LOS PREMIOS: 1929

LOS PREMIOS: 1929

por - Columnas
16 Mar, 2020 11:42 | comentarios
Los premios es una columna que revisa las películas que han recibido los galardones más importantes de la industria y sus posibles relaciones con el canon cinematográfico. Los textos repasarán cronológicamente las ganadoras del Oscar y de los premios de los festivales más tradicionales (la Palma de Oro de Cannes, el Oso de Oro de Berlín y el León de Oro de Venecia). La sección Premios no oficiales está dedicada a películas que no fueron premiadas en su momento, pero se convirtieron en clásicos (hoy mayormente olvidados). Por su parte, Fuera de competencia explora los márgenes, buscando fragmentos para un contra canon o una historia del cine alternativa.

Todo comenzó con una proposición cínica: “Descubrí que la mejor manera de manejar a los cineastas era colgarles medallas por todas partes. Si les conseguía copas y premios, se mataban para producir lo que yo quería”. Lo que hoy conocemos como los premios Oscar nacen como una movida de Louis. B. Mayer, entonces el productor más poderoso de Hollywood, para disuadir la sindicalización y mantener el control sobre la industria que gozaban los grandes estudios. Así, en 1929 tiene lugar la primera ceremonia de los premios de la Academia, que celebraban los méritos de las películas estadounidenses de 1927 y 1928.

La ganadora del Oscar es: en 1929 hubo técnicamente dos ganadoras a la mejor película. Un premio, que destacaba la “originalidad y la calidad artística”, fue para Sunrise, clásico absoluto de F. W. Murnau, producido por Fox. El otro laureaba a la “mejor producción” y fue para Wings, dirigida por William Wellman para la Paramount. La Academia dejó de lado el premio a la calidad artística en su siguiente edición (toda una declaración de principios) y decidió retrospectivamente que el máximo premio de la primera ceremonia fue entregado a la película de Wellman.

Wings cuenta la historia de Jack y David, dos jóvenes que se enlistan en las Fuerzas Aéreas para combatir en la Primera Guerra. Alguna vez amargos rivales enamorados de la misma mujer, Jack y David se convierten en hermanos en armas. Afrontan el entrenamiento militar y las vísperas de la contienda con un optimismo exacerbado, que es el tono de casi toda la película. No los frena el peligro, ni la muerte de los primeros compañeros, y el combate aéreo es mostrado casi como un deporte de caballeros, de alto riesgo, pero absolutamente excitante y honorable. Después de las primeras misiones hay un breve descanso en París, donde Jack se reencuentra con Mary, su vecina de toda la vida, ahora enfermera del ejército, secretamente enamorada de él. Jack, demasiado ocupado con el champán, no puede corresponder su amor. De vuelta en el frente de batalla, un giro trágico hace que Jack acribille el avión de David, que muere en brazos de su amigo, lo que da pie a uno de los primeros besos entre hombres en una película de Hollywood. El pueblo que vio nacer a los dos hombres recibe a Jack como héroe. Los padres de David lo perdonan: “Quise odiarte, Jack”, dice la madre. “No fue tu culpa. Fue la guerra”. Mary, la mujer a la que despreció a lo largo de la película, le abre también su corazón: “Yo también experimenté la guerra… Sólo importa lo que suceda de ahora en adelante”. Los horrores de la guerra (y el “desliz” homoerótico) quedan en el pasado. Borrón y cuenta nueva.

William Wellman fue uno de los grandes directores de acción de todos los tiempos. Aviador, veterano de guerra, logró comandar el ejército de aviones, actores y extras que recrearon las batallas con enorme realismo. La mirada de Wellman se posa en la belleza de las máquinas de guerra, en una suerte de manifiesto futurista para toda la familia, con interludios de romance y comedia. Wings es ejemplar como muestra de la sofisticación narrativa que había alcanzado el período tardío del cine mudo, en su claridad y fluidez visual, en su capacidad de establecer motivos simbólicos que se repiten a lo largo del relato y en su manera de convenir distintos tonos dramáticos. A ese dispositivo, lo que se suele llamar la gramática del cine (y es apenas una de sus posibilidades), Wellman le da un plus. Permanentemente en búsqueda de dinamismo, el director inventa gags visuales encantadores, posiciona la cámara en lugares insólitos (dignos de Abel Gance) y quiebra caprichosamente las reglas de la época (como cuando juega con el foco o hace que los actores se arrojen hacia la cámara). Las innovaciones de aquel momento, que podemos relacionar más inmediatamente con la escuela soviética del montaje, los experimentos surrealistas o el impresionismo francés, son incorporados perfectamente al relato clásico hollywoodense.

La primera ganadora del Oscar es el espejo ideal en el que Hollywood quiere verse reflejado. Una combinación de exploración estética, entretenimiento popular y relato político detrás del cual toda la industria se puede encolumnar. En el caso de Wings, una alegre celebración de la Primera Guerra, la empresa bélica que fue uno de los factores fundamentales por los cuales Hollywood se pudo imponer como el principal exportador de películas del mundo, mientras sus principales rivales europeos (principalmente Francia e Italia) sufrían las consecuencias materiales (además de humanas) del conflicto. El premio festeja indirectamente la victoria en el mercado mundial y se complace con el relato de una tragedia necesaria, donde el fin justifica los medios y es posible disfrutar el presente, con una dosis de ideología y otra de auto engaño. La “guerra para terminar con todas las guerras” tendrá su secuela y volverá a aparecer en esta columna.

