MEMORIA DE UN MUNDO

MEMORIA DE UN MUNDO

por - Entrevistas
25 Ene, 2021 11:07 | comentarios
El estreno de "Luz de agua" vuelve a ser motivo de un encuentro con Gustavo Fontán. En este diálogo se intenta abordar la poética del cineasta en torno a la luz y sus efectos sobre el mundo. Y algunas cosas más.

A fines de diciembre del 2020, Gustavo Fontán estrenó Jardín de piedra y anunció que era la primera película de un díptico. El único denominador común era el tiempo de realización: el año 2020. Como 1816, 1871, 1915, 1917, 1976, 1983, 2001, el año que acaba de terminar, y que inauguró una época, trastocó el orden de cosas. El cineasta no eligió un camino explícito para dejar un testimonio. Que en Jardín de piedra se alcance a divisar algún que otro hombre protegido con la indumentaria médica que sintetiza el presente es la única concesión directa frente a la estética de la pandemia. Y ni siquiera es un plano nítido, sin ser por esto enigmático. Breve y elocuente, sí, pero no protagónico. 

Se podría haber creído que Luz de agua iba a decir algo más certero sobre la tragedia biológica en curso, pero en sus quince minutos la pandemia se configura como un radical fuera de campo, un espeso bloque real que opera secretamente como el contrapeso de la nueva película. ¿Por qué serían dos de las grandes películas de la pandemia? 

La primera es una elegía (un amigo ha muerto, en el mundo se apilan cadáveres por la expansión de un virus) y, como toda elegía, implica un recogimiento y por eso exige un silencio absoluto. La presencia de lo ominoso está en tensión dialéctica con el registro, a espaldas del mundo, de la cotidianidad. La terraza de un contrafrente del edificio en el que vive el cineasta es el lado b del frente de todo, ahí donde la actividad del mundo se autojustifica. Eso filma Fontán en esta ocasión, pero a sabiendas de que el mundo se ha detenido y que la mayoría está encerrada en sus hogares. Ante el encierro, la cámara, que no se rinde, prodiga una fuga óptica y va entonces por la poca luz que llega del sol hasta la terraza. La vida insiste y resiste. 

En la segunda entrega del díptico, el escenario central de la primera es apenas un motivo inicial, porque paulatinamente los recuerdos de un hombre que se escuchan en off y un conjunto de planos de las riberas de Santa Fe reemplazarán el conocido escenario porteño y al hacerlo la presencia de lo luctuoso ya no está en una silenciosa puja con la luz del sol. La zozobra en Luz de agua es casi inexistente, permanece en algunos textos que se leen esporádicamente y en algo que relata un hombre llamado Godoy. El resto se ciñe a los efectos de la luz en el mundo: su reflejo en las aguas del río, la interposición de los árboles en su trayecto y su impacto físico sobre el objetivo de la cámara. 

¿Qué tiene que ver todo esto con la pandemia? Probablemente, en un primer vistazo, nada. Y, sin embargo, quizás, todo. Es que el mundo que recupera Luz del agua es ya de otro período, una forma de existencia y experiencia de lo abierto en la que la microbiología no determinaba ni signaba la relación con el espacio y los seres vivientes. Acá, la emanación de la luz devela la materia en su esplendor. ¿Así mirábamos antes? ¿Así escuchábamos? En esta fulguración filmada como antaño, cuando la luz todavía dejaba una huella en la película, se glosa una percepción a contramano de la conciencia reciente, y vigente sobre el exterior y cómo lo filmamos, hoy siempre acosado por la ubicua amenaza de un microscópico ente capaz de aniquilarnos. Luz de agua recobra la memoria de otra percepción de la materia. Hubo un tiempo en el que existía confianza. 

***

Roger Koza: Luz de agua parece la inversión dialéctica y vital de Jardín de piedra. Aquí, la pandemia queda elidida, excepto, quizás, por eso que la voz de Godoy enuncia inocentemente (y dicho en otro tiempo) como “cosa negra”. Fuera de eso, lo ominoso está sustituido por la fluidez acuosa del río como motivo poético general. En los textos citados, a los que volveremos un poco después, sí puede leerse elípticamente el desarreglo orgánico que suscita la muerte, sentido como un temor sin nombre. Pero esas referencias son menores, ya que la potencia de lo viviente se impone en lo visible y lo audible ¿Cómo piensa usted la relación de las dos películas? Es cierto que algunos planos iniciales son los del contrafrente de Jardín de piedra, pero no se divisa ya ni el geriátrico ni la piedra inerte como protagonistas difusos; la fauna y la flora de un ecosistema específico toma ese lugar. La luz en la piedra es entonces sustituida por la luz en el agua. 

