NO TE MUERAS SIN DECIRME ADÓNDE VAS: SUBIELA Y EL NUEVO CINE ARGENTINO (PRIMERA PARTE)

NO TE MUERAS SIN DECIRME ADÓNDE VAS: SUBIELA Y EL NUEVO CINE ARGENTINO (PRIMERA PARTE)

por - Adiós al cine, Ensayos
11 Ene, 2017 03:23 | comentarios

Por Nicolás Prividera

La muerte de Eliseo Subiela no suscitó elegías ni panegíricos. Puede decirse que hace tiempo ya nadie esperaba nada de él. Ni siquiera aquellos que aún siguen profesando estima por algunas de sus películas, y que no necesariamente son viejos nostálgicos (“unos cuantos alumnos menores de 30 eligieron este año películas de Subiela como sus favoritas”, contaba una crítica y docente en twitter). Sin embargo, no es tan fácil explicar por qué hace treinta años fue una figura central del cine argentino (baste recordar que El Amante le dedicó la tapa de uno de sus primeros números), cuando no lo es ni en su revisión (los jóvenes críticos de Las pistas no incluyen ninguna de sus películas entre los 20 films rescatados del cine argentino de los 80[1]). Estas líneas vienen a conjurar esa demasiado evidente distancia y reparar ese común olvido.

Yo mismo lo juzgué someramente en ocasión de hacer una larga “novela familiar del cine argentino”, en la que le tocó en suerte el lugar del triunfador devenido en curiosidad excéntrica: “Subiela es el último cineasta del viejo cine argentino porque lo lleva al paroxismo y lo hace implosionar, dejando el camino abierto a una nueva generación que fue, tal vez, -con la excusa de distanciarse de esos ‘excesos’- demasiado cauta, fría y prescindente, aunque igualmente fiel a su clase”[2]. Dejemos de lado por un momento mi propio juicio parricida (“la carrera de Subiela metaforiza el destino de cierto desencantado progresismo, que abrazó a Osho con la misma admiración que antes le prodigó al Ché”) y reexaminemos, a la luz de ese nuevo cine argentino que lo sucedió, la carrera de un cineasta que no le temió al ridículo y fue fiel hasta el final.

1

Subiela fue parte de ese “nuevo cine argentino” de los 80 que no tuvo lugar, pese a la voluntad crítica de rescatar ese nombre, que debió esperar una década para encontrar quien lo encarnara. Su generación nunca pudo superar el estado en que había quedado el cine argentino tras la dictadura, atenazado entre la réplica de modelos funestos (la “doble línea” de Aries, con sus films comprometidos y sus éxitos reaccionarios) y la asfixia que representaban los mejores de esa generación intermedia que no encontraba destino (con Agresti como mejor ejemplo). En ese medio, Subiela fue, junto con Solanas tras su exilio parisino, quien intentó darle nuevos aires a la alegoría en una suerte de realismo poético que era inusual en el cine de los 80. Y fue ese espíritu el que hizo de Hombre mirando al sudeste uno de los grandes éxitos de la década. Se trataba de una suerte de inversión de Darse cuenta (esa otra alegoría hospitalaria), en la que esta vez es el enfermo quien salva al médico.

La crítica alabó el intento, pero no dejó de marcar sus puntos débiles. Para Quintín se trataba de “una buena historia arruinada por uno de las lacras del cine argentino de los ochenta: la necesidad de descargar la culpa por los años de la dictadura en protagonistas sádicos e infelices, gente de lo peor. Aparte de eso, la película está bien filmada. No tengo ninguna simpatía por las películas bien filmadas”. Pero Últimas imágenes del naufragio le parecía “una película rara, divertida, llena de hallazgos visuales y, en algún sentido, la contracara” de la anterior. “La película está bien filmada y es absolutamente coherente. Tengo una gran simpatía por las películas coherentes.” Todo esto lo decía en el mismo número 5 de El Amante (mayo de 1992), que le dedicaba la tapa a El lado oscuro del corazón. Una película “absolutamente audaz” que “trasmite una alegría diferente”, “en la que la poesía tiene un valor de uso, insólito y desacralizado”, decía Quintín. Y concluía: “A esta altura, me siento bastante subielista. (…) Estoy convencido ahora de que el mundo cinematográfico de Subiela es personal, interesante, gracioso e intenso”. El romance duró poco, como podría haber sospechado viendo las críticas hechas a El viaje de Solanas en ese mismo número.

