EL ORNITÓLOGO DE SANTIAGO (01): ENERO

EL ORNITÓLOGO DE SANTIAGO (01): ENERO

por - Columnas
01 Feb, 2017 01:08 | comentarios

Por Jaime Grijalba

Buena parte del mes estuve pensando en cuál debía ser el nombre que lleve esta columna mensual, porque pensé que llamarlo “Diario Fílmico Personal” o “La Columna de Jaime Grijalba” expresarían bien lo que son, pero también me di cuenta que carecería de personalidad. “El Ornitólogo de Santiago” nace de un acuerdo. Hace ya un par de meses le sugerí a R que podría escribir una columna al mes (no me puedo comprometer a más, sobre todo conociéndome, estoy escribiendo esto el último día posible), contando un poco sobre lo que vi, dándole un aspecto vivencial a mi cinefilia multifagocitadora. A R le gustó la idea y confió lo suficiente en mí, pese a llevar tan poco tiempo de conocernos.

Y bueno, con los días pensé que mi dieta fílmica, en como se componía a veces de ciertas rarezas de las cuales alguien podría llegar a interesarse, pero lo cual también combino con algunas películas comunes y silvestre. Esa referencia naturalista me llevó a los animales, lo cual me recordó al concepto de rara avis, o ave rara, frase latina que se utiliza para cualquier cosa que sea poco común. Entonces, vino a mi mente la gran película del año pasado, O Ornitologo (2016, Rodrigues), y así fue como le propuse a R que la columna se llamara “El Ornitólogo”, pero claro, luego recordé otras partes de esa estupenda película y no quería que tuvieran ideas. Así fue como R se le ocurrió alejarlo un tanto poniéndole “de Santiago”, haciendo alusión a mi ciudad natal.

Porque claro, soy Jaime Grijalba, soy de Santiago de Chile: nacido, criado y atrapado en la capital de Chile. Estudié “dirección audiovisual” en la Pontificia Universidad Católica de Chile, y hasta ahora soy un director de cine titulado que sólo tiene proyectos, pero ninguna película en su haber, al menos no con el orgullo que pueden tener otros del rubro. Ah, y escribo sobre cine. Al menos en eso he sido constante desde que “descubrí” el cine en el año 2005, cuando a los 15 años me empezó a interesar un poco más todo el tema; pero para mis historias de orígenes ya tendremos películas de superhéroes. Lo que quiero mostrarles es una ventana a lo que me pasa cuando veo películas, sean estas cuales sean. No espero que les interese, y menos que lo encuentren fascinante, ya que sólo es mi vida.

Como el haber despertado este año nuevo en una casa que no es en la que he vivido durante toda mi vida, algo que nunca había pasado. Acostado en una cama que no era mía, sino que de una persona a la que nunca llegué a conocer. Fue en ese lugar donde vi mi primera película del año, encontrada al azar en la televisión de cable: The Return of the Living Dead (1985, O’Bannon). Claramente no es la primera vez que la veo, de hecho es como la cuarta o quinta, y siempre ha sido en circunstancias parecidas, un encontrón al azar junto a otra persona al lado. Tenía miedo, pero no por la película, sino porque a M no le gustan las de terror (algo preocupante cuando llega octubre y yo lo único que quiero hacer es ver películas de género), pero esta aproximación juguetona y ochentera le llegó por el lado amable y la hizo muy mirable en ese estado de somnolencia dulce que viene después del 31 de diciembre, cuando cenaste cordero y no quieres hacer nada que tenga algún valor para el resto del mundo.

Eso se aplica mucho también a lo que dedico buena parte de enero y febrero, que es a completar los visionados de películas del 2016 en vía de enviar listas, armar la mía definitiva (que estaba escribiendo hasta que me acordé de esta columna y ahora tengo en otra ventana) y lo más importante (aunque no le importe a nadie más): completar mi votación para los Muriels, unos premios donde votan críticos amateur de Estados Unidos y al que fui invitado hace ya algunos años. Tienen normas y categorías, y resulta divertido votar y ver los resultados. También tengo mis propios premios, los Frank Awards, pero esos sí que no tienen audiencia. Los anuncio siempre a fines de Febrero; tal vez los vuelva a mencionar en algún otro texto futuro, quién sabe.

