LOS PREMIOS: 1946

LOS PREMIOS: 1946

por - Columnas
01 Jun, 2022 08:02 | comentarios
De las ruinas brota un nuevo cine. Irrumpe el neorrealismo y una de sus películas legendarias no es todo lo que aparenta. La verdad es el cine de Jean Renoir. El theremín no es el artefacto más insufrible de la ganadora del Oscar.

La Palma de Oro es para: en el regreso de Cannes, una vez terminada la Guerra, el festival distingue a once películas con el mayor premio (el Grand Prix, todavía no designado Palma). El comité de una sola persona que integra Los premios designa como ganadora histórica a Roma, ciudad abierta, dirigida por Roberto Rossellini para Minerva Films. (1)

Un soldado estadounidense con 18 dólares en sus bolsillos llega a Roma, recientemente liberada de los nazis. Tiene el sueldo de ese mes, un poco de experiencia como pintor y como escenógrafo en la escuela de teatro de su padre, y sobre todo mucha verborragia. Los italianos, predispuestos a ver un salvador en cualquier yanqui lleno de promesas, le abren todas las puertas. Rod E. Geiger sabe por su cuñado, que importó a Estados Unidos películas de Marcel Pagnol, que se puede hacer buena plata con la distribución del cine europeo. Pero Geiger no es sólo promesas y charlatanería. El soldado bohemio mueve cielo y tierra para ayudar a completar Roma, ciudad abierta, y será uno de los artífices del éxito del neorrealismo italiano en Estados Unidos y de su triunfo a nivel mundial. La odisea de Geiger para llevar la película a su país, contada por Tag Gallagher en The Adventures of Roberto Rossellini, es parte de una saga mayor, la historia increíble de cómo se produjo Roma, ciudad abierta

Cada dato agranda la leyenda: que gran parte del dinero lo puso una condesa; que Rossellini tuvo que vender todos sus muebles para aportar otra parte; que se filmó con rollos de cinta descartados y robados a agencias de noticias yanquis por otro estadounidense en suelo italiano – el periodista Donald Dowes: “¿Para qué quieren los rollos? Sólo cuentan mentiras” -. Que fue filmada en las calles de una ciudad destruida, la misma que su director caminaba vendiendo ropa usada durante la ocupación. Que su elenco incorporó un montón de actores no profesionales, romanos que vivieron la catástrofe. Que en un momento la empresa que iba a ser la distribuidora vio un avance y rompió el acuerdo: “Esto no es una película. Nos prometieron una película y esto es un noticiero”.

Roma, ciudad abierta

Los datos que agrandan la leyenda son verdaderos (o por lo menos creíbles para una investigación seria como la de Gallagher) y colaboran para sostener otra leyenda, la que imprime Roma, ciudad abierta en la pantalla. Una película de textura realista que de manera razonable y perversa sostiene la imagen de una Italia unida tras la debacle; una alianza total entre la sociedad civil, los partisanos y la iglesia en contra de los invasores. Imágenes crudas para una fantasía: la sociedad víctima, atrapada por los regímenes totalitarios, sin mediar ninguna forma de colaboracionismo. La película fue resultado de la tensión entre el director y sus guionistas (comunistas, liberales, ateos, católicos), aunque más que incorporarlas, las simplifica. Se arroja al voluntarismo donde todos los sectores quedan bien parados. Memoria selectiva, muy conveniente para el propio Rossellini, que venía de filmar una trilogía para el régimen, con el beneplácito de Vittorio Mussolini, hijo del Duce. 

El impacto (neo)realista de sus planos, que hacía que sus contemporáneos vean algo más cercano al noticiero que a la ficción, fue tremendamente persuasivo. La película tiene una fuerte matriz genérica, entre el melodrama y la comedia, pero el protagonismo de las calles romanas y las escenas descarnadas de tortura exageró la ruptura con el cine italiano anterior. Su neorrealismo enmascara la grosería dramatúrgica, que recurre, por ejemplo, a una metáfora de corderos degollados: el inocente pueblo italiano pasado por el cuchillo del totalitarismo sui generis.

