LOS SECRETOS DE LA ACUMULACIÓN

LOS SECRETOS DE LA ACUMULACIÓN

por - Ensayos
27 May, 2016 12:59 | 1 comentario

Ghost World

Por Roger Koza

Compulsión, ansiedad, posesión, el deseo de acumular es misterioso. Nunca es suficiente, La falta define una cualidad de ese deseo. El cinéfilo compra películas y descarga de internet miles de títulos de los que probablemente no verá la mitad. Tenerlos a la vista en estantes u organizados en un disco duro le dispensa una sensación de seguridad indescifrable. ¿Qué puede ser? La impermanencia de los objetos, que no es otra cosa que un correlato invertido de la propia fugacidad del sujeto del deseo, se conjura ilusoriamente en ese acto de posesión que fija en la enumeración de cosas queribles un bienestar efímero. Es que a la videoteca siempre le faltará un título. La escasez es consustancial al señorío que se establece con los objetos. Solamente un déspota, un tirano, puede atreverse a ser propietario de todas las mercancías del mundo.

El coleccionista es un esteta de la acumulación. Lo que guarda y resguarda tiene una particular función respecto de su personalidad. Pueden ser estampillas, ediciones originales de libros, latas de películas, botellas de gaseosas de países exóticos, insectos disecados, secadores de pelo, cuadros de artistas magníficos, instrumentos musicales, entradas de conciertos. Los programadores de festivales y críticos de cine suelen acumular las credenciales de todos los festivales que visitan. Son coleccionistas ocasionales. Si se les pregunta la razón, difícilmente sabrán responder por sus actos. En efecto, las prácticas de los coleccionistas son insólitas y singularísimas, a veces inocentemente perversas, como es el caso de ese personaje más allá del bien y el mal llamado Juan de Dios, concebido por el gran cineasta lusitano João César Monteiro, que coleccionaba vello público de las jovencitas que frecuentaba.

Una evidencia: cualquier acto de coleccionar está dirigido por una voluntad de preservar. El instinto primitivo de perpetuación se manifiesta en un objeto que resulta enigmáticamente valioso. Esa misión puede ser privada como comunitaria. En cualquier modalidad, el coleccionista entiende que su cometido estriba en demorar la incorregible corrupción de un grupo de objetos a los que vindica como vitales y por eso emprende así una tarea sistemática de adquisiciones y cuidados.

Hay coleccionistas que solamente están preocupados por diseñar en el ejercicio de su compulsión la cotidianidad; sus obsesiones idiosincrásicas tienen un fin íntimo. El acopio de botones o cactus de diversos orígenes no comporta ningún beneficio a sus prójimos. Solamente el coleccionista se beneficia en su obstinación. Pero si bien no está interesado en forjar con su acción una discreta contribución humanitaria puede sí socializar su obsesión en una comunidad casi esotérica en la que descubre que no está solo con sus intereses anómalos. Los coleccionistas se reúnen cada tanto y comparten sus gustos y esperanzas.

Es justamente esa figura del coleccionista la que se puede constatar en una película hermosa titulada Ghost World, de Terry Zwiggof. Allí, dos adolescentes que están en el momento exacto en el que dejarán de serlo para transitar inevitablemente hacia el mundo de los adultos van entendiendo que ese nuevo estadio de sus vidas exige una obediencia desconocida. La incorporación al universo del trabajo no es sencilla y, dada la situación de las dos amigas, trabajar en una cafetería o un videoclub resultan labores posibles aunque signadas por la repetición. Si bien pretenden estudiar, la ciudad en la que viven no parece auspiciosa para ese tipo de objetivos. Adaptarse o huir parece ser la antinomia en la que se encuentran, algo que para Enid, sobre todo, es más evidente. La gran metáfora del film está objetivada en un hombre mayor que espera eternamente un colectivo sentado en un banco. La línea de colectivo es cosa del pasado, pero él se empecina en esperar. La fuga del “mundo fantasma” a la que alude el título es, para un espíritu despierto como el de Enid, un pasaje a la acción. Pero ¿qué sucede con quienes quedan atrapados en esa monotonía aplastante?