Pero sí, enero es como un mes de regalo, o un mes que se usa para terminar lo que no terminaste de hacer el año pasado y para armarte de la suficiente energía como para empezar algo nuevo. Me tomé en serio mi posible carrera como director y reactivé un proyecto que tenía dormido, eso gracias al visionado que hice de Bande à part (1964, Godard), que no había visto hasta ahora, y con la cual sentí una conexión emocional fuerte al tener tres personajes que se parecían a los tres personajes de mi proyecto. Esa libertad interior, así como el constante conflicto entre ellos, me dio a entender que es un tipo de relación que no cansa, y que de hecho resulta divertida, pese a que la intención de Godard no es necesariamente entretener. Una revisión de Tres tristes tigres (1968, Ruiz) en su versión restaurada en el Festival de la Cineteca Nacional, me dio la perspectiva del lenguaje, algo que fascina a Ruiz, pero que me fascinó en este caso, pues se vuelve un laberinto en sí debido a lo complicada pero a la vez divertida que es la jerga chilena, con sus dichos, palabras, diminutivos y forma de expresarse; algo que temía a la hora de realizar mi proyecto, pues se basa en el lenguaje y el uso de la lengua chilena como algo primordial para su entendimiento. Honestamente espero que todos los que lean esto puedan entender lo que digo.

También vi Une femme mariée: Suite de fragments d’un film tourné en 1964 (1964, Godard) y estaré viendo más películas de Godard durante las semanas y meses que siguen porque hay un especial en la plataforma MUBI (a la cual estoy suscrito desde hace más de un año) y que de alguna forma me obliga y me da la oportunidad de acceder a copias subtituladas y restauradas de cine de todo el mundo. La mujer casada de Godard me afectó de alguna forma negativa al tener el tema de la infidelidad como algo natural, pero al mismo tiempo me sorprendió en su manera libre de ver el amor y el derecho de su expresión femenina absoluta. Con M tuve una conversación larga sobre esos temas hace poco y la película surgió en mi cabeza, aunque no en mis palabras, cuando contaba sobre cómo todas mis relaciones anteriores habían terminado por la infidelidad de la contraparte, salvo una excepción en que yo fui un cobarde como para aceptar la realidad de la relación y salí corriendo de ahí.

El hablar de relaciones pasadas me lleva a pensar en el cine experimental. Siempre pienso en el cine moderno experimental en formato cortometraje, y tuve el placer de ver Cuando ya no estemos aquí (2016, Panatonic) que se dio en el último Transcinema, y pude notar ahí un romanticismo por los espacios con el cual me identifico; es el tipo de cine que me gustaría hacer sobre ese amor que se desaparece en los lugares que uno transita, y aunque este corto no trate explícitamente sobre alguna relación, si tiene esa actitud de un recuerdo que se desvanece cuando se habla de él. Es parecido a ese romanticismo sobre-esteticista que pude disfrutar en Swiss Army Man (2016, Kwan, Scheinert), una película algo vilipendiada pero que encontré que dentro de su endulcorado corazón y ganas de ser una película sobre “lecciones de vida”, hay algo dentro de ella genuino sobre el amor y cómo nos enamoramos. El romanticismo genuino me llena el corazón de emociones contradictorias, y me emociona, me acelera, me lleva al éxtasis, me hace recordar lo que he vivido, y para mí el cine no es tanto una herramienta de conexión con otros más de lo que es de conexión conmigo mismo.

Algunas pocas personas saben, y supongo que ahora más lo sabrán, que hay veces en que me considero un misterio. No porque no sepa lo que quiero, eso lo tengo claro, pero no sé en qué me transforma lo que soy, lo que hago y lo que quiero. Es parecido con lo que sucede en Melancholia (2008, Diaz), la película de 8 horas y media que más preguntas me dejó sobre la importancia de la incertidumbre respecto a la identidad propia. Vemos a personajes pasar por calvarios autoimpuestos, gente que quiere provocarse una reacción corporal y espiritual, tomando papeles y roles que no les pertenecen en una especie de terapia de shock que sólo funciona cuando uno se ve enfrentado a la realidad que ha querido ocultar. Yo no creo ocultar nada, pero me gusta saber que aún no sé qué tipo de persona soy y que no creo vaya a descubrirlo pronto. Creo pensar que estoy haciendo algo de valor al ver tanto cine y hablando de él. Quiero pensar que puedo cambiar el mundo con el arte que pueda hacer, ya sea sobre la pantalla o sobre el papel.

