan (2017, Mangold) fue una sorpresa. Aunque las X-Men deben ser las películas de superhéroes no autorales que más me gustan, ya habían dos cintas donde Wolverine era el mutante protagonista en solitario y que habían resultado completamente olvidables, algo que se remonta de forma espectacular en esta última cinta, dirigida por un director competente que no ha tenido mucha suerte últimamente. Algo que me parece espectacular, aunque para algunos resultará ser una pantomima de grandeza o incluso algo simplemente abominable, es que Mangold ocupa el western Shane en una escena y no sólo se queda con ella por más del tiempo acostumbrado, sino que logra que esa secuencia (y otra hacia el final) dé(n) cuenta de que el núcleo emocional de una película de mutantes, sangre y superhéroes es otra película que claramente para muchos será superior; pero he ahí la pillería de James Mangold, que roba y se apropia de la emoción de otra cinta, la vuelve propia y se “escapa con los tarros”; para mí una maniobra fugaz pero que eleva la cinta a nuevas alturas.

Otra grata sorpresa fue Split (2016, Shyamalan), que es mejor no comentar para no arruinar la percepción del resto, pero debo decir que nunca dudé de ti, Shyamalan querido. Tomé la decisión correcta de volver a visitar Trainspotting (1996, Boyle) antes del viaje al cine a ver T2: Trainspotting (2017, Boyle). Verlas una detrás de la otra da cuenta de que no estamos ante un producto que se basa completamente en la nostalgia o en las ganas de saber qué es lo que sucedió con los personajes después de la traición más dulce que se ha filmado en los últimos treinta años de cine; es mas bien una película necesaria, una cinta que da cuenta de una generación muerta en vida, donde queda claro que se vive de una nostalgia que es absolutamente desdeñada por Boyle (a través del personaje femenino que se vincula con los protagonistas) y que busca hacerle creer al resto que lo que hacen importa, que lo que hicieron importa; justamente el personaje más olvidable de la primera cinta es el que se vuelve, subrepticiamente, en el protagonista, el gran cronista de una época fallida, acaso el único que puede mirar con honestidad y desde su propia inocencia, como también a partir de su falta de inteligencia y adicción. Los cronistas más honestos son los menos conscientes de una época, ya que para ellos simplemente están contando lo que les pasó un día. Es el mejor estreno 2017 hasta ahora.

¿Conocen el vulgar auterism? Tienen más suerte que yo si no lo conocen. Es una suerte de movimiento crítico que busca darle valor estético a ciertos autores, desmereciendo el discurso de la crítica tradicional o mainstream, que generalmente rechaza los productos que hacen estos supuestos artistas escondidos en lo que se suele denominar blockbusters. Directores como Michael Bay, los Neveldine y otros son apreciados por su aparente polivalencia visual, algo que también se aplica a mi nueva y constante decepción de cartelera, Resident Evil: The Final Chapter (2016, Anderson). La última -gracias a Dios- atrocidad cometida por el británico Paul W.S. Anderson es una panoplia de explosiones, colores desagradables, efectos especiales de segunda. Se supone que es una entretenida película de género, pero que nunca parece despegar. Obviamente los adeptos del vulgar auterism volaron sobre la película diciendo que era una de las mejores del joven año que se nos avecina, sino que también es una obra de arte comparable con las cintas de Godard. ¡Tal como lo oyen! Honestamente leo críticas, y tal vez es porque estoy rodeado en redes sociales de gente como esa, y no entiendo nada de lo que dicen. Todas las palabras de gracia que dicen sobre secuencias mal filmadas, mal iluminadas y mal actuadas me parecen de una ceguera autoimpuesta que sólo puedo entenderse como una postura firme a llevar la contra. Se trataría de una autoimposición para detentar una visión que dé credenciales de ser un crítico “cool” o “bakán”, como decimos acá. Sobre todo es una lata, porque el ‘Resident Evil VII’ para PlayStation 4 es una vuelta desde los videojuegos a un horror de supervivencia increíble, y poder jugarlo fresco y sin ninguna clase de sorpresa fue un placer que no tenía desde hace años.