Enid suele dibujar y lleva una especie de cuaderno de notas con retratos de todo los hombres y mujeres comunes que llaman su atención; a veces, junto a su amiga Rebecca imaginan la vida secreta de esos desconocidos, una práctica lúdica que es un reflejo de ficción, acaso el indicio de que en ese ejercicio de redescripción de la vida de otros puede haber algo más que un pasatiempo juvenil. Describir algo es atenerse a los usos heredados con los que se entiende e interpreta un mundo. Para redescribir algo o a uno mismo se necesita una mínima distancia respecto del uso aprendido sobre un lenguaje que ordena y establece relaciones estables. La redescripción implica una movilidad conceptual, una cierta capacidad lingüística de asociar las palabras de otra manera y ver por consiguiente de otro modo la posición que se ocupa en el orden de las cosas. El coleccionista, en ese sentido, lleva a cabo una operación descriptiva. Desestima la inutilidad, vigencia, función de un objeto específico y le confiere una valencia que no es la que suele adscribírsele.

En la película de Zwiggof, Enid conoce a un coleccionista de discos de 78 revoluciones por minuto, un hombre ordinario que en un principio ella tipificará, tras una tramposa cita a ciegas, como un potencial perverso. Uno de los placeres del film se concentra en la relación transgeneracional entre la chica y el coleccionista, y en el modo en que esa misma relación sirve como introducción al mundo secreto de los coleccionistas. La posesión de discos le impone indirectamente al coleccionista una forma de arreglar las habitaciones de su casa y disponer los objetos. La colección es un centro y todo gira alrededor de ese núcleo simbólico. Hay en ese sentido una práctica estética de la cotidianidad que se desmarca enteramente de una forma mecánica de habitar los espacios domésticos.

Santiago

Santiago, de João Moreira Sales, es una de las grandes películas latinoamericanas de este nuevo siglo. El superlativo es merecido, ya que en este film de múltiples capas de lectura el realizador consigue entrever algunas cuestiones centrales de toda puesta en escena y más todavía cuando el protagonista del film es el mayordomo que acompañó a la familia del realizador, los emblemáticos Salles, por más de 20 años. El descubrimiento explícito y milagroso de Salles es entender que la puesta en escena revela la posición del cineasta frente a sus sujetos, y que la conciencia (de clase) de un director se extiende en el plano. En el film, la asimetría fundacional en el vínculo entre el retratado y quien retrata se duplica en la lógica distante de todas las escenas. Ningún primer plano, apenas una habitual amabilidad que se expresa en planos generales, sin que se pierda jamás la diferencia entre Santiago y Salles.

 Lo más curioso del film de Salles es la afición de Santiago por coleccionar datos numerosos de cuanta dinastía aristocrática y monárquica haya existido en la faz de la Tierra. El mayordomo se remontaba a épocas pretéritas que sentía suya, auscultaba civilizaciones arcaicas y extrañas, anotaba los casamientos y los discursos, los agrupaba y los clasificaba, como si fuera un auditor profesional de las proezas y miserias de los elegidos y tuviera a su cargo la redacción de una colección enciclopédica de todas las familias de poderosos del mundo, ámbito en el que a él siempre le habría tocado servir el té, orquestar agasajos a visitantes eximios, dar órdenes a sus ayudantes y gozar del afecto del amo, que cada tanto quizás lo trataría como a un igual. Esa pasión desmedida y meticulosa del sirviente es delirante, pero responde a un giro subjetivo que en cierta medida redescribe su propia condición de asalariado aristocrático. Su saber no lo emancipa de su condición material; tampoco lo libera espiritualmente. Santiago, en todo caso, intuye que en esa colección erudita que escribe a lo largo de su vida acerca de vidas ajenas puede inventar una forma de evasión vital por la que no está condenado a las tareas domésticas.