Cuando pocos años después (junio de 1995), El Amante vuelve a dedicarle la tapa, esta vez es compartida con Historias Breves. Y No te mueras sin decirme adónde vas eslo malo” frente a “lo nuevo”. El cine de Subiela había quedado descolocado ante un NCA cuyo impulso neorrealista (incluso en los entonces llamados “no realistas” a su pesar) lo hacía parecer aún más fuera de lugar. Quintín ya no veía en él “un realismo de lo insólito que no es irónico ni pintoresco, sino una cotidianeidad misteriosa”. Arrepentido de su prematuro entusiasmo, ensayó un mea culpa bajo la forma de catilinaria: “en No te mueras sin decirme adónde vas Subiela decidió resolver todas las contradicciones, explicarnos la solución de todos los problemas, y al hacerlo construyó no solo su peor película sino una exposición transparente de su concepción del cine y de la sociedad como pocos films lo han hecho. Esa concepción se fue insinuando progresivamente en sus películas, pero recién ahora se hace insoportablemente explícita”[3]. Lo imperdonable parece ser esa explicitación, que obliga al crítico a dejar en claro su propio credo: “El cine es otra cosa, muchas otras cosas menos un trabajo de predicadores, que es la profesión que Subiela parece haber abrazado. Predicar es convencer, hacer publicidad, atraparlo todo en una frase.” Ahora el sentencioso Rantés se volvía una alegoría del viejo cine argentino.

Como apreciaba Quintín, los personajes de Lorenzo Quinteros representaban al hombre que quería escapar de la realidad, es decir, de la posdictadura y su realismo impenitente, chato y literal. Pero Últimas imágenes del naufragio fue un fracaso de público en comparación con Hombre mirando al sudeste, del mismo modo en que lo fue No te mueras sin decirme adónde vas tras El lado oscuro del corazón, como si ambos dípticos dieran cuenta de un movimiento pendular de crítica y público. Pero ya a fines de los 90, en plena decadencia de la fiesta menemista, ni siquiera Despabílate amor (con su intelectual rendido ante el pragmatismo populista) encontró eco favorable. A partir de ahí todo fue cuesta abajo. Gustavo Noriega destruyó su siguiente película (Pequeños milagros, la última producida por el grupo Clarín) diciendo que “parece la burla de una película de Subiela en un programa de Alfredo Casero”. No era ya la poesía midcult, sino que la época se había vuelto demasiado cínica y burlona. Pero el verdadero punto de no retorno lo señalaba a la distancia el citado número de El Amante, que lo constituye en el enemigo público de la nueva generación.

3

“El último cine argentino se ha empeñado en falsificar una tradición introduciendo –en intentos invariablemente fallidos– gente que vuela y supersticiones varias”, dice Quintín en su nota introductoria[4]. “Los estudiantes de cine los llaman ‘los dinosaurios’, y en esa denominación se concentran el rencor y el desprecio que buena parte del público comparte”, agrega envalentonado. En el consiguiente reportaje conjunto a los directores de Historias breves[5], a la pregunta sobre quienes son “los dinosaurios”, Lucrecia Martel (siempre adelantándose al resto) responde: “Subiela, Solanas, Galettini, Desanzo, incluso Aristarain”. “Pero a ustedes los eligió Subiela”, retruca Quintín como quien hecha un nombre a los perros. Vuelve a tomar la palabra Martel: “Subiela confesó que no había leído todos los guiones y que, según él, de todo lo que leyó no había nada que tuviera vuelo.” Alguien acota: “Seguramente no encontró ninguna cama volando… (Risas)”. Más que rencor arltiano o desprecio godardiano, hay un reproche marteliano: “Se volvieron tibios, miedosos, y por eso terminaron recurriendo a esas metáforas falsas en vez de mostrar las cosas como son, de salir a la calle”. “¿Qué es salir a la calle?”, interroga Quintín buscando una vez más la evidente respuesta, esta vez en boca de Tristán Giacovate (de quien no tuvimos más noticias): “Estar más cerca de la realidad, sin esa cosa ‘poética’ de supuesto vuelo”. El “vuelo” se convierte así en pura retórica y a la vez negación de la realidad.

