NUESTROS MUDOS COTIDIANOS

NUESTROS MUDOS COTIDIANOS

por - Críticas, Ensayos
10 Jun, 2014 11:52 | comentarios
Pinto

E Agora? Lembra-me

Por Roger Koza

En la infravalorada Mujer conejo (2013), el cuarto film de Verónica Chen, la heroína de la película, Ana (Haien Qiu), una mujer china nacida en Argentina, que se ve involucrada con la mafia china que opera presuntamente en el país, se acuesta con su novio, un médico, interpretado por el conocido actor Luciano Cáceres. La intensidad sexual de la escena, por una decisión precisa de puesta en escena, deviene en cómica. El sexo no suele ocasionar risa, pero si al erotismo se lo destituye de su protección simbólica, la interacción genital y la pantomima asociada a los placeres de la carne son materia de comicidad. Un grito por acá, un gemido por allá, movimientos ligeramente desmañados y mecánicos; si los amantes quedan sin el aura que iguala un orgasmo a un acontecimiento cósmico, la situación descripta corre el riesgo de caer en el patetismo o simplemente en un tipo de desconcierto que provoca una carcajada.

El humor de la escena aludida tiene un tercer participante. No se trata de un voyeur desesperado por ver cómo lo hacen un médico caucásico y una empleada municipal de ojos rasgados. La fantasía del sexo interracial no está en las coordenadas simbólicas de la escena. Lo que sucede es de otro orden. Una vez que la pareja ya está en situación de consumar, Chen elige un plano en profundidad de campo para hacer aparecer a un espía inesperado, un gato llamado Benitez, que observa la escena, más bien escucha, y parece desestimar la supuesta actividad amorosa que tiene lugar detrás suyo.

El felino mira a cámara mientras que al fondo del plano se pueden ver las figuras de los amantes en plena acción. La aparición del gato rompe el hechizo, como si se tratara de la irrupción de un elemento no deseado por el cual la desnudez de los hombres oscila entre la ridiculez y la fragilidad. Pero hay algo más, al menos insinuado, que solamente es así debido a que esos ojos no son ojos humanos sino ojos animales. Nosotros, los animales parlantes, no sólo nos diferenciamos del mundo de las “bestias” a partir del lenguaje; nosotros, a diferencia de los caballos, monos, perros, gatos, cobayos y loros, no andamos desnudos. Ellos sí, nosotros no. Eso es lo que creemos.

En El animal que luego estoy si(gui)endo, un libro apasionante y tardío de su autor, tal vez la obra definitiva para entender nuestra relación con los animales tanto con los domésticos como con los salvajes e incluso a los imaginarios, Jacques Derrida dice: “A menudo me pregunto, para ver, quién soy; y quien soy en el momento en que, sorprendido desnudo, en silencio, por la mirada de un animal, por ejemplo, los ojos de un gato, tengo dificultad, sí, dificultad en superar una incomodidad. ¿Por qué esta dificultad?”. Más adelante, el filósofo francés nacido en Argelia, agrega: “Es como si yo sintiera vergüenza, entonces, desnudo delante del gato, pero también sintiera vergüenza de tener vergüenza”. Apenas, un párrafo después concluye: “¿Vergüenza de qué y ante quién? Vergüenza de estar desnudo como un animal”. Derrida complejiza sus preguntas y sus respuestas, y nuestra relación con los animales, especialmente con aquellos que comparten silenciosamente nuestra cotidianeidad; nada será igual si se lee con esmero el libro, porque la naturalizada asimetría entre ellos y nosotros quedará herida.

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Al azar Baltasar

Primer tema extraordinario para seguir película tras película: la relación de los hombres con los animales vista desde la condición de su desnudez y de un tema poco explorado pero siempre presente: el pudor de los hombres frente a ellos.

La naturaleza no lingüística de las mascotas, la falta del habla, a pesar del empecinamiento de nuestra parte por hablarles, sirve muy bien en el cine para transformar al animal en un alter ego heterodoxo del director desprovisto de palabra. Como si se tratara de una metempsicosis cinematográfica en la propia realidad del film, el director mira a través de los ojos de un animal. Su mirada no juzga, más bien observa y ordena lo que se presenta como un mundo y prioriza un punto de vista. El dispositivo poético empieza, o al menos alcanza su mayor perfeccionamiento, en la obra de Bresson. En Al azar Baltasar (1966), Bresson se refiere al embrutecimiento del mundo de los hombres y a la propensión a la crueldad de nuestra especie sin pronunciar una palabra que enuncie y denuncie. A partir de un burro que mira en silencio y que va pasando de un dueño a otro, un discurso filosófico tiñe cada fotograma. El punto de vista de todo el film se asienta en esa mirada animal, ya no como un Otro sin palabra que desnuda nuestra animalidad cuando falta la ropa que nos diferencia, sino como un discreto pero atento observador que descubre en las peripecias de las criaturas dependientes del lenguaje a un animal político fallido, entregado a un catálogo de banalidades vergonzosas. He aquí otra figura de la banalidad del mal.