De las películas Óscar que vi, tan sólo unas notas rápidas, tan sólo unas notas rápidas, así como una opinión al voleo sobre el final que todos vimos. Hacksaw Ridge (2016, Gibson) es muy odiable, pero a mí me ganó por la crudeza y honestidad de todo lo que quería decir, pese a ser muy hipócrita en la forma en que muestra la guerra. Hidden Figures (2016, Melfi) es la peor de las nominadas, porque es una cinta histórica sin alma, sólo las actuaciones la salvan del olvido absoluto. Manchester by the Sea (2016, Lonergan) logra lo que se propone en términos de actuaciones: Affleck sí impresiona, y en sus momentos lacrimógenos, pero carece de profundidad, más allá de la emoción que provoca (algo que quizás ustedes nunca pensaron que diría). Hell or High Water (2016, MacKenzie) tiene un problema: es demasiado simple, carece de profundidad y todo se encuentra en la superficie, pero la superficie es bastante entretenida y logra que uno la vea de principio a fin. Fences (2016, Washington) es teatro filmado de la peor calaña, y al menos tiene una performance increíble de Denzel Washington y Viola Davis (muerte a los que se quejaron de su discurso) que la salva de ser la peor nominada. Lion (2016, Davis) es una película que existe, sin duda; es una película que fue hecha y existe en la historia del cine y fue nominada a mejor película; más allá de eso, no puedo decir mucho. Jackie (2016, Larraín) forma parte de una especie de nueva etapa del director, compatriota que me parece francamente decepcionante, cuya fascinación por el patetismo de figuras reconocibles me parece francamente deleznable. A Moana (2016, Clements, Hall, Musker, Williams) le faltan tres platos de comida para ser una película realmente buena; lo único que tiene para ofrecer son unos buenos momentos musicales con una trama demasiado simple para provocar algo. Forushande (2016, Farhadi) fue la última película que vi el mes de febrero. La ganadora del Óscar a Mejor Película Extranjera, es una película que demuestra que Farhadi sabe filmar el suspenso desde la cotidianidad, y eso es un valor tremendo, pese a que acá no sabe trabajar bien sobre la relación que se pretende establecer entre la trama principal y la la obra de teatro que hacen los personajes.

Sobre la ceremonia, aunque me alegre que la mejor película de las 9 nominadas haya ganado, el cambiazo del final hará lamentablemente que la primera cinta en ganar mejor película con un elenco completamente afroamericano y con un personaje principal gay, esté atado a una historia de blancos que quieren salvar el jazz. Una pena. Al final, se ve como si los blancos le hubieran otorgado la victoria a los negros, y que los blancos fueron tan buenos que aceptaron el error. Lamentable.

Marzo fue un mes que pasó, sin duda, pero no puedo decir mucho en sí. Me pasé semanas buscando trabajo, luego de que el freelance se ha terminado por los meses de enero y febrero, pero lamentablemente no pude encontrar nada. Gracias a mis capacidades de ahorro, no tuve necesidades extremas como para poder meterme en alguna situación desesperad, pero creo que si abril se avecina de la misma forma no tendré otra opción. Me he pasado el mes pensando en las otras líneas de trabajo, tal vez relacionadas o no con la crítica de cine (que poco o nada me da “para comer” como se dice), y pensé en el acto en programar ciclos o festivales. Lo estoy intentando, pero no sé cómo “entrar” en el negocio, por decirlo de alguna forma; es difícil sentir que uno puede hacer algo nuevo, algo innovador, cuando pareciera que nadie quiere confiar o creer en ti, que se burlan de ti por tu juventud y por tus gustos, o por lo que sea. Eso pensaba mientras recibí un pequeño paquete por el correo: seis DVDs grabados mandados por la Japan Society de New York, la cual hará un ciclo sobre películas de terror y ciencia ficción japonesas, menos conocidas que las clásicas de Godzilla. Fue un placer absoluto el poder revisar y escribir sobre películas elegidas por alguien para un ciclo tan valorable, y yo pensaba para mí en lo mucho que disfrutaría: primero, tener un ciclo de este tipo, y en segundo lugar, poder programar algo similar.

Así fue que pude ver y escribir sobre películas como Gamera 3: Jashin kakusei (1999, Kaneko), Burû Kurisumasu (1978, Okamoto), Tômei ningen (1954, Oda), Densô ningen (1960, Fukuda), Ido zero daisakusen (1969, Honda) y Bijo to ekitai ningen (1958, Honda). Uno se siente un poco vindicado cuando una asociación cultural de un país extranjero hace el esfuerzo por enviar a Chile algo tan valioso como las películas que van a programar; en caso de que tú puedas encontrar alguna manera de escribir sobre ellas algún artículo. Disfruté mucho poniendo cada DVD y descubrir nuevos mundos, colores, criaturas y formas en que los japoneses han perfeccionado la crítica social a través de la realización de aberraciones mutantes o monstruos con alma. Hablando de lo japonés, y aprovechando el vuelo, vi algunos cortos animados de hace cien años subtitulados al inglés gracias a la página http://animation.filmarchives.jp/index.html que recomiendo a todos visitar para poder ver algunas joyas que no están disponibles de otra manera.

