MUESTRA DE CINE DE LANZAROTE 2020 (01): EL PRECIO DE UN CHARCO

MUESTRA DE CINE DE LANZAROTE 2020 (01): EL PRECIO DE UN CHARCO

por - Festivales
23 Dic, 2020 05:47 | Sin comentarios
Lanzarote es un lugar cinematográfico. La muestra de cine que allí se celebra honra sin más a ese ostensible reconocimiento de una geografía ideal para películas

En un texto temprano de Borges sobre Pío Baroja, dice algo sobre España que tiene la exactitud malvada de cualquier enunciado general con fines descriptivos: “País de alegría ficticia”. Es un deporte frecuente entre argentinos descalificar a los ascendientes españoles. En Argentina, todos los españoles son gallegos, del mismo modo que estos suelen confundir a todos los argentinos con los porteños. En Lanzarote, un buen hombre afirma: “Los argentinos, sofisticados y engreídos charlatanes, aunque hay excepciones”. Una excelente táctica para detectar ideologías radica justamente en tener buen oído para las generalizaciones. La proclividad hacia la sinécdoque excede la apreciación de una figura retórica en una expresión cualquiera; es un movimiento del pensamiento apurado por decretar certezas ante lo que despierta desprecio e incomodidades. ¿Cómo hablar sobre una ciudad y su pueblo? La imprecisión es inevitable, ni qué decir de los prejuicios que apenas son percibidos como tales.

Jameos del agua (diseñado por Manrique)

En Lanzarote, una de las islas de las Islas Canarias, existe un significante que organiza la totalidad de los signos: César Manrique. Entre nosotros, este apellido se perdería ente otros por su pertenencia a tantos otros identificados con España. Pero en la isla decir Manrique es como evocar a un personaje bíblico. Fue él quien intuyó para la isla un destino ecológico, turístico y estético en el que se inhibía la propiedad horizontal, se propagaba un urbanismo sostenido en el color blanco y se coreografiaba con la geografía volcánica recintos dietéticos, terapéuticos y artísticos. Manrique, arquitecto, pintor y escultor, concibió este privilegiado reparto para la historia de los viajes del siglo XX (y XXI) cuando el agua del mar pudo desalinizarse y así conjurar la desgracia de un ecosistema cuya historia geológica estuvo signada por la falta de agua dulce. Debe haber sentido que con él y “su” isla se inauguraba una fase inédita de una especie de turismo cósmico, porque confundir ciertos paisajes de Lanzarote con Marte es inevitable. La asociación entre el planeta y la isla es incitada por las equivalencias morfológicas y cromáticas. Con muy poco, desde aquí, se podrían montar pruebas irrefutables de que existe vida en el planeta rojo. 

Como todo evento cinematográfico, la Muestra de Lanzarote, que en esta edición cumplió diez años, está centrada en proponer una visión del cine y al hacerlo añade otra sobre el mundo. Esta relación de contigüidad puede ser más o menos trabajada en una curaduría, pero es imposible eludirla. Ningún festival prescinde de esa amalgama, no muchos la examinan, y sobre eso erigen una política de programación. Lo que Javier Fuentes y Marco Arrocha Pérez (y también Busky) han entrevisto no es otra cosa que una muestra en la que las películas puedan esbozar el estado actual del lenguaje cinematográfico en su expresión más radical y mutante. Ejercen el arte de la sismografía: detectar el estadio evolutivo del cine es el propósito. En esto, la piedad curatorial es inexistente. Al público se lo exige como si se tratara de una prueba acerca de las variaciones teóricas de la mecánica cuántica. Evidencia: Purple SeaAn Unusual Summer y Visión nocturna, tres títulos de la “Selección oficial”, elegante modalidad de decir competencia. Esta indesmentible radicalidad puede ser afín a una comunidad cosmopolita acostumbrada a las piruetas estéticas de una cinemateca, pero no es característica para una ciudad con pocos cines y otro festival cuya orientación está en las antípodas de la Muestra. ¿Esnobismo? De ningún modo. Confianza sí, responsabilidad también, y generosidad antes que nada, porque siempre es conveniente desear lo más difícil.

Deliberación pública

Fuentes tiene una teoría al respecto y por ende también una praxis. Los textos del catálogo inscriben toda la muestra en una lectura general del cine y el mundo. Estos suministran información específica sobre cada film y establecen relaciones entre las películas. A esa objetivación lingüística se añaden las presentaciones orales y la aparición de los programadores para discutir con el público una vez que la sección ha culminado. El razonamiento de Fuentes es certero: si la película le gusta o no al público es una cuestión menor, no así el hecho de discutir sobre esta con los presentes en la sala, quienes pueden objetar con sus pareceres, protestar con argumentos y arrinconar con preguntas a los programadores, últimos responsables de que ese film y no otro esté ahí. El cineasta puede estar presente o no, pero la razón por la cual se muestra un film es jurisdicción de los programadores, y es en estos donde se descarga la eventual furia ante una película despreciada. 

