MÁS ALLÁ DEL GIRO EPOCAL: SOBRE LAS ÚLTIMAS PELÍCULAS DE ALONSO Y MARTEL

MÁS ALLÁ DEL GIRO EPOCAL: SOBRE LAS ÚLTIMAS PELÍCULAS DE ALONSO Y MARTEL

por - Ensayos
12 Sep, 2018 10:53 | comentarios
En este texto comisionado por una revista española se intenta analizar los viajes narrativos al pasado por parte de Lisandro Alonso y Lucrecia Martel, dos cineastas decisivos para lo que se ha llamado Nuevo Cine Argentino.

En el 2001, nadie hubiera podido predecir que Lucrecia Martel y Lisandro Alonso habrían de realizar alguna vez películas de época. Las tres primeras películas de Martel estaban ancladas en un territorio altamente codificado y conocido (Salta), y el tiempo de cada relato necesitaba lo contemporáneo, siempre bajo la misteriosa cualidad circular del tiempo propia de las provincias del norte de Argentina. Alonso, por su parte, también elegía territorios periféricos, o zonas desprovistas de cualquier exceso simbólico que distrajera su atención de la soledad radical de sus personajes masculinos. El presente de esas películas transmitía una intensidad nihilista, en la que el mero estar devoraba el ser y se esterilizaba cualquier teleología. En el cine de Alonso no había Historia, tampoco proyecto, sí trayectos que no llevaban a ninguna parte, excepto a un paraje existencial donde se constataba un desamparo infinito.

Descifrar los motivos personales de este casi sincrónico giro epocal carece de toda importancia. El sujeto empírico puede servirles al psicólogo y al biógrafo, pero poco revela de una obra. Se puede conjeturar alguna que otra razón histórica, una presión de contexto, pero sería apenas menos estéril que la especulación sobre las inclinaciones subjetivas de ambos cineastas. El hecho es indesmentible: Martel y Alonso quisieron filmar en el pasado. Fin del siglo XVIII en un caso, mediados del siglo posterior en el otro. Al probar otro tiempo no abandonaron sus obsesiones temáticas: Martel profundizó su lectura sobre la diferencia de clase, ahora en clave racista, y el vínculo con el deseo; Alonso insistió con la soledad masculina.

En ambos casos, además, tampoco había indicios para establecer una relación previsible entre sus respectivas poéticas y la literatura; la materia narrativa de todas las películas anteriores prescindía de la prosa orientada a la novela o el cuento. Y, sin embargo, Martel eligió una novela casi infilmable, mientras que Alonso, asociado a un dúctil y lúdico escritor (Fabián Casas), acopió algunos motivos propios de la literatura de la época y la literatura fantástica y probó (más que transponer una pieza literaria) abismarse a filmar el nacimiento de la ficción. Hasta aquí, los dos cineastas más rutilantes del cine contemporáneo argentino van de la mano, pero sus respectivos caminos, finalmente, se bifurcan.

¿Cuál es la diferencia? Adonde llega el personaje de Mortensen en el final de Jauja es justamente el lugar al que arriba Alonso y del que también parte Martel. Alonso entrevé la genealogía de la literatura. El encuentro del ingeniero con la mujer que vive en una cueva perdida de la Patagonia sirve para explicitar el corazón del film: la ficción es una invención que mueve el mundo; Martel, en cambio, da un paso más, se adelanta e intuye que la ficción para el cine está casi agotada. ¿Qué hacer? ¿Qué filmar?

Martel sabe que Zama es una extraordinaria pieza literaria, cuyo relato se erige en la exteriorización de un estado de conciencia. La abstracción prodigiosa de los enunciados de su prosa parece imposible de ser asimilada cinematográficamente. Se propone entonces lo imposible: aventurarse a filmar una ficción inclasificable, acaso para redescubrir la ficción cinematográfica. Hay un escollo previsible: ¿cómo filmar el sonido de la conciencia y el pliegue de esta sobre sí que en la novela de Antonio Di Benedetto se formaliza como un ininterrumpido soliloquio?

El método

El propio Di Benedetto desestimaba que Zama fuera una novela histórica. La época elegida por el escritor mendocino, además, es problemática. En el Virreinato del Río de la Plata la geografía es confusa, y quienes viven bajo la tutela del rey de España lejos están de constituir un colectivo homogéneo, algo que en el film se siente sonoramente debido a la pluralidad lingüística que lo constituye. Las lenguas del Virreinato son muchas, y es aquí donde el film abre una primera vía para desplegar la enfática aseveración de Martel sobre la clave de lectura para su película, que estaría circunscripta al problema de la identidad. ¿Qué quiere decir?