Gustavo Fontán: Las dos películas tienen un punto de partida en común que podría sintetizarse de esta manera: acá estoy y miro. Acá estoy obedece, en principio, a una misma posición concreta: en una terraza mirando la terraza contigua. Pero si acá estoy y miro, y esto dura algunos meses, inevitablemente también recuerdo. Durante un buen tiempo, todo eso, lo visto, lo sentido, lo recordado, los sucesos azarosos que se interponen, también lo oído, lo imaginado y lo deseado, forma un conjunto de incidentes aislados que se disparan en múltiples direcciones. Son tiempos bastante inquietantes que obligan a una vigilia. Las preguntas atraviesan el hacer, lo configuran. Acá estoy y miro. Acá estoy y recuerdo.  De pronto, pasa a veces, ante esa insistencia, que algunos de esos incidentes aislados empiezan a formar un todo, indisoluble ya. Qué felicidad provoca ese momento. Aunque no desaparece la sospecha sobre los materiales y su destino, porque no se puede crear sin sospecha, hay una convicción nueva que funciona como un imán. En Jardín de piedra el elemento central estaba constituido por la ventana del geriátrico, esa ventana alargada entre los dos bloques de hormigón. La vista volvía ahí una y otra vez. A veces se distraía porque la luz temblaba sobre el techo o porque alguna planta había estallado en flores. Pero la vida y la muerte quedaban cifradas en lo que sucedía detrás de esa ventana. A través de ella solo era posible ver retazos, fragmentos que hacían inmenso el fuera de campo. Como te dije cuando conversamos sobre Jardín de piedra hace un tiempo, siento que había una mirada que le pedía a la piedra una imagen, que la piedra revele algún tipo de belleza que libere del desconsuelo. En Luz de agua la persistencia de la mirada sobre los techos obligaba a apartarse de esa ventana. Ya no había nada que mirar ahí. Y de pronto esa puerta que sale a la terraza fue un día alcanzada por una luz última, dorada. Y ya no pude dejar de mirarla. Y en esos días pasó algo azaroso: un hombre tocó timbre en casa, un hombre mayor. Tenía una bolsa de compras y un bastón. Le pregunté a quién buscaba, qué quería. Pero no atinó más que a mirarme como se mira a una aparición, hasta que se fue. La puerta, ese hombre, el desconcierto de ese hombre, empezaron a vincularse con el relato de Godoy que me habitaba durante esos días. Pensé mucho en este tiempo sobre esa vieja idea de las correspondencias, en el sentido que plantea Baudelaire: “La materia es un templo donde vivos pilares/ dejan salir a veces sus confusas palabras;/ por allí pasa el hombre entre bosques de símbolos/ que lo observan atentos con familiar mirada”. Intuitivamente, sentí que ese hombre que me tocó timbre era Godoy perdido en el tiempo. Y entonces llega el río. Con su enorme potencia, iridiscente. La luz sobre el río, sobre la orilla, sobre las plantas, como un bálsamo. Era necesario dejarse llevar. El río entonces plantea un movimiento que le impone a Luz de agua un devenir contrario a Jardín de piedra. Si la terraza es el centro, el movimiento en Jardín de piedra es centrípeto y en Luz de agua centrífugo. El río nos lleva lejos. Claro, nada es sin tensiones, vamos por la belleza y la potencia de la materia con la conciencia del ahogado del que habla Godoy, que quedó dando vueltas en el remanso, sin poder salir a la superficie. Esa conciencia embellece lo que la luz toca y lo vuelve maravilloso. 

Otro elemento es crucial aquí es la aparición del sonido; determina todo. En efecto, el silencio elegíaco de Jardín de piedra, dedicado a su amigo y colaborador fallecido, ya no tiene ninguna injerencia. Asume entonces otro conocido suyo la voz cantante, aunque tal vez no se trate de un amigo: el señor Godoy, un pescador de vocabulario precioso e idiosincrásico. ¿Por qué vuelve al sonido? 

