LOS SALVAJES (03): EL SEÑOR DE LOS JABALÍES

LOS SALVAJES (03): EL SEÑOR DE LOS JABALÍES

por - Críticas
04 Nov, 2012 07:42 | comentarios

Por Roger Koza

¿Una fuga carcelaria en clave metafísica? ¿Un western teológico? La ópera prima de Alejandro Fadel es desconcertante por muchos motivos: sus personajes son volátiles y abandonan la película justo cuando se vuelven protagonistas; del escape inicial de un correccional resulta imposible predecir la purificación ritual con la que culmina la película; además, una obstinación formal secretamente enrarece la percepción: no hay planos medios, de tal modo que del detalle se va al todo y viceversa, lo que constituye la sintaxis elegida para contar una historia y transmitir una experiencia.

Y, sin embargo, su relato es simple: cinco adolescentes, cuatro varones y una mujer, consiguen huir de una institución disciplinaria. De allí partirán para las sierras y el monte; no parece haber un rumbo preestablecido aunque Simón y su hermano suelen recordar un hogar pretérito y un posible tutor al que llaman «el padrino». En este peregrinaje a través de la montaña se encontrarán con chacareros, posibles convictos, un anacoreta y su cóndor; la presencia amenazante de los jabalíes es la condición visible de lo ominoso, una entidad primitiva que sugiere una función mítica. ¿Civilización y barbarie? Más que una tensión entre civilización y barbarie, un dúo conceptual antagónico posible de ser identificado con facilidad, aquí se trata, tal vez, de otra cosa, menos política y más filosófica. En algún sentido, Fadel registra intuitivamente el famoso e hipotético estado de naturaleza de los filósofos, el antes de la cultura y en este caso el instante de la invención de lo religioso y lo sagrado. Es una hipótesis plausible.

Si bien el sexo está presente, el éxtasis y el Edén pasan por una intoxicación química. Ansiolíticos, pegamento y yerba combinados inducen un tipo de experiencia que redobla una situación de existencia de por sí flotante; no es casual que cuando muere uno de los jóvenes, en vez de enterrarlo, se lo despida en una improvisada camilla flotante, un travelling acuático fascinante en el que se insiste con una intuición filosófica y una descripción anímica respecto del comportamiento de los «salvajes»: el nirvana, una suerte de bienaventuranza ligada a la muerte.

Si el plano de apertura empieza con una plegaria, Los salvajes despliega paulatinamente un juego simbólico, a veces demasiado recargado, con el que se opera una reconstrucción imaginaria del impulso religioso, un salto evolutivo del mero animal a un nuevo estadio de su historia como especie. Es una inquietud legítima, una prueba cinematográfica no exenta de riesgos, pues lo místico y lo sagrado conviven tanto con lo sublime como con lo ridículo, una oscilación que alcanza la lógica misma del film sin debilitarlo.

El riesgo mayor es precisamente representar lo sagrado, simbolizarlo, una operación susceptible a la banalización y a una hermenéutica proclive en hallar significados profundos. Es por eso que a medida que la película se acerca a su epílogo la proliferación de signos teológicos destituye en parte la poderosa indeterminación semántica que el film sostiene por más de una hora y media; en esos últimos minutos se descifra un hechizo sin apelar con precisión a ninguna doctrina. Es que de la transacción ritual entre un hombre y un animal, adoptando el primero la piel del segundo, hasta la decisión por parte de un improvisado místico de arder como si se tratara de un sacrificio originario, Fadel abandona un gesto conveniente frente a cualquier aproximación al fenómeno religioso, aquel que invoca con cierta prudencia a la austeridad y el recogimiento. Para intuir lo sagrado es preferible no nombrarlo, retener el verbo, la ilustración icónica y su articulación en una liturgia, pero entonces ¿cómo filmar lo sagrado? La teología apofántica parece incompatible con la ontología cinematográfica; el cineasta trabaja con el orden de lo visible, y su labor consiste en legislar un régimen de luz y sombras proyectado sobre objetos y entidades vivientes. Para el cineasta de vocación religiosa o inquietudes verticales, el único camino es filmar los vestigios de otro orden, lo que implica un acto de fe y una suposición entre causa y efecto. De existir ese dominio de lo sagrado, sólo una estética que se perfeccionara en la aplicación justa del fuera de campo perecería ser la adecuada. Mostrar lo mínimo y necesario a lo largo de toda la duración de un film, y esperar, sólo si resulta indispensable, hasta un momento decisivo en el que el símbolo elegido ilumine todo por unos segundos, como si se tratara de un relámpago. Sucede que el temperamento de Fadel como cineasta parece incompatible con este entrenamiento ascético asentado en la sustracción. Fadel, el cineasta, no es ni tibio, ni circunspecto; arde como Simón, la desmesura es su principio estético, el que se intuye desde el inicio de la película. Y aún así, contra todo pronóstico, es capaz de filmar, con cierta discreción y distancia, un milagro; mostrar la resurrección de un muerto en el cine (religioso) es una verdadera prueba. Conjurar la incredulidad y el disparate requiere talento y buen gusto. Fadel, en ese pasaje, lo demuestra.

