LOS AVENTUREROS DE LA FORMA

LOS AVENTUREROS DE LA FORMA

por - Ensayos
29 Ago, 2015 06:08 | comentarios
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Pude ver un puma

Por Roger Koza

En un texto juvenil que fue publicado sin su consentimiento, pues Jorge Luis Borges ya había muerto, el escritor argentino decía: “A la larga, toda aventura individual enriquece el orden de todos y el tiempo legaliza innovaciones y les otorga virtud justificativa… Toda aventura es norma venidera; toda actuación tiende a inevitarse en costumbre”. Alguna vez, a Godard se le ocurrió interrumpir la continuidad de la duración de un plano, hizo saltar la imagen y caer en el mismo instante de la secuencia, y el jump-cut como recurso fue años más tarde una de las retóricas frecuentes del clip. Todo parece ser susceptible de este movimiento dialéctico. La invocación metafórica deviene en léxico, la excepción en regla.

Una definición provisoria: el más auténtico radicalismo cinematográfico reside en una operación formal que se resiste hasta el último segundo de ser descifrada en código y de ahí en más desplegada como materia de una futura pedagogía. El radicalismo se resiste a su enseñanza, pues debe insistir, en cierta medida, en no ser parte de un ordenamiento canónico de las formas. Las formas radicales del cine vienen a incidir sobre el orden sensible de la materia cinematográfica. Un plano de Bresson sigue siendo una unidad enrarecida, imposible de ser absorbido en un sistema de referencias que pueda ser reproducido. Los radicales no producen epígonos, apenas están para inspirar un poco y recordar que el orden de las cosas no es inamovible.

Cuatro radicales libres del cono sur

Nada tienen que ver entre ellos. Una mujer, tres hombres. Generacionalmente son dispares y en nada, absolutamente en nada, se parecen entre sí, excepto por un rasgo distinguible: los cuatros directores han hecho películas que no se parecen literalmente a nada: una cumbiópera cinematográfica, un relato juvenil organizado como mímesis de las operaciones de la asociación libre, un ensayo político sobre una nación en el que un cementerio es un palimpsesto de una batalla de clases infinita, un retrato de la alienación en clave intimista que se desmarca de todo el cine social y de denuncia del cine latinoamericano. En efecto, el patrón que conecta Tierra de los padres, P3nd3jo5, Pude ver un puma y Parapalos es la aventura que cada realizador emprende en la búsqueda de una forma que desmarca la sensibilidad del orden de las cosas y devuelve una imagen que no encaja en el sistema de referencia en vigencia.

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Afiche de Pude ver un puma

Extraño caso el de Teddy Williams, un realizador muy joven que pronto tendrá su primer largometraje y que hasta ahora solamente ha hecho cortometrajes que no remiten a ninguna tradición y que no tienen parangón con ningún lineamiento estético del cine argentino contemporáneo.

Pude ver un puma poco tiene que ver con un animal característico de ciertas regiones de la Argentina. Al inicio, una voz en off describe ligeramente la fisionomía de ese felino, pero es una frase autónoma sin ninguna motivación narrativa. Luego, el puma será un ausente. Al final, cuando empiecen los créditos, se podrá ver el cuerpo de un animal, tal vez un puma, aunque no se distinguirá del todo por dos obstrucciones deliberadas: el encuadre prioriza un sector del cuerpo del animal para que resulte irreconocible y, a su vez, otra imagen atraviesa la nitidez de ese mismo plano, en una superposición que debilita la inteligibilidad general.

Pude ver un puma está constituido por 10 planos. Varios jóvenes de unos veinte años se pasean por las azoteas de una casa y mientras tanto juegan y conversan. La lógica conversacional es ocasional, aunque esos intercambios verbales distan de ser lo habituales en una charla cotidiana. No hay personajes principales, ni tampoco un relato divido en tres segmentos en el que se divise una estructura clásica con su respectiva introducción, conflicto y resolución. El movimiento es lo que aquí importa, un flujo de acciones que no se detiene y empuja la narración hacia delante sin un destino a la vista, más allá de que el espacio del relato es programáticamente discontinuo. He aquí el funcionamiento de una poética del espacio-tiempo: algunos personajes que aparecen en la azotea de pronto se encuentran sin ninguna explicación en un pueblo hundido y abandonado a las orillas de una laguna. Siguen caminando y hablando. Los escenarios varían, los personajes, no, y ellos no parecen percibir jamás que ya no están en donde estaban.