Un coleccionista no está determinado exclusivamente a juntar cosas y resignificarlas en su propia escala de valores; en ocasiones, puede coleccionar formas de experiencias. Ese es el tema de La coleccionista, la extraordinaria y temprana película de Eric Rohmer. Los planos iniciales no admiten duda. La seductora Haydée camina sola por la playa en bikini. De pronto, Rohmer pasa del plano general a un plano medio en movimiento con el que observa el cuerpo entero de la actriz. A continuación Rohmer sectoriza la perspectiva del cuerpo, con otra escala de registro: primeros planos de la espalda, las rodillas vistas de atrás, el cuello. El propio registro empieza a sugerir una forma de observar el cuerpo que remite a la mirada de un coleccionista; el cuerpo se percibe fragmentado, como si fuera una pieza de colección.

 La historia es bastante convencional: Adrien, un coleccionista de arte, también médico, pasa unos días en una casa costera del sur de Francia junto a un amigo. Tendrán una visita: Haydée. La joven es hermosa y parece dedicarse al arte de la seducción con un plan de acción: obtener experiencia de los encuentros que tiene con desconocidos. Es una suerte de coleccionista de intensidades físicas y amorosas. Es por eso que la interacción cotidiana sugerirá que Haydée y Adrien pueden tener sexo, aunque la coleccionista elegirá primero al dueño de la casa. Más tarde, un coleccionista estadounidense visitará a Adrien, quien en cierta medida parece utilizar los encantos de Haydée para conseguir sus objetivos comerciales.

 La psicología de los personajes se entiende sin que estos la expliquen, pues lo que no se dice es lo que articula sus conductas y decisiones. Aun así, hay una escena que Rohmer se reserva para que las palabras adquieran un peso específico. No para exteriorizar el teatro de la conciencia de sus criaturas, sino para denotar la exploración filosófica puesta en escena. Adrien describe a Haydée como una coleccionista, y la adjetiva tanto de forma negativa como positiva. Entiende que sus frecuentes encuentros íntimos con hombres deben alinearse con un plan consistente; hacerlo sin objetivos es inadmisible. Ella, no obstante, no admite su afán de coleccionar y afirma que lo suyo es una búsqueda. Los dos amigos cuestionan entonces la lectura que ella hace de sí misma. Dice uno: “El coleccionista es una especie miserable, pues está solamente interesado en números. Nunca estará feliz con un único objeto. En la búsqueda de un único y verdadero objeto, al final se ve inevitablemente con una suma de ellos… La idea de coleccionar está en oposición a la pureza”.

 Hay otra forma de coleccionar que es muy propia de la cinefilia. Aquí el coleccionista se ve obligado a reunir todas las películas posibles porque sabe que ninguna estará a salvo para siempre. La extinción es mucho más que una categoría biológica y el coleccionista presiente que los negativos de una película no son del todo confiables y que toda copia conocerá algún día su podredumbre. Este tipo de coleccionista modestamente filantrópico nació en la era analógica de la imagen, cuando un film era literalmente un film y su existencia era tan contingente y frágil como el paso de la libélula en el mundo.

 Todavía existen coleccionistas de esta especie. Uno de ellos, bastante famoso entre los amantes del cine vernáculo, ha llegado a construir una torre en su casa para que las películas escapen momentáneamente de la inexorable finitud. Más de 6000 títulos conviven con él. Su contienda es concomitante, curiosamente, a la misma obsesión que administran las religiones y que mueve también a los hombres de ciencia. Todos desean secretamente doblegar la brevedad del tiempo y lo endeble de estar en él. El coleccionista es un devoto de la duración. A él, no obstante, también le llegará la hora de pasar al otro lado, al gran fuera de campo de lo viviente. En ese momento, todos los objetos que amó quedarán desprotegidos.

Este texto fue comisionado por la revista Quid y publicado en el mes de abril 2016

Roger Koza / Copyleft 2016