Hay una profunda intensidad en la voz y en el relato de Godoy. La emoción que le provocan las imágenes que provienen de su experiencia lo habitan y lo desbordan. No recuerda, vuelve a vivir. El pasado irrumpe en el presente y lo inunda. “Negro venía”. Para mí es inolvidable la forma en que lo dice. Veo sus ojos todavía abiertos, abismados. Es tan potente esa imagen para Godoy que la amenaza sobrevive. Son los arroyos, las nubes, las palometas y el ahogado en el remanso. Y el lenguaje con el que habla: “yo iba a remo”, “negro venía”, “los árboles empezaron a crujir”, “¿y si me comen las palometas?”, “me perdí en el tiempo”. Todo lo que dice está impregnado poéticamente de la materia que lo rodea. El relato de Godoy estaba vivo en mi memoria, como para él estaba vivo el tornado de San Justo. En un momento de esa charla, recuerdo, Godoy nos dijo que estaba cansado ya, que un día iba a meter sus cosas al bote y se iba a perder. Y quienes estábamos ahí entendimos enseguida que hablaba de morirse. Lo curioso es que ese acto, el de meter las cosas en el bote y pasarse meses en el agua, nos lo había contado como la experiencia central de su vida, con los ojos ardiendo de felicidad. Ese acto que albergaba lo vital para él, ese mismo acto ahora consideraba la muerte.  Godoy, de alguna manera, fue el hombre que golpeó a mi puerta. Y fui tras él por el río.

Sobre la cuestión sonora debo preguntarle acerca de la disociación constante entre la referencia sonora y el orden visual que la acompaña. Los sonidos son deliberadamente otros; la coincidencia es casi una interdicción. Por lo pronto, la transición del contrafrente al paisaje litoraleño en el inicio no da cuenta de ningún cambio sonoro. Todo lo contrario: se subraya la continuidad acústica y por tanto la no correspondencia entre el orden sonoro y visual. Más adelante en la película tampoco coinciden los sonidos típicos de las chicharras con el ecosistema elegido y el tiempo del año, que se adivina distinto por la vestimenta de un pescador y el brillo de la luz. A mi juicio, se trata de una decisión acertadísima, pues se desobedece entonces la prescripción indubitable de seguir en estos casos un lineamiento naturalista: el sonido no debe aquí reforzar semánticamente lo que la imagen revela. ¿Por qué tomó estas decisiones y qué buscaba con este procedimiento?

Acá estoy y miro. Acá estoy y escucho. Hay un universo sonoro del aquí y ahora. Podés reparar en él o no, pero la realidad te lo ofrece. Por otro lado, está el universo sonoro de la memoria, de la materia que viene del pasado y arrasa el presente. ¿Cuál considerar? ¿Cómo pensar el devenir? La decisión que tomamos junto a Andrés Perugini es que el tiempo, la representación del tiempo que buscábamos, sería considerado como algo de límites inciertos y que se movería atento a lo que la película reclamaba anímicamente en cada momento. Solo a eso. Todo ese movimiento no es sin tensiones, desajustes, incertidumbres. Mientras Godoy me miraba o miraba su bote en la orilla, ¿qué oía? ¿Los árboles que crujían? ¿El silencio que anticipa el tornado? ¿El crepitar de los juncos que nos rodeaban? El tiempo entonces es el de la memoria. Y el tiempo de la memoria está siempre desatento a cuestiones de continuidad, se impone anímicamente, y su fidelidad es consigo mismo. 

Luego viene la ejecución. El cine, como todo arte, encuentra el verdadero ser en su ejecución. Entonces, las ideas de las que uno parte obligan a tomar decisiones del orden material. Una de las decisiones más importante fue la siguiente: filmo, como sabés, con una cámara bastante elemental que graba el sonido de manera bastante sucia. Lo que entendemos por directo en este caso sería descartado en casi todos los casos por los sonidistas. Por otro lado, el material en Super 8 del río era mudo. Teníamos entonces dos caminos que podían respetar el mismo concepto en relación al tiempo tal como lo habíamos imaginado, es decir, a una temporalidad nueva en la que el presente es asaltado y transfigurado por el pasado: reemplazar todo y trabajar con un sonido técnicamente mejor, más transparente, o manipular el directo, y sobre esa base y ese tono sonoro agregar lo que fuese necesario. Elegimos el segundo camino. Porque pensamos que era mejor para la película resguardar cierta sensación de inmediatez, de acá y ahora. Había en el directo, por ejemplo, unos acoples que provocó el golpe del viento en el micrófono, o el sonido de un motor de helicóptero, sonidos que nos gustaban mucho porque agregaban tensiones y podíamos manipularlos para que se volvieran otra cosa. Eran sonidos factibles de ser trabajados con las ideas que teníamos: lo que está pero muta, lo que está y se fuga. Me acuerdo que Mario Bocchicchio, el montajista, insistió mucho en el sonido de ese motor, le parecía que había en él algo a considerar porque daba una atmósfera particular. “Ese sonido, cuidá ese sonido”, me decía. Andrés y yo atendimos a él. El trabajo que realizó Andrés es de una enorme sensibilidad y precisión; aceptó ese desafío y lo resolvió de una manera que me gusta mucho. Me gustaría contarte, además, una intimidad del trabajo con los materiales sonoros adicionales, porque, claro, era necesario reponer sonidos que el directo no tenía. El relato de Godoy fue grabado por Abel Tortorelli durante el rodaje de El rostro. Lo grabamos porque pensábamos que la película podía tener algunos relatos en off. Al final no los utilizamos y ahí quedaron. Hace unos años, te diría cuatro años, le pedí a Abel ese relato porque quería volver a escucharlo. No puedo explicar por qué, Abel me lo mandó junto a otros registros que había hecho ese día en el río. El sonido del agua en la orilla. El sonido de los mimbres. Una extraña vibración provocada por insectos. Ese material es el que usó Andrés para trabajar el sonido de Luz de agua. Esto es lo maravilloso del cine: lo que llamamos ejecución es un acto colectivo.