El trabajo sobre el espacio es formidable tanto en lo concerniente al registro como en el concepto de raccord entre escenas, por el cual la continuidad del tiempo narrativo está estrictamente asociado a la discontinuidad espacial. Es por que eso que los personajes siguen caminando por ese pueblo bajo el agua en el que no se divisa ninguna selva a la vista, y así, de la nada, segundos después, aparecen en otro ecosistema, en este caso una selva.

Uno de los personajes revela un sueño en el que descubrió cómo un electrón en su intestino se veía en un primero momento como un cosmos hasta que pausadamente él percibe que todo ese universo estaba contenido en su propio cuerpo. Esa inmensidad lo habitaba. La intuición del personaje no es otra que la expresión de esta poética en ciernes y en construcción que Williams viene ensayando por años: no es el primero en entender que el cine puede apropiarse de la lógica onírica para trabajar sobre el encadenamiento narrativo y el sistema de montaje, pero lo originalísimo de Williams es cómo emplea las formaciones oníricas como relato con una total dislocación del espacio como escenario.

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Tierra de los padres

En Tierra de los padres el espacio es tan esencial como en el film de Williams, pero no se trata aquí de explorar la lógica de los sueños sino más bien de filmar una genealogía de los enfrentamientos históricos argentinos como pesadilla discursiva interminable. El movimiento no es aquí un concepto operativo de la poética elegida, excepto por el soberbio plano secuencia final de 7 minutos en el que el film abandona su locación excluyente, el cementerio aristocrático de la Recoleta, en pleno centro de la capital argentina, y una nueva perspectiva se impone a medida que se abandona el emplazamiento mortuorio. El viaje aéreo es siniestro: se sale del hogar de los muertos ricos para llegar hasta el Río de la Plata, cementerio oficial del terrorismo de Estado. Excepto por este movimiento preciso, todo, en Tierra de los padres, es inmovilidad.

En cada tumba de algún político, escritor o militar argentino, hombres y mujeres de diferentes edades, algunos más o menos conocidos, leen un fragmento de un texto redactado por el “espectro” elegido en cuestión, textos y personajes que remiten directamente a una etapa histórica de la nación. No siempre las lecturas responden a un criterio cronológico, aunque el ordenamiento discursivo está concebido dialécticamente. La rivalidad y tensión discursiva es un factum. En esto, Prividera sigue al viejo Heráclito al pie de la letra: “La guerra es la madre de todas las cosas”.

El radicalismo formal de Tierra de los padres estriba en proponer una forma de apropiación del orden del discurso en un nuevo orden visual y sonoro en pos de hacer hablar al presente del propio país, una historia particular que tiene implicancias inmediatas para cualquier nación de la región. Es que su universalidad se cifra en su particularidad. Así, los textos y las tumbas, los fantasmas de la historia que están presentes a través de sus ideas que los sobreviven y que determinan cómo el presente se constituye, es la consecuencia de una pretérita contienda que no es otra cosa que la lucha de clases revestida de sus formas nacionales y sus respectivos actores sociales.

Una falsa y perezosa lectura del film consiste en creer que Prividera no está haciendo otra cosa que adaptar un método de trabajo propio de los cineastas Jean-Marie Straub y Danièlle Huillet, como si todo acto de lectura de un texto frente a cámara desprovisto de cualquier énfasis interpretativo perteneciera al universo estético de esos dos directores extraordinarios. Habría que decir que la primera gran diferencia con el cine de los Straub es el lugar de lectura. A diferencia de las películas de los Straub, la naturaleza está ausente en Tierra de los padres, o en todo caso, la naturaleza es una minoría evidente. El mármol y el ladrillo, la madera de las tumbas, algún que otro gato. Solamente los árboles y las flores vienen a representar el reino de la naturaleza. Sucede que la naturaleza primordial y pura, que suele ser aludida en los Straub a propósito de un espacio abierto sin marcas de la Historia para que hablen los poetas que cantan y anuncia el viejo sueño materialista de una humanidad utópica, es sustituida por un emplazamiento simbólicamente recargado que no es otra cosa que un cementerio. La necrópolis se sitúa en el centro de la ciudad, es un lugar de poder y ahí yacen todos los muertos que han influido literalmente en la historia del país. Es la casa de los guardianes de algunos proyectos que hoy son la herencia contradictoria con la que tratan los vivos. ¿Cómo filmar la Historia? ¿Cómo filmar las fuerzas discursivas que la materializan en los vivos que la piensan? He aquí la respuesta radical de Prividera: ¡así!