Rossellini, que volverá a aparecer en esta columna, va a descubrir y refinar su poética en las siguientes películas, que dejan mejor parado su legado como figura clave del neorrealismo. Paisà va más lejos, no sólo porque hace un trayecto mayor por distintas regiones italianas, sino porque deja más atrás los estudios y se interna incipientemente en la no ficción: la hibridez documental-ficción de algunos pasajes hacen que Roma, ciudad abierta parezca un ensayo del potencial neorrealista. Alemania, año cero consolida un estilo, una forma caminante que en su recorrido vislumbra relaciones profundas entre las personas y sus entorno geográfico y social. Como escribió Bazin de manera memorable, Rossellini filmaba un paisaje mental “objetivo como una pura fotografía y a la vez subjetivo como una pura consciencia”. (2)

Enésimo ejemplo para demostrar que una estética implica una ética: el personaje que entrega a los héroes es una corista, que hace trabajo sexual y se posiciona para tener un mejor pasar y costear sus adicciones. Ella, la colaboracionista, puede encapsular varios prejuicios misóginos. Sobre todo, funciona como exaltación de la estética de la propia película. Las figuras del espectáculo se entregan a la falsedad y la decadencia moral. Los no actores por contraste son símbolo de la verdad y la pureza del nuevo cine italiano. (3) 

Como todo mito fundante, el neorrealismo tiene su cara oscura, incómoda, que sólo se descubre cuando la mirada se sostiene después de deslumbrarse con el fulgor de la leyenda.

The Southerner

El León de Oro es para: El sureño (The Southerner), dirigida por Jean Renoir para United Artists.

El sureño cuenta la historia de una familia de campesinos, recolectores de algodón, que prueban suerte con su propia granja. Los Tucker tienen que soportar la pobreza extrema, la envidia de un granjero vecino y las inclemencias meteorológicas. El sueño es modesto: que la cosecha sirva para continuar una vida autoabastecida en un pedazo de tierra que la familia llama hogar. La película es mayormente rodada en exteriores, por lo que se suele leer que se trata de un exponente de “neorrealismo estadounidense”. El neorrealismo es otra cosa.

El nuevo realismo de la posguerra entiende que, luego de la tragedia, la realidad no se puede emular desde la comodidad escenografiada. A la realidad hay que verla de frente. El rostro del sufrimiento social no puede ser el de alguien que duerme en una mansión; aparecen los no actores. No se puede conmover al público con las paredes de madera terciada pintada de un estudio cuando en las calles todavía hay que esquivar escombros producidos por algún bombardeo; las ruinas juegan un papel tan importante como el elenco a la hora de actuar una situación cotidiana. 

El párrafo anterior podría ser un manifiesto neorrealista, una idealización. El movimiento italiano surge de un momento histórico y una lógica económica: rodajes callejeros lejos de los estudios derruidos, producciones baratas para una economía fundida. El neorrealismo también se componía de contradicciones y actitudes dispares sobre qué significaba. Se filmará un nuevo realismo, pero habrá distintas maneras de conciliar la búsqueda de veracidad con el artificio ineludible que implica crear cine. El neorrealismo italiano, sus contradicciones y su influencia, volverán a decir presente en esta columna.

Si bien Rossellini filmó los interiores en un estudio romano, Alemania, año cero no tendría razón de ser sin los exteriores berlineses. El protagonista, Edmund, apenas un niño, debe sacar adelante a su familia como sea. Les vende una grabación de un discurso de Hitler a unos soldados yanquis. Para probar que es real, el chico pone el vinilo en el tocadiscos. La voz espectral del Führer retumba sobre planos de la enorme ruina conocida como Berlín. Una secuencia hermosa por lo escalofriante, una de las grandes imágenes del cine de posguerra.

El sureño podría haber sido filmada en casi cualquier terruño soleado del mundo. Renoir no hacía neorrealismo, pero no por eso su cine es menos verdadero; recurre al artificio, pero no puede mentir. Sólo un puñado de cineastas ha podido mostrar tanta sabiduría respecto a la vida y la muerte, una sensibilidad suprema que se expresa hasta en las mínimas decisiones formales. 