Quintín le da letra a esa confrontación, en lo que va a ser la lectura modélica de esa rebelión juvenil: “No sermonean, no hacen discursos, no rompen las pelotas, si me disculpan. La profundidad que puedan o no tener se expresa en la historia y en la puesta en escena, y no en el discurso piadoso y reaccionario que fue una de las marcas de fábrica de los dinosaurios”. A esa altura no hacía falta ejemplificar ni historizar, simplemente señalar lo “nuevo” frente a lo viejo, lo bueno frente a “lo malo”. En las páginas finales del mismo número, Gustavo Castagna reseña Labios de churrasco exaltando que “Perrone propone recortar antes que narrar, superponer antes que explicar, mostrar antes que opinar”. Bajo esa nota, una cita irónica del Pressbook de No te mueras sin decirme adónde vas reza: “La muerte no es el final. Es una ‘mudanza’. Lo que nos hace inmortales es el amor”.

4

Burlas aparte, nadie titulaba como Subiela en los 80 (con esas frases kilométricos que parecían desafiar toda mesura), salvo la mencionada excepción de Agresti, que con El amor es una mujer gorda parecía ironizar sobre el peso y la seriedad de esos manifiestos, aunque hoy esa película pueda resultarnos no muy lejana a las que Subiela pergeñaba por la misma época. Pero Agresti se ganó la devoción incondicional de la nueva generación con El acto en cuestión (una suerte de productivo antecedente de Historias extraordinarias), y devolvió esos favores con el suceso de Buenos Aires viceversa, la película que explicitaba su padrinazgo del NCA (del que luego iría alejándose, a medida en que él mismo parecía volverse un dinosaurio más, hasta terminar arremetiendo contra sus hijastros en Mecánica popular). Un caso aparte es el de Martín Rejtman, quien con apoyo de Agresti filma Rapado (en el mismo año 92 que señala el punto más bajo de estrenos locales desde 1934: una decena), que recién verá la luz años después para convertirse en el faro de la nueva generación, y él mismo Rejtman en productor o favorecedor a su vez de varias de esas películas iniciales.

Subiela nunca tuvo esa influencia (más bien la rehuyó), pero a pesar de todos los dichos parricidas no podemos subestimar el impacto que sus primeras películas causaron, antes del previsible hartazgo volador: ahí había alguien que a su modo renegaba del cine anterior, aunque no pudiera dejar de continuarlo por otros medios (lo que parece ser el común destino de cada generación). Sin embargo, basta ver la última película de Jim Jarmusch (uno de esos directores de los 80 que nunca perdió influencia entre nosotros, pese a sus vampiros subielanos), para entender que había ahí una relación posible, una herencia no reclamada (¿no es Paterson una suerte de lado oscuro del corazón indie?). Pero Subiela no pudo dejar de encarnar (como a su modo también lo hizo el abrumado Solanas de los 90) su contracara: el irremediable “dinosaurio” del que se debía abominar. Aunque tampoco ese destino era nuevo.

“El cine argentino lo descubrí grande, en los 70. Mi generación, como todas capaz, tiramos viejos por la ventana en lugar de sentarlos ahí para que nos contaran”, decía Subiela en su última entrevista[6]. Sin duda se sentía ya uno de esos viejos dejados de lado, pero parecía perdonar el gesto como quien por fin encuentra un irónico punto de contacto con sus detractores. Pero la “generación de huérfanos” (como la llamó Sergio Wolf y discutimos en otro lugar[7]) no necesitó derribar ídolos: “No están aplastados ideológica ni creativamente por sus mayores, así que tienen el campo despejado”, decía Quintín. Habría que preguntarse por qué, y rastrear el lugar de los padres en el cine argentino en general, pero digamos que hasta en su ausencia no deja de ser visible un problema, de la década del 60 a la actualidad. En el cine de los 80 esa constante temática se hizo explícita hasta la náusea[8]. Subiela mismo hizo acaso su mejor película (La conquista del paraíso) partiendo de esa relación quebrada, mientras que Hombre mirando al sudeste está dedicada explícitamente “a mi padre”. Y la frase que la cierra (“quizás todos fuéramos los hijos idiotas o locos de un padre al que de cualquier manera costaba mucho olvidar”) podría ser el epígrafe de cualquier estudio sobre la sombra del progenitor en los nuevos cines argentinos, de los 60 a los 90.

