LOS SIMPATIZANTES DEL AZAR

LOS SIMPATIZANTES DEL AZAR

por - Ensayos
21 Ago, 2014 08:29 | comentarios
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Al azar, Balthazar

Por Roger Koza

Una sentencia tan precisa como enigmática. “Ningún vencedor cree en el azar”. La declaración proviene de un aforismo que pertenece a ese libro feliz y feroz titulado La gaya ciencia, de Friedrich Nietzsche. Como sucede con cualquier aforismo su fuerza semántica no radica en el silogismo. El aforismo concluye, su conclusión es directa y sus premisas, por decirlo cinematográficamente, permanecen en fuera de campo. No sabemos cómo llegó el pensador a semejante veredicto. La frase enuncia y se agota en su enunciación, como si fuera un relámpago en el discurso.

También podríamos decir lo opuesto: “Ningún perdedor cree en el azar”. La inversión de la formula sugiere una vecindad entre ambas actitudes pero con alguna diferencia. En principio, el aforismo original y su enunciación contraria remite a un modelo de interpretación de la conducta, a una forma de revisión que se pone en juego frente a situaciones extremas o importantes. La pregunta frente a un accidente no suele recaer en una interrogación sobre qué debe hacerse frente a él sino más bien en querer saber por qué el acto en cuestión ha sucedido. La desgracia invita a una indagación inevitable por el sentido. “Todo sucede por algo” es la fórmula delirante que suele ordenar el malestar, la inquietud y el dolor. Se cree que si un evento trágico tiene algún sentido determinado, el descifrarlo conjura la sinrazón y naturaleza gratuita de él. Por eso, frente a estas cuestiones, siempre se cita al viejo sabio de la física: “Dios no juega a los dados”. Si Einstein lo dijo debe ser verdad.

Los vencedores, efectivamente, se creen elegidos. El coronel, el político, el líder deportivo miran al cielo como si tuvieran una conexión directa con otra dimensión que influye en su rendimiento. Es un empujón que no corresponde exclusivamente a la voluntad propia. En ese gesto se invoca a otro poder. Es el plus metafísico de los atletas y estadistas. Ellos ponen lo suyo, pero existe una ayuda que no es enteramente de este mundo.

Los perdedores, efectivamente, creen que sus desgracias constituyen una prueba de aprendizaje. La mala suerte es solamente una apreciación superficial, ya que existen razones que deben descubrirse para entender el fracaso y la decadencia. El perdedor asume su culpa, pero suele dotarla de un sentido. Habría entonces un plan, pero él o ella no estuvo a la altura de las circunstancias. La reparación consiste así en entender el mensaje secreto del error y actuar en consecuencia. El equívoco es un desvío, jamás una naturaleza.

En las comedias románticas, los amantes casi siempre se sienten elegidos. No es el azar la fuerza que los reúne sino una especie de predestinación insensata que dada ciertas circunstancias permite el encuentro entre un hombre y una mujer. La gran mayoría de las comedias románticas tienen un enemigo difuso pero identificable: el azar. En verdad, nada está librado al acaso, porque el amor de la vida presupone destinación. Los amantes solamente deben saber oír el lenguaje del corazón; el error consiste en desoírlo. El credo de los amantes es el de muchos: “Todo pasa por algo”.

La domesticación del azar es una tara metafísica que tiene siglos. Como si fuera un mantra visceral se repite un principio hasta el adoctrinamiento: el mundo no puede ser fruto del azar, menos aún la Historia, que nos conduce colectivamente hacia algún lugar mejor. He aquí, indirectamente, una función no declarada del cine desde sus inicios: el relato cinematográfico reproduce y valida una racionalidad de todos los actos en su conjunto. El encadenamiento de secuencias no es azaroso. Todo lleva a un lugar. De aquí se desprende ese gesto que tanto molesta al histérico y al pastor del sentido último de las cosas cuando alguien revela el final de una película. El placer por los finales, nuestra fijación por elevar el desenlace de una película como criterio último de su ingenio responde secretamente al imperativo metafísico que lleva al asentimiento de que todo pasa por algo. Los finales suelen operar una suerte de demostración de que así tenían que ser las cosas, como si en ese tiempo final el hilo conductor pudiera develarse por completo. Es que el relato es una forma de ordenar los eventos cotidianos, como si éstos necesariamente respondieran a una lógica orientada a cumplir con un plan. ¿No será por eso que los finales abiertos irritan al espectador metafísico? El bellísimo epílogo de Like Someone in Love, de Abbas Kiarostami, molesta justamente porque más que concluir su relato lo detiene abruptamente. El novio de la heroína arrojará una piedra a la ventana de la casa del viejo que se ha “acostado” con su novia. La piedra rompe el vidrio, y justo ahí empiezan los créditos. No solamente la ventana se viene abajo sino también el contrato poético por el cual se espera en la resolución de cualquier relato refrendar una forma de clausura de la que se predica un sentido.

