LOS PREMIOS: 1953

LOS PREMIOS: 1953

por - Columnas
28 Mar, 2023 01:07 | 1 comentario
Artistas en la cuerda floja. El suspense es una cuestión de centímetros. Flashforward a Spielberg y Friedkin. Seguimos festejando la tercera con un trío de películas argentinas y futboleras.

La ganadora del Oscar es: El mayor espectáculo del mundo (The Greatest Show on Earth), dirigida por Cecil B. DeMille.

Golpeados por los decretos antimonopolio de 1948 y el terreno perdido frente a la TV, los grandes estudios hacen recortes presupuestarios y apuestan sus fichas por las superproducciones en detrimento de sus otros títulos. (1) El mayor espectáculo del mundo hace de esta crisis su tema y asume en coherencia la forma del blockbuster

El circo de Ringling Brothers, Barnum & Bailey, uno de los más célebres del planeta, presta su elenco al relato. Los ejecutivos de la compañía están preocupados y se plantean cambios en el modelo de negocio. La gira se hace afrontando que cualquier traspié económico puede ser el final de cientos de puestos de trabajo. Los artistas están en la cuerda floja, literal y figurativamente. (2)

Hace un par de años, Martin Scorsese dijo que las películas de superhéroes no son cine. Que la experiencia es más parecida a la de los parques de diversiones. Gran parte del atractivo de El mayor espectáculo del mundo reside en la parafernalia circense: la tecnología que se despliega para armar la carpa, la variedad de vestuarios, el desfile de talentos. La experiencia de la butaca de circo, fotografiado con el más hermoso tecnicolor y sin olor a caca de elefante. 

The Greatest Show on Earth

Ninguna aseguradora de la actualidad aceptaría el riesgo que toman las estrellas de la película. (3) Por otra parte, muchos trucos son realizados con croma, la hoy omnipresente “pantalla verde” que permite manipular la imagen fotográfica. En el circo que dirige DeMille hay mucho para disfrutar, pero no hay un solo número que esté a la altura de los actos de desafío a la muerte de un Buster Keaton o un Harold Lloyd. Ni siquiera de un Burt Lancaster, que fue acróbata antes de convertirse en actor y unos años después hizo sus propias rutinas en Trapecio (Trapeze, Carol Reed). DeMille solo puede hacer un émulo del circo, pero lo usa para darle un trasfondo extra grandioso a los malabares románticos de los personajes.

El relato clásico de Hollywood se estructura en un doble conflicto, romántico y profesional, líneas que convergen en el desenlace. El clímax ocurre con un choque de trenes, que destruye gran parte de la infraestructura del circo, pero pone los cimientos para el matrimonio de los protagonistas.

Un amor que impacta cómo la colisión contra una locomotora. Gran metáfora y gran despliegue para darle vida. El problema con DeMille es que era de esos directores que sólo pueden trabajar en una escala maximalista, donde las emociones que representan los actores quedan pequeñas; son tan artificiales como el show que les da soporte. Un ojo enorme para el espectáculo y roce pequeño con las complejidades humanas que escapan a los arquetipos.

En Los Fabelman (2022), el último proyecto de Spielberg, El mayor espectáculo del mundo es la primera película que el niño Steven ve en su vida. El choque de trenes le produce pesadillas y enciende una chispa. El niño Steven, que volverá a aparecer en esta columna, pasará el resto de su vida tratando de ejercer un control sobre sus traumas, transformados en imágenes.

El otro director que juega un papel fundamental en Los Fabelman es John Ford. La trayectoria de Spielberg se hace de la tensión entre el artificio espectacular de DeMille, el padre del blockbuster; y la escala humana de Ford, cuyo cine “estaba hecho de la misma materia de la que está hecha la tierra”. Cuando Spielberg se acerca a Ford sus películas ganan en corazón y sabiduría. Pero DeMille sigue habitando sus sueños.

La Palma de Oro es para: El salario del miedo, (Le Salaire de la peur), dirigida por Henri-Georges Clouzot. 

La premisa es simple, efectiva. Un par de camiones transportan explosivos a través de una selva. Un movimiento en falso y todo salta por los aires.

El paraje latinoamericano donde se encuentran los camioneros, exiliados europeos de prontuario dudoso, es un purgatorio más cerca del infierno que del cielo. Las calles de tierra son cruzadas por todo tipo de vehículos: bicis, motos, carretas, camionetas. Pero eso no es lo único. Los nativos viven en la calle: bailan, se bañan, duermen la siesta tapados por moscas. Los interiores son una continuidad de la vía pública por el uso que les da la gente y por la mirada del director. Adentro o afuera, sólo ve mugre, ruina y amoralidad.