En otro universo simbólico, la recientemente estrenada Starlet (2012), de Sean Baker, un perro llamado Starlet funciona como el observador imparcial de las conductas de su dueña y de quienes giran a su alrededor. Baker cuenta la historia de un encuentro utópico entre Sadie, una mujer octogenaria, y Jane, una chica muy joven que cada tanto filma películas porno. Un día cualquiera, en una típica venta callejera en un barrio, Jane adquiere un termo por un par de dólares; en realidad cree que está comprando un florero, y Sadie, la propietaria del objeto, le corrige un par de veces diciéndole que se trata de un termo. Poca importancia tiene en ese momento la percepción errónea de Jane, porque ese objeto esconde una sorpresa que cambiará la totalidad de los vínculos entre esos dos personajes. En el termo-florero reposan 10.000 dólares, una suma de dinero que implicará para Jane un dilema moral y el nacimiento de una inquietud afectiva inesperada en su cotidianeidad indolente. La simpatía del cuadrúpedo es indudable. Boone es el verdadero nombre del perro, y su trabajo en el filme es magnífico. Lo más interesante es ver cómo Baker trabaja su mirada a través de la mirada de su perro.

Se dice que el comportamiento de los perros y los niños en el cine es impredecible, igualación cartesiana involuntaria en la que se insinúa la ausencia de o la inserción a un mundo constituido de símbolos que definen la conducta de los hombres. Es por eso que si se quiere trabajar en la representación cinematográfica a través de una distancia crítica respecto de las prácticas sociales que competen a una sociedad específica, la mirada de un niño o la perspectiva del animal doméstico pueden destituir amablemente la protección simbólica investida en toda representación.

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Starlet

Segundo tema extraordinario para seguir película tras película: el animal doméstico como espía privilegiado, o cómo habilitar el descentramiento de la mirada antropológica a través de los ojos de una entidad sin lenguaje.

Finalmente, es hora de abordar a la mascota en su espacio doméstico. Casi siempre, nuestros animales preferidos son los perros y los gatos. Hay excepciones. En una película reciente, Esto no es un film (2011), de Jafar Panahi, los perros tienen su lugar, pero además aparece una iguana llamada Igi, uno de los magníficos recursos humorísticos del film. La interacción entre Panahi y la iguana es una operación necesaria en una película que se concentra en la cotidianeidad del director que mientras cumple su arresto domiciliario, espera el dictamen de su posible condena. Otra excepción que excede un poco los límites del decoro humanista, pero no está mal recordar, es el chimpancé llamado Max, objeto de deseo del personaje interpretado por Charlotte Rampling en Max mon amour (1986). Comedia delirante rodada en Francia por el gran maestro nipón Nagisa Oshima, donde las costumbres de la alta burguesía parisina se ridiculizan amablemente a propósito del enamoramiento que experimenta una dama de alta sociedad por un miembro de la especie con la que compartimos un 98% de nuestros genes.

Pero tal vez es conveniente circunscribirse a los perros. Para el cine hollywoodense el perro suele funcionar como el lubricante emocional de una familia y/o de una pareja. Una familia en crisis siempre tiene su perro, si es que aquello que los une está en proceso de disolución. Los ejemplos son muchos: uno de los mejores casos tiene lugar en La pícara puritana (1937), cuando en un juicio de tenencia un fox terrier toma partido por uno de los miembros de la pareja. En otro contexto, el labrador de Marley y yo (2008) también es el patrón que conecta y sostiene los vínculos de los cónyuges y la unidad familiar. La importancia del perro es capital en el imaginario de una clase y una sociedad.

El mejor film que se ha visto en el último año que incluye perros se titula E Agora? Lembra-me (2013), y fue dirigido por su propio protagonista, el cineasta portugués Joaquim Pinto. El diario de Pinto es la puesta en escena de la vida de un sobreviviente. Pinto, que tiene SIDA hace más de una década, cuenta cómo transcurre un año de su vida, durante el cual consume cócteles farmacológicos para luchar contra su enfermedad. Así descripto cualquiera podría pensar en un film depresivo y lúgubre. Sin embargo, E Agora? Lembra-me es posiblemente la película más vitalista y vital que se recuerde de este siglo: desde los virus, pasando por perros y los pavos, hasta una indescifrable libélula, además de los hombres, son entendidos como la expresión de una fuerza que atraviesa a toda la materia viviente.

Meditación cinéfila, crítica ideológica de la política europea actual, ensayo libre sobre la tensión del conocimiento científico y la creencia religiosa, la película de Pinto, más que retratar el lugar de los perros como presencias mudas y fieles al servicio del bienestar afectivo familiar o amoroso, sugiere una interacción inusual entre los hombres y las mascotas. Tras décadas de convivencia, Pinto y Nuno parecen haber desarrollado una relación simétrica con sus perros. Han dejado de ser mascotas dóciles, fieras domesticadas y obedientes. Ellos y los perros conforman una heterodoxa familia, la que expresa una comunión entre especies. El amor entre los perros y los hombres en el film de Pinto es tan reconocible como singular. Los ojos del animal ya no parecen observar desde algún lugar inconmensurable de existencia que sólo la literatura fantástica y los mitos pueden transgredir. Simbiosis, alianza, intercambio, acaso se trata de una filiación que no tiene nada que ver con la servidumbre de una especie respecto de otra.

Roger Koza / Copyleft 2014