Filmar es siempre planificar un encuentro con el azar. La cámara sin guión registra el devenir, el paso del tiempo sin telos. Una vez que se elige un tema y un espacio, el guión organiza qué y cómo filmar un evento y producir una experiencia. Narrar constituye una forma de enlace entre acontecimientos en búsqueda de un sentido. El famoso guión de hierro no solamente remite al trabajo a conciencia de conjugar la palabra, los actos y la psicología de los personajes en un sistema coherente de representación. Es también una forma de expulsar el azar como fuerza que trastoca tanto el plan de rodaje como la ilustración de una idea y su desarrollo. Todo lo que está frente a cámara tiene que remitir a una idea central y alinearse a un concepto rector. He aquí uno de los problemas que el cine deberá enfrentar en los próximos años: la preeminencia de las nuevas series televisivas determinan una nueva modalidad de poéticas: la escritura colectiva del guión, instancia que está por encima del registro. Dos o tres guionistas piensan absolutamente todas las variables de un relato; la puesta en escena se dirime tan sólo en cómo ilustrar ese texto plural sin fisuras. Escribir sobre lo real para que lo real no interfiera en lo más mínimo.

Hay algo singular en cierta tradición del documental. Películas como Hacia el sur, de Van der Keuken, Historia del viento, de Joris Ivens, Figuras de guerra, de Sylvain George y Conforme avanzaba, ocasionalmente veía breves vistazos de belleza, de Jonas Mekas, por citar solo algunos títulos, se construyen a partir de detectar y apropiarse del azar como método para mirar el mundo circundante. O dicho de otro modo: el azar debe considerarse como materia real de la puesta en escena. Lo que el cineasta busca es estar abierto a lo caótico y a la sorpresa. La cámara sería entonces un radar, un detector de fenómenos que tienen lugar sin aviso. El cineasta sale a buscar, como si fuera a pescar. Espera, observa, registra. Conforme al movimiento de lo real él se dispone. Van der Keuken busca de esa forma la otredad, Ivens consigue filmar el viento que jamás avisa su recorrido y aparición, George se mimetiza con la marcha de los indocumentados para retratarlos, Mekas captura la inesperada belleza en lo cotidiano; los cineastas aquí nombrados van hacia la experiencia, no la producen mas la reciben. Se preparan para perseguir lo imprevisible. En Figuras de guerra, una vez que George es uno más con sus personajes y viaja con ellos descubre la insólita práctica de los inmigrantes que borran con fuego sus huellas digitales para evitar el reconocimiento informático de los sistemas de control policial. Ese pasaje define la totalidad de la película, un hallazgo que no puede ser siquiera imaginado en el trabajo previo a un rodaje.

Pero el azar no es necesariamente prerrogativa del documental. Los grandes cineastas de ficción saben dejar cierto espacio indefinido y susceptible a lo abierto. Es que el cine no empieza en la palabra sino en un contacto indefinido y extraño con lo real. Robert Bresson tenía razón: “el viento sopla donde quiere”. Es decir: el cineasta (o todos los simpatizantes del azar) sabe(n) que lo aleatorio es el indicio de un signo viviente para una película.

Una de las grandes películas de Bresson es justamente Al azar de Baltasar. ¿Quién es Baltasar? Un burro. ¿Es posible entonces hacer un film cuyo protagonista es un cuadrúpedo de mala fama? Sí. La vida de un animal no solamente refleja la vida de los hombres sino que toda su trayectoria por el mundo, desde su nacimiento hasta su muerte, funciona como una alegoría (anti)metafísica acerca de cómo una vida cualquiera depende del contexto donde tiene su desarrollo. El burro y sus circunstancias.

Lo que ocurre con Baltasar es lo que pasa con todos nosotros: sus circunstancias fuerzan una forma de adaptación. Sus primeros dueños, los hijos de un campesino, lo tratarán con amabilidad. Baltasar juega con los niños casi como si se tratara de un juguete viviente. Los primeros planos de una mano acariciando al burro destilan una ternura ausente en el mundo. De ahí en adelante, el burro pasará de un amo a otro, y su vida, en cierto sentido, estará signada por la crueldad de los hombres. En la montaña, rodeado de ovejas, Baltasar dejará de existir. Tal vez se trate de la muerte más extraordinarias jamás vista en la historia del cine.

Lo que hace Bresson es intensificar el carácter azaroso de todos los actos que se encadenan sin motivos y determinan la vida del burro. Bresson se abstiene incluso, siendo él un hombre de fe, de introducir la gracia, la única fuerza espiritual fuera del alcance del azar que puede detener el choque infinito de actos que no responden a ningún elemento externo a su propia dinámica.

Invocar a los dioses de antaño para recuperar el encanto perdido, postular un guión invisible que explique el mundo y el destino de todos sus entes, derrotar la ignominia de la evolución que no va hacia ningún lado y que no tiene al hombre como su protagonista exclusivo, acciones simbólicas frente a un malestar y una sospecha asociado a lo aleatorio. El azar es la intrusión de un elemento salvaje en el seno de cómo miramos e interpretamos la vida. Inesperada paradoja: tal vez el azar no se otra cosa que el reverso antipático de un valor del que nadie duda: la libertad.

Esta artículo fue publicado en la revista Quid en el mes de junio de 2014

Roger Koza / Copyleft 2014