Poco después de No te mueras sin decirme adónde vas, Subiela abrió su propia escuela de cine. Pero, a diferencia de la de Antín, no dejó una descendencia visible. Tal vez porque el ex director del Instituto de cine tuvo, entre otras inteligencias, la perspicacia de no imponer un modelo a sus alumnos, como había sugerido su padrinazgo a Lo que vendrá a mediados de los 80. Tras Moebius, pocas de las películas salidas de su escuela se le parecen, y él mismo asumió que no se reconocía en sus hijos realistas. Subiela era menos cauto y, como Polaco (otro director clave para entender los límites de la época) nunca le temió al kitsch. Ese era parte de su valor (incluso en el sentido bourdiano del término) en medio del previsible cine de los 80, tanto que el mismo Quintín decía de El lado oscuro del corazón que “no parece muy festivalera y es audaz” en su “relación con la cursilería”. “No tengo miedo a las obviedades”, respondía Subiela al halago, “me siento cada vez más libre”.

5

El lado oscuro del corazón (no en vano su película más celebrada) es el literal centro de su poética: no solo en cuanto a metáforas puesta en escena (el inefable “vuelo” girondiano) sino al poner a un poeta como protagonista, y hacer de la vieja dicotomía de la vanguardia (la conflictuada relación entre el arte y la vida) pasión de multitudes. Según Quintín, era una película “en la que se plantea una enorme contradicción: el trabajo regular como cárcel por un lado frente al dinero como herramienta imprescindible para obtener amor por otro. Esta contradicción expresa, con singular precisión, la carrera de Subiela y el dilema de nuestra existencia de clase media”. La singular precisión estaba dada por esa libertad con que Subiela asumía las contradicciones, dejando que fluyera su inconsciente de clase.

Tal vez por eso representó como nadie “el dilema de nuestra existencia de clase media”, sin proponérselo. Pasó en su carrera por todas las etapas, incluidas las que llevaron a muchos cineastas de los 60 de la publicidad al cine militante, y viceversa. Su episodio para el film colectivo 1969, los caminos de la liberación es acaso el mejor ejemplo: «Didáctico sobre las armas del pueblo» se proponía como un instructivo para armar una molotov. Su gracia intacta está en la locutora salida de un comercial, y el inicio con un niño sonriente caminando por las calles de una villa llevando una botella vacía, con la canción «Gracias a Dios» de Palito Ortega como fondo (“En cada cosa que vas a emprender / lleva en tu corazón la esperanza y la fe / que en tu camino no falte el amor”, dice una letra que podría ser vista como una ironía sobre el propio derrotero cinematográfico de Subiela).

Formado a la par de la generación del 60, había trabajado como ayudante de dirección en Crónica de un niño solo, de Leonardo Favio y La mujer del zapatero, de Armando Bo, y podría leerse ahí una genealogía curiosa pero no imposible. Su debut en el largometraje con La conquista del paraíso es una decantación de esas experiencias (incluida la del encerrado cine de la dictadura) y un atisbo de salida (cuya exitosa contracara es Tiempo de revancha, así como una década después El lado oscuro del corazón lo sea de Un lugar en el mundo). Después de su viaje iniciático, el personaje optaba por volver a la publicidad, ese mundo homologado al de la prostitución, pero más hipócrita.

Habría que hacer un estudio sobre las relaciones entre cine y publicidad, centrales desde los años 60 hasta la actualidad. Algo de razón tiene Oubiña cuando afirma que “casi sin proponérselo, los nuevos films denunciaron el falso profesionalismo del cine de los 80, que no era otra cosa que un compendio de habilidades y astucias aprendidas en la publicidad”. Pero muchos de esos nuevos cineastas pasaron a engrosar las filas de la publicidad, sin el contrapeso crítico que enarbolaron en su momento Paternostro o Fisherman contra su propio medio.