No quiero transformarme en un confesor de sentimientos, y mucho menos transformar la columna en eso, así que ahora me dedicaré a poner una pregunta en el tapete. ¿Qué es lo que se considera “clásico” del estilo de Clint Eastwood? Vi Sully (2016, Eastwood) y me gustó mucho por su aspecto hawksiano (que ha sido repetido hasta el hartazgo, aunque sólo estoy medio seguro de lo que significa), pero es sólo una sensación: ¿qué estilo de dirección es el que ocupa el cual lo ha vuelto un objeto de idolatrización entre los que buscan aún una vuelta a una forma “clásica” de dirección? ¿Se habla de una mise-en-scene clásica? ¿Un posicionamiento de la cámara correcto y con sentido? Si es así, tengo un montón de compañeros de escuela audiovisual que deberían filmar como Eastwood, porque es el estilo que se nos enseña (nos hacen ver filmes de Eastwood, Ford, Hitchcock, entre otros). Pero los críticos siguen encontrando en él algo que parece haberse perdido. Clásico es el estilo de los clásicos, esos que se veían en la televisión en el tiempo de mis padres, películas como The Man in the Iron Mask (1939, Whale) y Little Lord Flaunteroy (1936, Cromwell), que son tristemente las más antiguas que vi este mes durante el mes de revisión 2016. La primera tiene el beneficio de estar dirigida por Whale, y hay mucho que discutir sobre la manera rápida en que presenta personajes y nos hace encariñarnos rápidamente, pero la segunda tiene esa lamentable pesadez que la vuelve arcaica y predecible, un clásico de TV para toda la familia, sin ningún riesgo y que se ha transformado en clásico justamente por eso. ¿Nos aburriremos del cine de Eastwood? ¿Se transformará en los clásicos del 2050, esas películas que uno toma en cuenta sólo porque a mucha gente le gustó en su tiempo? Porque Eastwood gusta y mucho.

Este mes completé mi primer videojuego en meses y el segundo que he completado en años. Este público puede que no sea muy asiduo, pero pensé que podía mencionarlo ya que vi Pre Evolution Soccer’s One-Minute Dance After a Golden Goal in the Master League (2004, Gomes). El videojuego y el cine tienen más relaciones que las que muchos creen, y simplemente los que no las quieren ver son porque están tomando a huevo una de las dos, pero claro, la gente sólo mira las películas de Resident Evil o los Assassin Creed que aparecen cada cierto tiempo y sanseacabó. Hay que mirar un poco más allá.

Sobre lo que viene en las semanas siguientes, La La Land (2016, Chazelle) me pareció que está bien hasta cierto momento en que toda escena que no avanza la trama y es pura floritura no aporta nada. Resulta aburrida cuando uno la vuelve a pensar, y espero no tener que verla de nuevo en mi vida. Toni Erdmann (2016, Ade) es otra cosa: la mejor película del 2016 que vi este mes, una delicia de performance actoral y de cómo una directora puede tener el control absoluto sobre el tono de una película pese a tener elementos tan dispares y casi al azar dentro de él. I, Daniel Blake (2016, Loach) me pareció más aburrida que condenable, y aunque captó esa efervescencia política en las escenas correctas, me parece un pésimo ejemplo de película que podría ganar la Palma de Oro. Tampoco creo que una película que lleve a una discusión política real (hay conversaciones para mejoras del sistema de beneficios en Inglaterra a partir de lo que esta película muestra) pueda ser considerada “maligna”; lo siento.

La última película que vi antes de escribir este texto fue Le secret de la chambre noir (2016, Kurosawa), que encontré muy similar a la última película de Assayas, aunque mucho mucho mejor en su manejo de lo que considero son películas de fantasmas sin escenas de terror. Kiyoshi Kurosawa tiene más experiencia en el género, y sabe qué es lo que asusta, porque lo ha logrado; por ende sabe cómo hacer parecer que hay un fantasma en cada cuadro, hacernos pensar que hay algo ahí en cada esquina, pero sin que eso nos cause miedo sino mas bien la curiosidad de la búsqueda. La película de Assayas está tan presta a sacar del medio cualquier tipo de discusión sobre la existencia o no de fantasmas, que no hay tensión sino pura desilusión.

Yo espero no haberlos desilusionado.

Fotogramas: En tapa, Melancholia; 1) Melancholia; 2) La mujer casada; 3) Sully: Hazaña en el Hudson

Jaime Grijalba / Copyleft 2017