Le Salaire de la peur

Luego del extenso prólogo en el pueblo, comienza la aventura rutera, llena de suspenso y algunas grandes secuencias. Hacia el final, el relato da un giro hacia un sentimentalismo gratuito, con un desenlace tan bien coreografiado como cruel. (4)

Clouzot era un tipo talentoso. Sabía cómo darle tridimensionalidad a los escenarios que filmaba. El salario del miedo parece un paseo por un zoológico humano. Por cada reencuadre virtuoso hay una conducta bestial. El dominio de la técnica no puede suplir a una mirada original. Podría ser una gran película si el director no odiara a sus personajes y no amara los estereotipos. 

En 1977, William Friedkin adapta el mismo libro que dio origen a El salario del miedo. La hace a color, en una selva de color agresivo, casi fluorescente. Pero su visita a Sudamérica es igual de eurocentrista. Agrega un dictador de bigote prominente y una sugerencia: el destino de los camioneros está decidida por una maldición local.

Cómo en tantas películas yanquis post Vietnam, el aire está cargado de un tufo a derrota. Mejor no meterse en los asuntos del tercer mundo. En este caso no por razones humanitarias. Esos lugares están condenados al atraso, quizás por razones misteriosas, milenarias.

La versión de 1953 se resiente por su mirada estereotipada, su falta de matices. La de 1977, es todavía más monocromática. Agrega un componente trotamundos que la hace más oscura: no hay rincón del planeta que brinde resguardo del mal. Pero la película de Friedkin tiene otro atractivo: es el arte de un extremista. La travesía de los camiones incursiona en la locura, la puesta en escena en la ambientación onírica. Locaciones reales convertidas en paisajes de pesadilla.

Para hacer una gran película de aventuras, el rodaje tiene que ser una aventura. La filmación que afrontó Clouzot no estuvo exenta de problemas, pero tuvo lugar en la relativa comodidad del sur de Francia y muchas escenas fueron resueltas en estudio. El plan de Friedkin en un principio era ambicioso. Subido a su megalomanía– el éxito de taquilla y crítica que lo trastornó será parte de esta columna -, el proyecto que pergeñó terminó siendo demencial. Un rodaje de 10 meses en distintas partes del mundo (principalmente en República Dominicana), varios de los cuales fueron empleados en una sola secuencia, de 12 minutos de duración- por el módico precio de 3 millones de dólares (que hoy serían el cuádruple). (5)

La secuencia en cuestión da otra clave de por qué la versión de Friedkin es superior. En medio de un temporal, los dos camiones que cargan los explosivos intentan cruzar un puente colgante sobre un río. Las ruedas de Clouzot se acercan al precipicio, pero se mantienen a salvo. Los de Friedkin se asoman al abismo (y en el rodaje cayeron varias veces). 

El hijo del crack

El suspense y la ilusión cinematográfica se pueden medir en centímetros. En El salario del miedo ’53 comprendemos las escenas de suspenso: los personajes de la ficción están en peligro. En El salario del miedo ’77 atestiguamos un suspenso documental, el verdadero riesgo de los conductores y de una filmación al borde colapsar. (6)

Fuera de competencia: El hijo del crack, dirigida por Leopoldo Torres Ríos y Leopoldo Torre Nilsson.

La vida es un tango. Gran parte del cine argentino de primera mitad de siglo, por lo menos el que no miraba a su público por encima del hombro, parte de ese principio. Asume la nostalgia de la poesía arrabalera como brújula estética: dolor pasado y presente, que palpita en el ambiente de la musa nacional. (7)   

Pelota de trapo (Leopoldo Torres Ríos, 1948) es el primer trabajo en una saga de Armando Bó como actor-atleta. Un homenaje al fútbol que combina un notable retrato neorrealista de barrio obrero con la tonalidad tanguera del adiós al sueño de la infancia (vía los textos de Borocotó, la pluma estrella de El gráfico). El pibe, que desde el potrero soñaba con debutar en primera, crece para ser el hombre que pone en riesgo su corazón con tal de sacar de apuros económicos a la vieja. Eran tiempos de incipiente profesionalización y lamento por los personajes que ya “no creen en pelotas de trapo ni en partidas de barriada”.

Si hablamos de tangueros viejos y letras amargas, tenemos que hablar del tipo que reprobó mil quinientos años de historiaQué desencanto más hondo, qué desencanto brutal. Pero Enrique Santos Discépolo nunca renunció al humor. Y esa dualidad se hace materia de cine en El hincha (Manuel Romero, 1951). Acá Discépolo es Discepolín, el humorista que se come la pantalla. 