Tengo una enorme cantidad de películas que vi en marzo (fue mucho mejor que enero y febrero), pero siento que ya he hablado demasiado (me habría gustado hablar sobre Casino (1995, Scorsese), o de la horrible decepción de Wet Hot American Summer (2001, Wain), o de la sorpresa que fue ver la villipendiada As Above, So Below (2014, Dowdle) o algunos cortometrajes japoneses, de terror, etcétera).

Sólo quiero darme el lujo de hablar un poco de la mejor que vi en el mes, Far from Heaven (2002, Haynes). Por orden exclusiva de M puse el DVD que nunca había puesto y me maravillé con este tributo y a la vez profunda experiencia emocional que resultó ser. Aunque profundamente derivativo de All That Heaven Allows y de toda la filmografía de Sirk, Haynes logra que la cinta tenga su propio aire, retomando elementos que no podrían haber formado parte de los temas de Sirk (aunque claramente los hubiera deseado), retomando los amores prohibidos del pasado y dándoles el peso suficiente como para que se sientan como temas aún actuales (y para algunos, sorprendentemente, lo sigue siendo); y es que acá Haynes no tiene ninguna intención de exponer alguna denuncia, o de preferir un amor por sobre otro, sino que simplemente busca la representación de un sentimiento que uno no puede frenar, y que sólo puede encontrar una detención en el otro. La escena entre la protagonista y su jardinero, ya entrada la noche, afuera de la casa del segundo, fue uno de los momentos más emocionantes que he tenido viendo una película en meses. El abrazo y las lágrimas de M (y las mías escondidas) después de ver el film no se olvidan.

Creo que ahora sí me he pasado ya y no quiero aburrir, pero antes una reflexión. De lo que me di cuenta en el último día del mes es que tal vez nunca logre ser un crítico académico “serio”, algo que alguna vez me planteé ser. Leyendo unos ensayos de David Foster Wallace de su libro Hablemos de Langostas, vi en una de sus críticas literarias cómo define las dos falacias que están absolutamente prohibidas en algo que se pueda denominar “nueva crítica” (de ahí a que él, dentro de su posmodernismo extremo las evite o no, es otra discusión). Primero está la falacia intencional, que es juzgar la obra en base a la intención que el autor le da a la misma, es decir, considerando lo que el autor cree que la obra logra, juzgando si lo hace. En sí, esa falacia sí me parece una, ya que debiera ser extirpada de la crítica moderna todo lo que tome demasiado en cuenta las intenciones de los autores, que son exteriores a la comprensión de la obra por parte del crítico, que debe estar atento al contexto, sin duda, pero que resulta mucho más interesante cuando las obras logran su poder más allá de eso, o sobre todo cuando parecieran traicionar las intenciones de artistas conservadores o retrógrados, como si fueran hijos poniéndose aros o tatuándose sin permiso. Ahora, es en la segunda falacia donde yo caigo, y ahí donde ya sé que no lograré ser un Rosenbaum o un Martin (a estas alturas no alcanzo a ser ni un Roger, sea el que sea). La falacia afectiva, definida como “la evaluación de una obra de arte basándose en sus resultados, sobre todo en su efecto emocional”, es donde yo caigo, claramente. Foster Wallace define estas falacias como una prohibición para una crítica no sólo objetivista, sino también para lo que él denomina la Nueva Crítica (tal vez una pos-posmodernista, de la cual ya se sentía alejado).

Entiendo los razonamientos, ya que ese tipo de acercamiento evita el encuentro estético puro y su evaluación en torno a ese eje de forma exclusiva. Pero no puedo evitarlo. Esa es la forma en la que siempre me he acercado al cine, a través de los afectos y de cómo me incitan a la emoción, que no tiene que ser necesariamente expresada en el llanto, sino que puede ser sentida como miedo, alegría extrema, pesadumbre. El cine que mueve mi interior es, de alguna forma, el cine que me gusta, y es la manera en que lo abordo la mayor parte del tiempo. Y si eso me transforma en un crítico falaz, pues que así sea.

* Fotograma de encabezado: La chinoise; seguido por Rey, La chinoise, Silence, Logan, Manchester by the Sea y Far From Heaven

Jaime Grijalba / Copyright 2017