Entiendo que los planos analógicos son planos descartados de El rostro, pero sin haber perdido la originalidad cromática inicial. Al tener color, el film remite también a La orilla que se abisma, por la forma de concebir la puesta en escena general. El desenfoque buscado y la inestabilidad del grano de la película de Super 8 dialogan formalmente con la imperfección de la imagen digital. ¿Cómo evalúa este entrecruzamiento prodigioso? 

Sí, todo el material del río es descarte de lo filmado para El rostro. Luis Cámara y Gustavo Schiaffino filmaron esos tres rollos que no se usaron para la película, y que ahora recupero para Luz de agua. Filmamos El rostro, en relación a lo que buscábamos de la percepción del tiempo, con materiales en 16 mm y en Super 8, rollos nuevos y vencidos. Aunque la película iba a ser en blanco y negro, no nos importaba si los rollos vencidos que conseguíamos eran en color. Hubo tres rollos que quedaron sin usar, casi en su totalidad. El año pasado rescaté esos rollos y me resultó hermoso lo que pasa con los colores y las texturas en esos materiales vencidos. En este sentido entiendo lo que decís de la afinidad con La orilla que se abisma. Formas que se disuelven en otras y favorecen la percepción de cierta unidad de lo viviente. Hay un plano de la secuencia final, del hombre en su bote, en el agua, entre los pastizales, con los contornos disueltos, formando un todo único, que me gusta mucho. Hacia esa imagen avanzó la película.

Con mi cámara consigo algo que se asimila muy bien con esas texturas cuando filmo bajo ciertas condiciones de luz. Esos fragmentos de mundo seleccionados tienen que tener condiciones particulares para que sean parte de la película. Y mucho tiene que ver en esto el modo como mi cámara registra la luz sobre las cosas, que para mí queda expresada en cierta idea de la fragilidad. Si ahí están los techos, si voy a mirarlos a lo largo de algunos meses, puedo ser paciente. Puedo esperar que sucedan esas epifanías, al menos eso son para mí esos fragmentos de luz y de sombra. Todo lo demás es materia del montaje. Y en esto, la tarea de Mario es central.

Vuelve a trabajar con textos de Héctor Viel Temperley, pero añade otros de John Alec Baker. Son escritores de tradiciones distintas. ¿Por qué sintió la necesidad de incorporarlos? 

Las lecturas que me acompañan durante la realización de una película, algunas azarosas, otras elegidas con cuidado, conforman una buena parte del residuo sensible y de las ideas que acompañan la realización de una película para mí. A veces, esas lecturas son parte de esos incidentes aislados de los que hablábamos al principio, y cuando aparece el imán, a veces, algunas de esas lecturas pasan a ser parte de la película. Las citas funcionan acá de manera diferente que en Jardín de piedra. Están incorporadas en Luz de agua a lo que dice el hombre que golpea la puerta. Al menos es así en principio. Entonces, si bien es cierto que son escritores de tradiciones distintas, lo recortado pasaba a ser parte de esa voz, y eran funcional a eso. “El verde de las hojas es tentativo, dice Baker. Lo provisorio que siempre es frágil, lo provisorio que siempre muta, era parte de la película. Entonces pasó a ser materia de la voz, en este caso la voz escrita. “Tiene miedo de no poder perderse nunca más”, dice Viel Temperley. Y esa idea dialogaba perfectamente con el relato de Godoy. Y entonces pasa a ser parte de la película.