No hay duda alguna de que el trabajo sobre el mobiliario y la indumentaria denota una laboriosa búsqueda de exactitud temporal; asimismo existe un cuidado ostensible por cómo imaginar las formas de relación y los modos de habitar el espacio, así como también la existencia de creencias y sus efectos sobre la experiencia. Las escenas que intentan representar el misterioso erotismo grupal, la sesión de chamanismo, las tácticas de combate de los indios, el histérico ejercicio de la burocracia real alude a una verosimilitud de esas prácticas que resultan tan distantes como inescrutables. ¿Qué placer puede suscitar tener las orejas disecadas de un reo como un talismán que connote superioridad y poderío?

La vehemencia epocal de la imagen es interceptada por un orden sonoro al que poco le interesa vindicar el realismo y la verosimilitud de las imágenes. Es cierto que hay una sólida fuente sonora que interpreta el mundo circundante, pero en reiteradas circunstancias esta se despega de la lógica misión de completar “musicalmente” la materia visual del ecosistema y el precario atisbo de civilización. Como muy bien señaló el joven crítico argentino Ramiro Sonzini, el canto de las chicharras solamente se oye cuando los personajes nombran el río y en ese acto se pone en juego el recuerdo de estos. El sonido de un insecto tiene así una función evocativa. Esto no significa que el sonido esté solo para apoyar la imagen enmudecida o para prodigar sutiles matices narrativos.

Pero hay otra dimensión sonora que organiza filosóficamente Zama, en la que se adivina la forma elegida para zanjar el discurrir de la conciencia del protagonista, cuyo interminable flujo de observaciones descriptivas sobre una cultura ajena y las asociaciones que referidas a estados de conciencia puedan plasmarse en un plano. La física sonora general y la manifiesta interrupción tonal que se pueden constatar en algunas escenas constituyen una operación poética destinada a hacer sentir la percepción alucinada del personaje, que está en un perpetuo desarreglo entre su presente y su deseo.

El modelo de transposición consiste en materializar la inadecuación perceptiva del personaje. Dicho de otro modo, en la disyunción propuesta entre imagen y sonido se conjura la ilustración literaria y se reelabora todo el material original de la novela para que todo sea cine y ya no literatura. Es justamente aquí donde Martel también se acerca a Herzog. Aguirre, la ira de Dios no es otra cosa que el prodigio de extraer de la percepción alucinada de su demente protagonista una forma cinematográfica, aunque en ese caso la materialización de la conciencia del personaje de Kinski recae en el trabajo sobre la distorsión de la imagen, que pierde la fijación que la caracteriza.

En un libro titulado El río sin orillas, que secretamente parece prefigurar el punto de vista de la película de Martel, Juan José Saer escribe acerca de la experiencia de los conquistadores de América: “A medida que se iban alejando de España, principios, consignas y racionalidad se deshilvanaban. Iban siendo expelidos, más que de un lugar, de un sistema de valores, de un modo convencional de convivencia a los que nada en esas tierras desconocidas. Muy pocos conservaban las referencias necesarias para no perder pie en esa trampa pantanosa”. Entre este libro, Zama de Di Benedetto y la versión de Martel de la novela, la experiencia inconmensurable del período colonial vuelve, dos siglos y tres décadas después, a la fantasmal vida en el cine.

Martel en 1790

Pero Zama, película y novela, no es un típico relato de época. Más bien se trata de una fantasía de una época, aquí filmada como si algunos viajeros de nuestro tiempo hubieran conseguido ir a rodar en el período mismo en que transcurre el film, pero bajo la fuerza imaginaria con la que concibió ese tiempo un escritor en la década de 1950, en la ciudad de Mendoza.

A Di Benedetto le bastó universalizar la experiencia de la espera de su personaje para asociar dos épocas; pero no es esto lo que le interesó a Martel, que de inmediato reconoció el dilema de Zama en un sustrato más determinante de la experiencia: la identidad, una formación simbólica que tiende a clausurarse y desdeñar lo accidental. Es por eso que la gran potencia del film se siente en los últimos 30 minutos, cuando la alteridad de los originarios de América desestabiliza la prepotencia del orden colonial. Lo que se representa desde ahí en más ya desconoce el lenguaje del hombre blanco y los modos de decir “nosotros”. El viaje que emprende tardíamente Don Diego de Zama en una canoa guiada por un niño es el fin de su espera y una experiencia en la que la identidad ha perdido para siempre sus contornos.

Fotogramas: Jauja; 2) Zama.

*Este breve ensayo fue publicado por la revista El caimán de España en enero de 2018. 

Roger Koza / Copyleft 2018