Eso no significa ni descuido ni arrogancia por parte de quienes llevan adelante la Muestra. Más bien todo lo contrario: ellos no están de un lado y el público del otro. La responsabilidad que han asumido radica en constituir un amable foro de discusión y experimentación con el cine; ellos están con y entre el público. Virtuosa circularidad a saber: la asimetría entre quien elige y recibe se diluye en tanto que los primeros sí han invitado a los segundos a una experiencia, pero los primeros hicieron primero esa experiencia, persisten pensándola y consideran que esta solamente se completa cuando programadores, cineastas y públicos coexisten en un espacio común de razones y emociones en donde todos están tocados por los planos y las palabras. Es imposible salir indemne de la Muestra respecto de la posición inicial: los saberes y los sentimientos se reacomodan.

De ahí se predica la propuesta magnífica de la discusión pública del jurado, que no solamente cimenta una lógica democrática y comporta una conjura de las suspicacias características de esos concilios esporádicos de presuntos doctores del cine que se ven en los jurados, sino que intensifica la experiencia del aprendizaje en común. En efecto, los jurados discuten cada una de las películas y son “obligados” por el método elegido a descentrarse de sus gustos y certezas, pues un sistema de discusión semejante tiene la cualidad de alentar al movimiento del pensamiento sobre su propio eje gracias a la palabra ajena. Y no solo porque las voces del jurado adquieren nitidez, sino porque el público presente en sala también tiene su tiempo para decir lo suyo ante los jurados. Es así como, tras varios episodios de discusión e intercambio, el jurado decide. Es una experiencia edificante, un placer de la razón. 

Este diseño estético encuentra inesperadamente su correlato genial en lo que se llama aquí “las pateadas”. Se trata de caminatas impulsadas por el festival y programadas como si fueran películas en las que los participantes caminan juntos con historiadores de Lanzarote. La misión pedagógica es indudable: trastocar el no pensamiento del turismo, detener la compulsión a sacar fotos para el olvido y proponer un agradable trabajo de arqueología simbólica sobre los espacios públicos en los que se revisa la historia de Lanzarote. Poco tiene todo esto de curiosidad de museo del tiempo y de los efectos de este sobre un pueblo; son paseos sobre la historia porque esta tiene una secreta actualidad: el pasado está vivo y disperso en el presente.

Las caminatas operan como un contracampo de la programación general, en tanto que la Muestra recupera viejas películas sobre la región que se emiten en televisión por las noches y restituyen inquietudes soterradas por el paso del tiempo o desplazadas por la exigencia de la supervivencia y los temas candentes. Es así como se disloca asimismo la configuración subjetiva anclada en esa mercantilización de los viajes llamada turismo por la cual el visitante se entrega a la postal y al mito y el morador se desempeña como un anfitrión distante siempre dispuesto a agradar por todos los medios a quien viene a dejar sus monedas. El no pensamiento del turismo es intervenido por la Muestra. Y eso explica bastante la convocatoria enigmática de las pateadas. No solamente asisten los invitados de festival, sino también los propios hombres y mujeres de Lanzarote que desean saber más de su propia historia, porque intuyen que en eso se juega algo más que una conciencia histórica deseada. 

En una de las caminatas, nuestro guía se detiene en un antiguo emplazamiento de pescadores, esencial en la vieja economía de la isla. El expositor combina lenguaje académico y coloquial como Eisenstein lo hacía con las panorámicas y los planos detalles. La fluidez es envidiable. En un momento el historiador dice que en el siglo XIX la tasación de una parcela de tierra tenía como variable de su valor la morfología, en tanto ese perímetro favoreciera o no la creación eventual de charcos. La escasez de agua era desoladora; saber que en la tierra propia se podían acopiar unos litros más de agua debido a un pronunciamiento del terreno implicaba un diferencial en el precio. 

Cien años después, la vida en Lanzarote es más apacible, menos ruda. Los charcos han dejado de tener valor y la pesca ha sido reemplazada por el turismo. En esa historia de sustituciones, la Muestra de Cine de Lanzarote se inmiscuye en la crónica isleña. De persistir, habrá de sumarse a la retórica utópica con la que Manrique soñó un destino para la isla.

Roger Koza / Copyleft 2020