El mundo del fútbol de El hincha, problemático y febril, es mancillado por corruptos, cínicos y mercenarios. Discepolín es el fanático que da la vida por los colores de su club y sus ídolos con pies de barro. Discépolo, a poco tiempo de morir de cáncer y de tristeza, deja un testamento artístico de su última etapa, de lealtad peronista. Juan Sasturain, desde las páginas de Film, escribió estas palabras, a la altura del ícono: “Es el Discepolín final, el que con sus últimos glóbulos rojos sale del café y se suma a la historia, al peronismo que pasaba por la calle. Por eso el fútbol puede leerse como la metáfora de esa otra adhesión, política y contemporánea a la película”. (8)

Para El hijo del crack, Armando Bó vuelve a reclutar a Torres Ríos que codirige junto a Leopoldo Torre Nilsson. Una historia de amor filial, dirigida por padre e hijo, lo que le agrega una capa emocional a la tragedia de Héctor «Balazo» López, el centroforward enfermo, y su hijo, el purrete Marito.

Nadie diría que Torre Nilsson fue peronista, pero hay una continuidad respecto a El hincha. Los directores están del lado del sentir popular. Lo más parecido a un villano que hay en la película es el abuelo de Marito, el oligarca que cree que el fútbol es una costumbre barbárica. El hijo del crack se dedica a una de las especialidades de Torre Nilsson: la decadencia aristocrática.

Cuando Marito ve a los pibes de la cuadra jugando en la calle, los planos detalles muestran la mansión cómo una cárcel. Lo que hace que El hijo del crack sea no una película sobre fútbol, sino una película futbolera, es el contraste de esas imágenes con las de la cancha. Los planos generales que le dedica a los partidos respiran la libertad que sólo se conoce corriendo atrás de una pelota en un campo de juego.

Notas

(1) Cuando el Departamento de Justicia ganó su caso, los estudios, que habían conformado un oligopolio, debieron desprenderse de las cadenas de salas que poseían. Ya no pudieron imponerles a los cines la práctica del block booking, un paquete de lanzamientos donde las películas de mayor interés comercial venían con títulos de menor relevancia, que los exhibidores se veían en obligación de pasar, aún a riesgo de pérdida.

(2) Otro espejo Circo/Hollywood: la gira. Una estrategia que usó la industria cinematográfica para promocionar sus títulos fue el roadshow, funciones especiales que recorrían Estados Unidos antes del lanzamiento general. Se hacían grandes eventos y las películas se exhibían durante unas semanas en una ciudad antes de que el material fílmico partiera hacia otra locación.   

(3) En particular Betty Hutton, que hace de trapecista. Un travelling hacia atrás nos descubre que llegó a estar suspendida a decenas de metros de altura. James Stewart toma un riesgo de otro tipo: maquillado de payaso durante toda la película, hace una de sus actuaciones más patéticas, tiernas y complejas sin nunca mostrarse al natural– su cara lavada sólo se ve en una foto. 

(4) Pauline Kael, entre otras, pensó la película a la luz del existencialismo: “Cuando podés saltar por los aires en cualquier momento sólo un necio cree que el propio carácter determina el destino”. El problema es que, hacia el final, Mario sí está en pleno control de su destino y lo condena su propio comportamiento estúpido. Imbecilidad que nunca antes había mostrado signos de tener.

(5) En su megalomanía, Friedkin se piensa autor total de la película. Sin dejar detalle fuera de su control, hasta escribe un poema para el dorso de la banda sonora. (1) 

El rumor de un trueno lejano tiembla a lo largo/ del borde de una galaxia /

En cascada por infinitos corredores de ardientes / espejos que reflejan y vuelven a reflejar /océanos trascendentales de estampidas / de caballos salvajes.

(6) La mitad del equipo tuvo que abandonar el rodaje por heridas, gangrena o intoxicaciones alimentarias. Friedkin se agarró malaria. La historia del rodaje merece su propio libro.

(7) Torres Ríos, Manuel Romero, Luis César Amadori y el Negro Ferreyra son algunos de los cineastas que fueron colegas de Discépolo cómo letristas de tango.

(8) Si se duda de la teoría de Sasturain, de El hincha como parábola apócrifa del peronismo, la película tiene muchos guiños. Cómo las repetidas veces en las que Discepolín presume su carnet número diecisiete. O esta frase: la guerra “la ganan los soldados y los Generales, los dos juntos”. 

Notas de las notas

(1) El bueno de Friedkin no sabía componer así que se la encargó a Tangerine Dream. Gran acierto convocar a la banda de krautrock y sus sintetizadores de marte. Fue el primer encargo que recibieron y dio pie a una carrera prolífica como autores de bandas sonoras en los ‘80. Entre otras: Ladrón (Michael Mann, 1981), Negocios peligrosos (Paul Brickman, 1983), Cuando cae la oscuridad (Kathryn Bigelow, 1987). Y un clásico secreto, la increíble 70 minutos para huir (Steve de Jarnatt, 1988).

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