LOS SALVAJES (2): EL MAL SALVAJE

LOS SALVAJES (2): EL MAL SALVAJE

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01 Nov, 2012 10:38 | comentarios

Por  Nicolás Prividera

1. Si El estudiante intentaba mixturar los métodos contrapuestos de Llinás y Trapero (que condensan los elogiados caminos del mainstream-independiente), de los que los directores de la productora “La unión de los ríos” se reconocen deudores, Los salvajes marca otra vuelta de tuerca en esa condensación de tradiciones: en ella se encuentran finalmente lo popular con el modernismo. Pero esa bienvenida y compleja búsqueda (clave para pensar los problemas del cine pos-moderno) da una vez más un resultado reaccionario (es decir, une miserabilismo y esteticismo).

De hecho, tal vez se podría decir –ayudados por su misma desmesura– que es una de las películas más reaccionarias del Nuevo Cine Argentino (incluido el de los ’60), ya que señala la clausura conservadora de su fallida revisión de la tradición. Porque Fadel no reniega de lo “popular” (así como no se priva de citar a Favio, Buñuel o Rossellini), pero justamente la distancia entre sus modelos y su modelización es lo que marca sus límites. Porque lo que en esa tradición estaba vivo aquí se convierte en mera repetición: en rito sin mito de origen.

2. No hay que olvidar que el cine se ha acercado al Mito con mayor rigor cuando no se aleja demasiado de la Historia (o cuando se deja atravesar por sus sublimados fulgores): el peronismo en Favio o la historia universal en Rossellini (y podríamos agregar: el marxismo en Pasolini, que nada curiosamente falta entre las citas de Fadel). Pero nada hay en Los salvajes de –cinematográficamente hablando– amor o entrega a su objeto. Los planos son tan distantes (hasta en los arrebatos de sexualidad) como los de las ahistóricas películas de Alonso, pero sin siquiera tener su curiosidad entomológica (lo que los hace al menos más honestos).

Lo único que parece guiar cada plano de Los salvajes es su inmanente esteticismo: los personajes son sólo figuras (más estereotípicas que arquetípicas) a través de las cuales el autor pone en escena su refinada visión del salvajismo. Por lo que –digámoslo de una vez, ya que salta a la vista– no hay nada salvaje en Los salvajes. Se trata –una vez más– de la barbarie tal como la define la civilización, sólo que en este caso el autor no la “condena” sino que se entrega a su fascinación (gesto nada nuevo tampoco, que entre nosotros se remonta al Facundo). No en vano esa mirada “extranjera” se asimila a la que de lo latinoamericano tiene Europa: una domesticada visión de lo salvaje.

3. Detengámonos en tres escenas clave. En principio, Fadel no escapa a repetir una escena ya canónica en este tipo de films: la matanza de un animal. (de hecho podría hacerse un análisis de cómo funcionan esa escenas en cada film –Los muertos, La rabia, etc-, aunque finalmente todas apunten a lo mismo: sublimar lo “real” en estado puro –asumiendo la muerte como punto límite–, permitiéndose aquello que la civilizada corrección política –primermundista– suele enmascarar: la propia violencia sobre el otro). En este caso, la brutalidad de la escena encuentra su sentido (más místico que naturalista) en el uso de la piel por uno de los salvajes: y ese primitivismo disfrazado de ritual metaforiza de algún modo toda la película (no en vano ocurre casi al final, en el clímax), ya que podría decirse que el film es una oveja con piel de lobo: no sólo no se eleva nunca a su declamado misticismo, sino que se hunde en un materialismo poco trascendente (del que no puede sacarlo ni siquiera ese inútil ejercicio de crueldad).

De hecho la película no nos ahorra metáforas, como cuando uno de los salvajes mea una biblioteca. Por supuesto que esa metáfora (ese invertido odio de clase, que no osa decir su nombre) es a la vez otra disfrazada literalidad, y ese vaivén entre lo mundano y lo (in)trascendente dibuja también el arco de todo el film, que termina más cerca de lo pedestre que de lo celeste (porque tampoco alcanza con quemarse en una especie de acto de fe final). Y no se trata de un problema de guión (como algunos críticos proponen en su defensa), sino de concepción: se trata de una “moderna” oda al primitivismo. En ese sentido, tal vez el momento (o el cuadro) definitivo sea el de uno de los salvajes respirando pegamento boca arriba semisumergido en una laguna, con ecos pictóricos de la Ofelia prerrafaelista. En Pasolini (como en Buñuel) esa escena hubiera tenido un ligero aire de subversión paródica, pero en Los salvajes adopta -como todo- una gravedad mortecina, como si su vicaria belleza ocultara una declamada trascendencia que nunca nos es revelada.

Nicolás Prividera / Copyleft 2012