Al comienzo de El sureño, el tío Pete Tucker colapsa por un golpe de calor fatal mientras recoge algodón. Después de observar sus últimas palabras, la cámara se queda con el perro de la familia, apoyado sobre la mano de Pete. Por fundido encadenado, vemos otro plano del animalito, ahora descansando sobre la tumba del viejo. La transición respeta el duelo de la familia (y muestra la fidelidad del perrito). El director no esquiva la desazón. Durante el entierro, Nora Tucker dice: “Ojalá le hubiéramos podido comprar una lápida”. Sam, su marido, le responde mientras clava una cruz de madera tosca: “Eso es para gente con plata”. Los deudos abandonan el plano. Otro fundido encadenado y vemos a los Tucker desandando un camino de tierra con el semblante despreocupado. En esos toques del montaje hay todo un ciclo de vida, muerte y aceptación; un sentido de fatalidad y una respuesta vital que son tan notorios y tan ligeros cómo un fundido encadenado. 

The Lost Weekend

La ganadora del Oscar es: Días sin huella (The Lost Weekend), dirigida por Billy Wilder para Paramount.

Días sin huella es la historia de Don Birman (Ray Milland), un aspirante a escritor alcohólico. La historia transcurre durante el fin de semana en el que se suponía que iba a ingresar a un centro de rehabilitación en las afueras de Nueva York. Don la caga por millonésima vez y agota la paciencia de su novia y de su hermano. El relato cuenta el patético par de días en el que Don trata de procurarse alcohol, rescatarse, escribir y salir nuevamente a conseguir bebida sin haber escrito una coma. Luego de las mentiras constantes, la auto humillación y la destrucción de los vínculos, viene un final medio santurrón, que sugiere la intervención divina; pero ambiguo, abierto como cualquier historia de adicción. Una idea bastante original: una narración estructurada como el ciclo de recaídas de un adicto. (4)

La película de Wilder también usa locaciones reales para darle realismo al asunto. Ray Milland vagabundea por las calles de una Manhattan no turística, pero no precisamente neorrealista; más cerca del film noir, un género afín en espíritu, aunque más codificado por sus fuentes literarias (el policial negro) y sus distorsiones expresionistas. Es que las tendencias realistas de Días sin huella, las fotográficas o las del guion, se rompen la cara con la pared de la convencionalidad hollywoodense.

Miklós Rózsa fue pionero del uso del theremín, el instrumento electrónico cuyo sonido suele asociarse a las películas de invasiones extraterrestres de los ’50.  En la banda musical que compuso para la película los pasajes de cuerdas armoniosas se alternan con tonos ondulantes y quejumbrosos de theremín, que es la traducción musical de la desesperación y el delirium tremens. 

La Paramount hizo una función previa al lanzamiento de Días sin huella que se pasó sin la banda sonora de Rózsa, con música animada de jazz. El público se partió de risa con la actuación de Milland. Todo su histrionismo y sus parlamentos recargados quedan en offside sin la música brutalmente conductista que se compuso para la película. ¿De qué sirve que las calles sean auténticas si no son más que el escenario para que un actor haga morisquetas al son de melodías cómicamente tenebrosas? Artefactos como el theremín o Ray Milland hacen demasiado ruido. Si ves la demencia alcohólica a los ojos sabés que es sigilosa como la muerte.

Notas

(1) Las ganadoras del Grand Prix fueron: Breve encuentro (Brief Encounter; dirigida por David Lean), La última puerta (Die Letzte Chance; Leopold Litberg), Días sin huella (The Lost Weekend; Billy Wilder)María Candelaria(Emilio Fernández), Los hombres sin alas (Muži bez křídel; František Čáp), Neecha Nagar (Chetan Anand), La Sinfonía Pastoral (La symphonie pastorale; Jean Delannoy), La tierra será roja (De røde enge; Bodil Ipsen y Lau Lauritzen Jr.), Tortura (Hets; Alf Sjöberg) y El punto decisivo (Veliki perelom; Frídrij Ermler).

(2) Se lee en “Defensa de Rossellini”, en ¿Qué es el cine?

(3) Si bien la película es protagonizada por Anna Magnani y Aldo Fabrizi, dos comediantes archiconocidos, podemos pensar que tienen su redención para la perspectiva moralista rosselliniana por abrazar estos roles dramáticos en el nuevo cine. 

(4) La ambivalencia del final también se puede explicar cómo el sabor resultante de la mezcla de la acidez típica de Billy Wilder y la melaza del sistema; el escepticismo del cineasta chocando contra la opresiva felicidad obligatoria que imponía el negocio. 

Santiago González Cragnolino / Copyleft 2022