6

Las primeras películas de Subiela tenían ese inequívoco acabado de origen publicitario, pero a la vez intentaban subvertir ese mundo, del mismo modo en que lo hacía con la tradición realista del cine argentino, cruzándolo con la vertiente fantástica de la literatura nacional: “En Marechal, te metías en un árbol de Saavedra y entrabas al infierno”, decía en el reportaje de El amante. “Es una libertad que todavía el cine argentino no tiene. Todo tiene que tener una explicación, un sentido. Y es que fuimos formados en una época en que el cine tenía un sentido social y político demasiado rígida. En una época se cargó al cine con demasiada responsabilidad. El cine tenía que hacer la revolución, que el hombre tomara conciencia, y me parece que ahí nos equivocamos. La gente paga una entrada para soñar un ratito, para volar”. La repetida metáfora fue su propio camino a la rigidez, pero finalmente partía de la misma premisa que alumbró al NCA: no seguir el mandato de la “responsabilidad”. La diferencia es que en Subiela (finalmente alguien perteneciente a la generación del 70) no dejaba de aparecer la contradicción entre esa liberación y la inmadurez a la que condenaba a sus personajes (asumido tema de El lado oscuro del corazón).

Toda esa contradicción entre los mandatos de la pequeña burguesía ilustrada se pierde en la innecesaria El lado oscuro del corazón 2, entregada a la pura delectación amorosa, cuyas variaciones recorren las posteriores Lifting del corazón, El resultado del amor, No mires para abajo, y Rehén de ilusiones (al amparo de temas banales tocados con gravedad, o viceversa). Y se podría decir que fue esa insalvable contradicción entre fracasadas y exitosas películas de perdedores devenidas en complaciente cine sentimental (como el que sobrevivió durante y tras la dictadura, de Días de ilusión a Los pasajeros del jardín), lo que derivó en la paradójica pérdida de popularidad de las películas de Subiela. No es casual que en No te mueras sin decirme adónde vas confluyan todas las críticas y sea su final punto de inflexión (incluso para ese tipo de películas, reconvertidas hoy en comedias dramáticas como las protagonizadas por Adrían Suar).

En ese 1995 muere Alberto Fisherman, un cineasta que había pasado también por todas la etapas, del modernismo al cine más convencional. Su última película (Ya no hay hombres), fue estrenada en 1991, el mismo año que la última película de Fernando Ayala (Dios los cría), y ambas señalan el fin de dos directores que, cada uno a su modo, habían sido parte de los inicios de la modernidad cinematográfica en Argentina: Ayala la abandonó pronto, y Fisherman la persiguió hasta entrados los 80, sin poder reconciliar vanguardia estética y cine popular. “Quiero hacer un cine poético que no sea elitista”, decía Subiela, pero también acabó alejando tanto a críticos como a público. Su última película, Paisajes devorados, parecía una suerte de vuelta al origen: evocando Hombre mirando al sudeste (que era a su vez un regreso a su primer corto: Un largo silencio) retrata a un cineasta recluido en un manicomio, y le da el papel a Fernando Birri, (otro cineasta que hace tiempo vive de su propia leyenda…).

El film que estaba a punto de filmar cuando lo encontró la muerte iba a llamarse Corte final. “Es sobre un asistente de dirección que quiso hacer su primera película hace veinte años, y ahora quiere terminarla. Pero se ha salteado todo el cambio tecnológico y la tiene en fílmico. Entonces busca a un compaginador que tenga una moviola. Y encuentra a una compaginadora jubilada…”. Podemos imaginar claramente esa película sin endilgarle una suerte testamentaria. Lo que no podemos vislumbrar es cómo verá el futuro los films de Subiela, cuando quienes lo sucedieron sean también dinosaurios.

[1] https://las-pistas.com/2016/11/14/los-80-06-top-20-primera-parte/

[2] Nicolás Prividera, El país del cine. Para una historia política del Nuevo Cine Argentino, Los Ríos Editorial, 2014.

[3] Quintín, “El carnaval de las almas”, El amante, número 40, junio de 1995.

[4] Quintín, “Divisas y dinosaurios”, El amante, número 40, junio de 1995.

[5] “Conversación en el Maxi”, ibídem.

[6] “Eliseo Subiela y la devaluación cultural”, Clarín, 2 de septiembre de 2016.

[7] Ver “Nuevos Cines Argentinos: el retorno de los reprimido”, en El país del cine. Para una historia política del Nuevo Cine Argentino, Los Ríos ditorial, 2014.

[8] Ver Andrés Farhi, Una cuestión de Representación. Los jóvenes en el cine argentino 1983-1994, Libros del Rojas, UBA, 2005.

* Fotogramas y fotos: 1) Hombre mirando al sudeste (en portada); 2) La conquista del paraíso; 3) Hombre mirando al sudeste; 4) Eliseo Subiela; 5) Rehén de ilusiones

Nicolás Prividera / Copyright 2017