Premio no oficial: Si ponemos en deuda a Wellman con los impresionistas, vale decir también que era una relación de ida y vuelta. Jean Epstein, uno de los cineastas franceses más destacados de ese momento, admiraba a los cineastas estadounidenses que “iban instintivamente hacia la fotogenia, la tomaban allí donde y tal como la encontraban, en estado natural, y se dejaban llevar por ella”, a diferencia de tantos realizadores europeos que sufrían de una irremediable influencia literaria y teatral. Epstein hace toda una filosofía transgresora en torno a la idea de fotogenia, dónde la imagen en movimiento redescubre el mundo para sus contemporáneos. Y el director hace de su teoría una práctica indiscutible.

En 1928 filma su adaptación de un cuento de Edgar Allan Poe, escrita junto a Luis Buñuel, que abandonó el proyecto por diferencias creativas (Buñuel volverá a figurar en esta columna). La caída de la casa Usher narra la visita de un hombre a la morada del título. Lord Usher está preocupado por la salud de su esposa Madeleine, a la que pinta fervientemente. Una vez que la mujer muere, comienzan a suceder fenómenos que podríamos llamar paranormales aunque son más que nada una excusa para llevar los recursos cinematográficos a un lirismo inusitado.

La caída de la casa Usher puede verse como un ejemplo temprano del cine entendido como fantasmagoría. El cine todavía era un arte joven, pero ya tenía suficiente tiempo entre los vivos como para lamentar a los muertos. La forma de esa aflicción silente es absolutamente fotogénica, con conexiones misteriosas entre los planos, como aquella que en un montaje veloz traza una relación entre la vibración de las cuerdas de una guitarra, la agitación de unas cortinas y el oleaje de un lago. Mientras otros cineastas parecen pensar en cuadros e íconos, Epstein piensa en ritmo y melodía.

En el intento de capturar emociones inenarrables y traducirlas en imágenes, Epstein juega con la cámara lenta y se adelanta 50 años a Scorsese, 70 años a Wong Kar-wai, 80 años a Wes Anderson. Buscando describir la sensación del duelo, introduce la cámara en los mecanismos de un reloj o la posiciona enmarcando un enorme cielo gris. El cine que, en sus propias palabras, “permite a nuestra imaginación abrazar las estructuras de lo infinitamente pequeño y de lo infinitamente grande”, reinventa la mirada, nace moderno, con la intención de encontrar nuevas formas de entender la realidad, incluso cuando se interna en la fantasía.

Fuera de competencia: En 1929 se lanza The Life and Death of 9413: a Hollywood Extra, un cortometraje experimental que tuvo un moderado éxito gracias al patronazgo de Chaplin(!). Cuenta la llegada de un actor (literalmente certificado como artista) a la fábrica de sueños californiana. El hombre será paulatinamente deshumanizado hasta que muere. Todo esto es narrado con una combinación de filmaciones, teatro de sombras, juego de marionetas y decorados expresionistas.

The Life and Death… fue dirigida por Robert Florey y Slavko Vorkapich, ambos inmigrantes, uno francés y el otro serbio, llegados recientemente a Hollywood. Florey fue asistente de Feillaude antes de mudarse a Estados Unidos y llegó a dirigir una película de los Hermanos Marx y varios films que hoy son considerados como claves en la historia del Cine B. Por su parte, Vorkapich se destacó como creador de secuencias de montaje, pasajes que comprimen una gran cantidad de tiempo en un puñado de planos. Sus aportes llegaron a aparecer en clásicos como Mr. Smith Goes to Washington y en películas de directores importantes como Ernst Lubitsch, Victor Fleming, Dorothy Azner o George Cukor (todos ellos aparecerán en esta columna). El trabajo de Vorkapich era tan notable que la secuencia de montaje pasó a llevar su nombre (“un vorkapich”).

Que ambos directores hayan terminado como artesanos de la Industria nos habla de la capacidad del Hollywood de aquel entonces para absorber las innovaciones y hacerlas parte de su sistema (como muestra también distintos momentos de Wings). Es tentador escribir que ambos acabaron padeciendo el mismo final que sufre el protagonista del film que codirigieron, pero afortunadamente esto no es verdad. Algo de su singularidad sobrevivió incluso trabajando desde el corazón del sistema. Hoy podemos recuperar algunos de sus trabajos y apreciar su vitalidad, mientras la obra de directores entonces mejor remunerados cae en la obsolencia. Desde aquí va nuestro humilde homenaje.

Fotograma: 1) La caída de la casa Usher; 2) Sunrise; 3 y 4) Wings; 5) The Life and Death of 9413: a Hollywood Extra.

Santiago González Cragnolino / Copyleft 2020