Hay algo en Los salvajes que remite a El señor de las moscas, tanto al libro de William Golding como a sus dos versiones cinematográficas; en ambos casos se establece un hipotético estado de naturaleza, y puesto en funcionamiento esa ficción lúdica, la dimensión religiosa y la invención de lo sagrado pasan por un intercambio violento con el reino animal y una inmediata consecución de un ritual y un sacrificio que fije un símbolo y una creencia.

Pero hay una diferencia sustancial, y aquí sí de naturaleza política, que aleja al film de Fadel respecto del famoso libro del escritor británico y de las adaptaciones subsiguientes de Peter Brooke y Harry Hook. En El señor de las moscas, los “salvajes” son náufragos de un navío de pasajeros aristocráticos, preadolescentes acomodados, demasiados rubios y pulcros. Su devenir salvaje se impone frente a las duras condiciones de supervivencia, y bajo este yugo los pequeños sobrevivientes deben reinventar las reglas de convivencia. Dos modelos, encarnados por dos bandas, terminarán enfrentándose: un orden democrático versus un orden tiránico; al final, la fuerza bruta vencerá a la palabra y al consenso. Es precisamente esto lo que no le interesa a Fadel, pues sus fugitivos, en algún sentido, saben convivir bajo un sistema mínimo de reglas. Su interés, entonces, es anterior a lo político, o en todo caso, prefiere privilegiar del canónico y occidental “animal político” el sustantivo de la definición más que el adjetivo. El problema, no obstante, subsiste por una decisión inicial: la elección de sus personajes pertenecen a una clase específica, y al denominarlos “salvajes” habilita la sospecha sociológica y la desconfianza ideológica. No se trata de una objeción automática, mas si de una observación inevitable. Pero el punto de vista consciente de Fadel, aquello que denotan sus planos, es ostensiblemente metafísico, más allá de si el inconsciente de clase, un fantasma que todo cineasta debe, tarde o temprano, confrontar o aprender a reconocer (y aprender entonces a calibrar frente al mundo que él o ella ordena en la puesta en escena), exterioriza las contradicciones que atraviesan a cualquier sujeto cuando escribe, trabaja, filma y habla.

Se ha dicho y se dirá de los Los salvajes muchísimas cosas. Película infantil, reaccionaria, pretenciosa, valiente, genial, bressoniana, oblicuamente hollywoodense; hay buenos argumentos como juicios hiperbólicos y aseveraciones sin fundamento en muchas de las calificaciones y descalificaciones que el film ha cosechado. Para mí, Los salvajes ha sido una película molesta y cautivante desde mi primer encuentro que tuve con ella, y desde entonces ha sido un recurrente objeto de análisis. Aprendí a respetarla con el tiempo, y a reconocer ciertos pasajes admirables. Es una ópera prima atrevida, y su responsable un director al que prefiero seguir sus pasos de cerca.

Esta crítica fue publicada en otra versión por el diario La voz del interior en el mes de octubre 2012