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Afiche de P3nd3jo5

Desde que Raúl Perrone estrenó P3nd3jo5, en 2013, el director que vive y filma en Ituzaingó, una localidad cercana a la Capital Federal, ha experimentado una especie de revolución creativa: por cada nueva película suya existe una nueva forma, un camino por transitar, a veces totalmente desconocido.

En principio, P3nd3jo5 se presenta como una cumbiópera, una extraña mixtura entre dos géneros musicales muy difíciles de asociar. El primero, un género popular; el segundo, al menos desde hace décadas, un género destinado al consumo de ciertas clases sociales pudientes. En ese contexto sonoro, Perrone introduce tres movimientos con el que estructura las tres historias sobre jóvenes que habitan en Ituizangó. La banda musical es genial, y suena a lo largo de toda la película.

En P3nd3jo5 los relatos son mínimos y los intercambios verbales están inscriptos en la pantalla. El intertítulo reemplaza a la palabra hablada, un distanciamiento que se pronunciará de aquí en adelante en toda la obra de Perrone. La imagen debe relevar a la palabra y el sonido jamás debe relevar a la imagen. Este es el nuevo principio poético de Perrone, y el fundamento de su radicalismo tardío.

En esta ocasión, como en tantas otras, Perrone cuenta historias de jóvenes que no tienen lugar en la sociedad organizada. La mayoría de sus personajes se deslizan aquí en skates, una forma de movilización estéril que denota un falso movimiento anímico: los pendejos no van a ningún lado, pues no hay horizonte alguno al que dirigirse. El amor, la incomunicación con los padres, la delincuencia atraviesan así las tres historias que coinciden a su vez con los tres movimientos musicales. Cada relato tendrá una resolución, pero todo lo que sucede en materia narrativa es secundario, pues Perrone circunscribe la fuerza de su película al redescubrimiento de la fotogenia en un cine desacostumbrado a singularizar el rostro en primer plano. De lo que se trata es de devolverle al retrato de los hombres comunes su dignidad visual.

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Parapalos

Ana Poliak es el gran secreto del cine argentino contemporáneo. Una realizadora con pocas películas pero todas ellas inimitables. Parapalos es una película aparentemente menos radical, tanto en su forma como en su temática, que la precedente La fe en el volcán. ¿Puede un relato sobre un joven que va a la ciudad en busca de trabajo constituirse como un ejemplo de cine radical? Su debut laboral tendrá lugar en un bowling, cumpliendo una función que suele permanecer en fuera de campo para la mayoría de los jugadores de este deporte-entretenimiento anacrónico. Es así que Ringo será uno de esos hombres invisibles que suelen estar en una cabina detrás de la pista esperando por volver a alinear los respectivos bolos que los jugadores van derribando con sus tiros. La película consiste en mostrar el aprendizaje del joven y su interacción con los otros hombres que por años se han dedicado a realizar este oficio en vías de extinción.

Poliak es precisa en todo los detalles concernientes al oficio. Encuentra la forma exacta para mostrar la modulación del cuerpo respecto de la tarea exigida; sintetiza amablemente cómo un trabajo constituye una forma de subjetivación para quienes lo realizan. Pero se trata de un trabajo del que no suelen tenerse imágenes, un tema indicado para el cine. Es por eso que filmar este trabajo en particular es destituir el fuera de campo real en el que está su propia naturaleza, más allá del cine. Y es aquí en donde el mayor gesto radical de Poliak descansa, en la elección de su tema y en las preguntas que se formula para llegar a filmar una tarea desconocida. Hay pocas películas interesadas en mostrar el trabajo como tal y en encontrar una forma para su registro; más inusual resulta cuando la presunta insignificancia de un empleo como el elegido aquí parece desmerecer una película. Parapalos demuestra la dignidad de una tarea y la hermosura de sus ejecutores.

Hay un plano inolvidable en Parapalos, uno que debería permanecer en el recuerdo de cualquier espectador sensible. La secuencia dura menos de un minuto. El joven sueña con fugarse, corre desesperadamente, y la elección formal con la que aquí se transmite el acontecimiento permite participar casi físicamente de la desesperación del protagonista: una subjetiva que va más allá de hacer coincidir una mirada y una perspectiva. Así es como se ve el momento en el que la actividad onírica del protagonista se despliega visualmente, instante en el que él reconoce que el destino de su esfuerzo es una pura enajenación sin destino. La condensación física de ese sentimiento y su puesta en escena es un prodigio formal. Un instante radical, una escena inolvidable.

Este texto fue comisionado por la muestra Argentina Rebelde, que tiene lugar en Ríos de Janeiro durante el mes de agosto 2015

Roger Koza / Copyleft 2015