Tengo la impresión de que Luz de agua es una de las películas más hermosas realizadas recientemente sobre el poder de la luz natural. Los últimos cuatro minutos son de una contundencia sensible indesmentible. Puede resultarle molesto mi elogio, pero espero que pueda usted decirme en qué consistió la búsqueda.  ¿Qué cree que ha acontecido entre la luz, la lente, el mundo de los vivientes y los objetos en la puesta en escena?

Te agradezco el elogio, y lo recibo con pudor y cautela. Por supuesto que me alegraría mucho si ocurre lo que decís porque sé que hacer una película implica necesariamente la idea del fracaso. Hablo del fracaso del lenguaje, de que no funcionen las decisiones tomadas. Nos movemos en zonas pantanosas y los riesgos son muchos. Cuando el lenguaje alberga las experiencias y emociones que están en el origen pasa algo particular: la materia del cine está viva. Lo digo cada vez: ojalá eso ocurra. Aunque uno trabaja mucho para eso, siempre sabe que puede no pasar. 

¿Qué piensa acerca de la percepción? Déjeme añadir algo más. El otro día discutía con un colega en torno a un comentario leído en las redes sociales donde se afirmaba que la naturaleza era filmada con mayor proeza por cineastas de derecha. Yo no identifico a usted con esa posición política, la cual no desdeño, por cierto, más allá de situarme en las antípodas, y estimo que usted tampoco. Como pienso que es uno de los cineastas más meticulosos y delicados a la hora de filmar la naturaleza, no quería dejar de preguntarle sobre esto. Usted, desde ya, no está solo. Cineastas como Joris Ivens, Artavazd Pelechian, los Straub, James Benning y Jean-Luc Godard jamás podrían ser considerados cineastas de derecha, y ellos, como usted, han filmado el mundo de la naturaleza con especial consideración. A la luz de este comentario, ¿por qué cree que importa filmar el mundo natural? ¿En dónde residiría lo político de filmar la naturaleza o de qué modo se pone en juego nuestra percepción si no pensamos políticamente nuestra relación con el mundo circundante?

Roger, podríamos hablar horas de la naturaleza y de la percepción. Pero quiero ir al centro, antes que nada, de una afirmación que me provoca un sobresalto: pensar, decir, como el colega al que aludís, que solo alguien de derecha puede ser sensible a la naturaleza, o que alguien de derecha filma la naturaleza con mayor proeza, me parece una aseveración carente de sentido, falaz e ignorante no solo de la historia del cine, sino también de la historia del arte. La derecha desprecia la naturaleza, es tan insensible a ella como a todas las desigualdades sociales. La derecha ve en la naturaleza, y en todo, negocios a cualquier costo. Se ha instalado con justeza la palabra ecocidio para hablar de la destrucción del mundo natural. ¿Puede alguien, un cineasta, por ejemplo, adherir a ese sistema y a las políticas que lo favorecen, y a su vez tener una mirada sensible frente a un río? No lo creo. Encuentro ahí una contradicción profunda. Entiendo que las contradicciones son parte de lo humano. Pero esta es demasiado radical.

Ahora quisiera avanzar en otra dirección, pero ligada a la relación entre lenguaje y política. Es cierto que la selección de lo mirado es política. Pero es importante considerar, aunque casi es una obviedad, que importa mucho más pensar en cómo se mira y cómo se habla de lo que se mira, porque el cine es un arte de representación. Podemos mirar lo mismo y verlo de maneras muy diferentes; no es posible mirar sin ideología. A fines de los ‘60, en un texto que se llama El rodeo por el directo, Jean-Louis Comolli ya hablaba de una triple dependencia ideológica del cine dada por la economía, la convención y la idea de espectáculo. Esos tres elementos condicionaban, según Comolli, los relatos, y su acatamiento, multiplicado al infinito, construía un sistema represivo que adoctrinaba las formas de ver y percibir. Sería interesante considerar los modos sofisticados que han adquirido esos tres imperativos hoy. El poder económico concentrado impone sus condiciones, y las impone como si hubiera leyes divinas que nos aseguran cómo debe ser un relato y cómo se debe hablar de lo que se habla.  Lo que ya sabemos, y de esto no podemos volver atrás, es que el lenguaje es político. Y no deberíamos hablar con el lenguaje del amo.

* Fotos de encabezado: Notas del cuaderno de Fontán durante el trabajo.

Roger Koza / Copyleft 2021

Crítica de Luz de agua se puede leer aquí

Entrevista sobre Jardín de piedras se puede leer aquí

Luz de agua se puede ver aquí

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